Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira/Segunda parte/V

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La intriga iniciada en las alturas nacionales, secundada por mí y tímidamente por Correa, iba a dar sus frutos, pues el Presidente estaba más que nunca resuelto a dejar de mano a un Gobernador que no era incondicionalmente suyo. Pero la casualidad quiso que todo el trabajo resultara ocioso, facilitando el cumplimiento de nuestros deseos de tal manera que, aunque no hubiéramos hecho nada, el resultado hubiera sido el mismo. Sólo que este triunfo, provocado por el destino, sin nuestra intervención, hubo de costarnos moralmente mucho más que el que habíamos preparado con paciencia y destreza, y que no tengo para qué contar porque no se puso en planta. La casualidad no es hábil y suele cortar los nudos gordianos, sin fijarse en las consecuencias. Pero vamos al caso.

Hallábame una noche en el Club del Progreso, jugando con los amigos de siempre, cuando Cruz, el asistente del Gobernador, entró en la sala, y se me dio la noticia de que Camino acababa de sufrir un ataque de apoplejía y que según todas las apariencias habría muerto o estaba agonizando. El doctor Orlandi, llamado a toda prisa, no daba esperanzas: según él, la muerte había sido fulminante.

-¿Dónde está? ¿En su casa?

-¡No! ¡Y eso es lo «pior»!

Siguiendo sus plebeyas costumbres, Camino había pasado su última hora en un sitio inconfesable.

Sin decir una palabra a mis compañeros, salí, dando orden al asistente de que callara como un muerto y dijera al comisario de órdenes que se reuniese conmigo, sin perder un momento, en la casa a donde me dirigía. Corrí a una cochería, mandé atar un gran landó, y al galope de los caballos me hice llevar al suburbio norte, en una de cuyas casas había muerto el Gobernador. Era la una de la mañana cuando llegué: la ciudad dormía, y afortunadamente no había un alma en las calles. Dos agentes policiales, llamados con espíritu previsor por el diablo de Cruz, hacían la guardia en la cuadra, sin saber lo que ocurría; creyéndome un particular, trataron de impedirme el paso. Me alegré mucho de la discreta precaución del asistente, porque en las circunstancias había que obrar con mucho tino.

En la casa no había más hombres que el doctor Orlandi, sentado junto a una cama revuelta en que yacía el Gobernador. Estaba muerto.

-¿Qué vamos a hacer? -me preguntó el italiano, atolondrado por aquella inesperada catástrofe, producida con tan poca nobleza.

-Llevárnoslo a su casa lo más sigilosamente que sea posible en cuanto lleguen Cruz y el comisario de órdenes.

-¡Ma! ¡Es una responsabilidad terrible!

-¡Qué quiere, doctor! Nosotros no lo hemos traído aquí. Lo más que podemos hacer es disimular las cosas.

Momentos después, mi segundo, el doctor Orlandi, Cruz y yo sacamos el cadáver y lo metimos en el carruaje. El cochero fue amenazado con los más contundentes castigos si decía una palabra, y lo mismo se hizo con la gente de la casa que, por fortuna, era sumisa a la policía y estaba bajo su inmediata dependencia. En el trayecto di mis instrucciones al comisario de órdenes: debía hacer acuartelar las policías y el Guardia de Cárceles en toda la provincia, para sofocar inmediatamente hasta el más ligero disturbio que pudiera producirse cuando se hiciera pública la noticia. La situación era nuestra, mía, y no era cosa de perderla ni de comprometerla siquiera...

Cruz abrió la puerta de la casa del Gobernador, y entre Orlandi, yo, el asistente y el cochero, llevamos el cadáver hasta el dormitorio, y lo metimos en la cama.

Ahora ¿cómo avisar a la familia? Inmediatamente concertamos lo que íbamos a decir: «Camino, sintiéndose mal, había llamado a su asistente, prohibiéndole que alarmara a los suyos y ordenándole que llamara al doctor Orlandi. Cruz, al pasar por el club, entró a ver si el doctor se encontraba allí, como de costumbre, y viéndome, juzgó conveniente decirme lo que ocurría, pues yo podía hacer llamar a Orlandi con mayor rapidez. Yo salí, por deferencia, encontramos al doctor, los tres acudimos con un coche a casa de Camino... Pero, desgraciadamente, cuando llegamos había muerto». Así se dijo.

Es de imaginar el trastorno de aquella casa, hasta entonces tranquila, los llantos de las mujeres, las carreras de los criados, las preguntas, las exclamaciones, los ayes. Una hora después, los parientes, los amigos, acudían desolados. ¡Figúrense ustedes! ¡No moría sólo un pariente, un amigo, sino un Gobernador!...

Nuestra versión fue perfectamente admitida en los primeros momentos, y nadie puso en duda que las cosas hubieran pasado así.

Yo me ocupé de avisar al vicegobernador Correa, que dormía profundamente, sin sospechar lo que pasaba.

-¡Ya es Gobernador, amigo! -le dije.

-¡Qué! ¿Ha habido revolución?

-¡No, hombre! -contesté riéndome.

-¿Ha renunciado, entonces?

-¡Sí, en casa de Maritski!

-¿No me diga?

Le conté el suceso. No dijo palabra, pero tenía la cara radiante. Vistió en un segundo su minúscula y nerviosa persona, y salió conmigo para correr a la casa mortuoria.

-Diga, don Casiano, ¿yo quedaré en la jefatura de policía?

-¡Claro! ¡Vaya una pregunta!

-¿Y tendré la primera diputación?

-Si depende de mí...

-No. Conteste categóricamente, sí o no. De otro modo... Usted sabe que tengo la provincia en la mano.

-¡Vaya hombre! ¡Ni que yo fuera tu enemigo! ¡Serás diputado nacional! -y me tuteaba, camarada hasta la muerte.

-¿Palabra?

-¡Palabra de honor!

-¿En la primera elección?

-¡En la primera! ¡No seas cargoso! Ya sabes que soy tu amigo.

Amaneció aquel día sin que hubiésemos dormido. En la sala de Camino había, más que nunca, olor a encerramiento, a humedad, atmósfera a la que se mezclaba el humo capitoso del benjuí, del incienso, y del «cachimbo», como decía Mamita hablando del cigarro.

Correa firmó su primer decreto -como provisional todavía-, determinando los honores que debían rendirse al ex Gobernador en sus funerales: la bandera a media asta en todos los establecimientos provinciales, la escolta del Guardia de Cárceles, la presencia del Poder Ejecutivo, que encargaba al ministro de Gobierno de pronunciar la oración fúnebre... La Legislatura resolvió asistir en masa a las exequias, lo mismo que el Poder Judicial. Preparábase una manifestación de duelo como nunca se había visto, tanto más cuanto que Camino, vinculado por el parentesco a casi todas las familias representativas de la provincia, arrastraría tras de su féretro a buena parte de la oposición, acalladas las pasiones ante el silencio del sepulcro.

De aquella magnífica ceremonia sólo quiero recordar un detalle: El ministro de Gobierno, González Medina, terminó su oración fúnebre diciendo no sé si con ingenuidad o con malicia provinciana:

-Ha caído en el puesto de honor, manteniendo alta la bandera de sus convicciones. ¡Llorad, pero imitad este ejemplo, ciudadanos!...

No sé lo que Cruz, si estaba presente, comprendió en estas palabras. En cuanto a mí, es la primera y última vez que he tenido que hacer esfuerzos para no reírme en un cementerio.



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