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Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira/Tercera parte/VI

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¡Golpe por golpe! Las circunstancias me permitían vengarme sin sufrir, más que sin sufrir, ganando en cambio. ¡María!... ¡Vázquez!... ¡La cara que iban a poner cuando supieran que, conquistando una de las mujeres más hermosas de Buenos Aires, conquistaba, también, una fortuna que ponía fuera de todo parangón: Mauricio Gómez Herrera, gran familia, gran posición, gran talento, gran fortuna, ¡todo! ¡Oh, circunstancias, amigas mías! ¡Oh, santo oportunismo, oh, propicia fatalidad, que llevas de la mano hacia todos los triunfos y todas las cumbres a los elegidos de tu capricho!... ¡Y la venganza!...

Sin embargo, la mañana siguiente me trajo un rato de malhumor. Eran las once, cuando mi valet de pied se atrevió a despertarme con una serie de discretos golpecitos a la puerta de mi dormitorio.

-Una señora espera en la sala...

-¡Imbécil! ¿No te he mandado que me dejaras dormir?

-Son las once, señor, y don Marto me ha dicho que podía despertarlo.

-¡Ah, bueno! ¿Quién es?

-Una señora. No ha dicho su nombre.

¡Tantas señoras!... ¿Un sablazo matutino? ¡Bah! Noblesse oblige.

Sobre el pijama me puse la robe de chambre, y me dirigí serenamente a la sala, seguro de que el sablazo más feroz no podría interesar sino la superficie de mi coraza, reforzada por Rozsahegy.

¿Quién es? No la conozco. Porte distinguido, ojos negros y severos, traje elegantemente cortado, sombrero de buena marca, ni una alhaja, nada que choque al gusto más refinado.

-Señora... usted disculpará, pero, por no hacerla esperar... ¿A quién tengo el honor?...

Se había puesto de pie al verme entrar, con una actitud desconcertada, como si sólo esperara mi presencia para marcharse, más que como demostración de respetuosa cortedad.

-He vacilado mucho antes de venir -murmuró-, y ahora veo que tenía razón en vacilar, puesto que ni siquiera me conoce.

El ceceo me la reveló.

-¡Teresa! -exclamé, atolondrado, sin acertar a moverme ni a decir más.

-Sí, Teresa Rivas... Era mi deber hablar una vez siquiera con usted, Mauricio, y por eso vengo. Hay en mi casa una criatura que ya va a ser un hombre, mi hijo, que tiene derecho a preguntarme quién es su padre... Se llama Mauricio Rivas, y es un muchacho inteligente y bueno, trabajador, y más noble...

Yo callaba. Teresa se interrumpió para continuar en seguida, con un esfuerzo, conmovida hasta las lágrimas.

-Ese niño, ese jovencito está al abrigo de la necesidad, ha recibido una excelente educación, porque su madre no es ya una campesina tosca e ignorante, y puede emprender cualquier carrera, aspirar a cualquier situación... con tal que la sociedad no le cierre sus puertas... Ese niño no tiene padre.

Yo estaba en ascuas. La inesperada escena, descabelladamente romántica, me ponía fuera de mí. Ganas me daban de tomar a aquella mujer por la cintura y ponerla sin ceremonia en la puerta de la calle. ¡Caramba! ¡Y qué complemento a la comedia idiota de casa de Rozsahegy!

-Ese niño no tiene padre -continuaba diciendo Teresa, balbuciente-, y este defecto le hará tropezar con gravísimas dificultades, aunque sea relativamente rico, porque, por más que se diga, en nuestro país el dinero no es todavía el todo. Por eso, como usted, Mauricio, es su... amigo más cercano, he venido a preguntarle -¡oh, sin segunda intención, sin exigencia alguna!-: Mauricio, ¿qué puede usted hacer por esa infeliz criatura?

¿De qué modo resolver esta peripecia, como la llamaría un dramaturgo? Miré a las paredes, a las puertas, invoqué al rayo, la presencia de cualquier persona, amiga o enemiga, pensé hasta en el suicidio, todo me pareció preferible a aquella situación tremenda por lo insólita e inconducente...

¡Oh, destino! ¡Oh, fatalidad! ¿Por qué las cosas de la vida se amontonan en un instante dado, formando lo que los novelistas, poetas y comediógrafos llaman el nudo? ¡María, Eulalia, ahora Teresa! ¡Todo de golpe! ¿O todo esto existía antes, y el nudo no es más que una visión más aguda y sintética de lo que viene sucediendo y ha estado anudado siempre? ¡Por los clavos de Cristo! ¿Cómo resolver esta maldita peripecia, sin rebajarla hasta lo innoble? Yo no sé lo que imaginaría un novelista dado el problema psicológico. Lo único que puedo exponer es lo que hice, dejándome inspirar, sencillamente, por mi instinto de conservación.

-Tenga usted confianza... Siéntese... Conversemos -dije.

Se sentó, automáticamente.

-Debe estar hecho todo un hombre... Y buen mozo, ¿eh?... ¿Cómo se llama?...

-Ya dije... Mauricio... Mauricio, como... como su padre.

-¡Ah!

Y luego, bajando cabeza y brazos hacia el suelo, como en el colmo de la desolación, agregué:

-Puedes... puede estar usted segura, señora, de que ese niño tendrá siempre en mí el más resuelto, el más abnegado de los protectores y de los amigos... Será para mí... como un hijo adoptivo... ¡Oh, Teresa!... ¿Y puedes... y puede usted haberlo puesto en duda?

-No se trata de eso, Mauricio -dijo, dolorosa-. Lo único que el niño necesita es un apellido legítimo y el honor de su madre... ¡Oh, no se espante! ¡Usted se equivoca mucho al suponerse, ni por un momento, en una situación sin salida, o, por lo menos, difícil de resolver!... ¡Nada más fácil, por el contrario! Aquella pobre Teresa Rivas de Los Sunchos, tan ingenua, ha cedido su puesto a la mujer experimentada que Mauricio Gómez Herrera la invitó a ser para que fuera digna de él... Esta nueva encarnación no pide nada para ella, vuelta ya de su engaño, pero tiene un hijo y viene a preguntarle: Mauricio, ¿qué va usted a hacer por esa infeliz criatura?... ¿Nada?... ¿Nada?...

Me quedé silencioso, aterrado. Ella calló, también, medio minuto, impávida, mirándome con sus olímpicos ojos de ternura.

-Esto no es una tentativa de chantage, Mauricio, ni un arrebato de sentimentalismo malsano. Lo vengo pensando hace mucho, y creyéndolo mi estricto deber y recordando sus promesas, he querido, por primera y última vez, ponerlo frente a frente a su deber, al suyo, sin imponerle que lo cumpla. Puedo hacerlo ahora, mientras es todavía tiempo, mientras el niño no entre de lleno en la vida... pero ni reclamo ni impongo nada...

-No sé cómo... -murmuré, dándome aires de irritación.

-¿Es cierto, entonces, el rumor que ha llegado a mis oídos? ¿Se casa usted con María Blanco?

-¿Con María Blanco? ¡No!

-Importa poco... Será con ella, con otra, o no será... Lo que yo tenía que hacer está hecho... No puedo suplicarle, no puedo llorar... Ya supondrá usted todas las súplicas que formulé, todas las amargas lágrimas que he derramado en estos años tan largos... inacabables... Pero comprendo que mi actitud lo sorprende y lo hiere... No me conteste por el momento, no... Yo también he tenido que meditar mucho antes de dar este paso... Aquí tiene usted mis señas... hable a su conciencia, ella le dirá... Y yo esperaré su palabra, que vendrá, o no... Adiós, Mauricio...

Dejó su tarjeta sobre un velador, hizo un movimiento como para acercarse a mí, pero se contuvo, y, muy digna, salió paso a paso del salón.

Juraría que nadie creerá lo que pensé mientras, petrificado, miraba alejarse para siempre a la nueva Teresa. Y lo que pensaba era, sencillamente:

-¡Parece mentira que de aquello haya salido esto! Si me hubieran dicho que la cándida y vulgar Teresa... ¡Decididamente, éste es un gran país!...

Pero, acto continuo, volví al sentimiento de la situación. Había sido ridículo y de una pobreza inverosímil de recursos. ¡No encontrar nada, nada, nada que contestarle! ¡No acertar con nada, sino con una irritación absurda, una cólera terrible, mortífera quizá, que sólo había podido dominar lo que se llama «educación», que no es sino una autodomesticación de la fiera!... ¡Y ella, que no me había dado ni el más mínimo pretexto para el estallido, para el estallido salvador que hubiera convertido en trágica o siquiera dramática aquella escena tan profundamente ridícula...

-¡Manuel! ¡Manuel! ¡Manuel!

Azorado, el gallego asomó su hocico a la puerta de la sala.

-¿Has hecho mis maletas?

-Todavía no, señorito... El almuerzo...

-¡Imbécil, torpe! ¿No te he dicho que hicieras mis valijas?

Desapareció a tiempo, pues mi puntapié hizo que la hoja de la puerta le golpeara las espaldas. Y, enervado por aquel arrebato demente e inútil, me senté en un sofá, mordiéndome los puños, me levanté, hice pedazos la tarjeta, sin leerla, corrí como un loco alrededor de la sala, dando puñetazos a los muebles, y de repente me calmé, me eché a reír, y fui a vestirme, completamente tranquilo, repitiendo un refrán que don Fernando Gómez Herrera, mi señor padre, solía decir a menudo: «Lo que no tiene remedio, remediado está».



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