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Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira/Segunda parte/X

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Aunque lo esperaba de un momento a otro, no supe sino algo más tarde que el partido católico de la provincia apoyaría indirectamente mi candidatura. Digo indirectamente, y voy a explicar por qué. Desde mucho tiempo atrás, la oposición no se presentaba a las elecciones o salía afrentosamente derrotada apenas trataba de dar señales de vida. Con las mesas totalmente gobiernistas, la policía nuestra, los jueces nuestros, sin grandes gastos de movilización de gente, el triunfo nos pertenecía sin disputa: bastaba con que los escrutadores copiaran los registros durante un par de horas. Pero si la oposición propiamente dicha no tenía ingerencia alguna en la elección, el partido político en particular era influyente, sobre todo antes de la elección, es decir, en la designación de candidatos. En el partido del gobierno, así como en los demás, había muchos de sus miembros, gente por lo general rica y conservadora, de elevada posición social, y cuyos consejos se escuchaban siempre y se seguían a menudo. La opinión de éstos en cuanto a hombres y cosas se consideraba el exponente de lo que el pueblo podía tolerar. Algo que provocara su violenta desaprobación sería necesariamente inaguantable para los demás. Podían, pues, hacer con éxito la guerra a mi candidatura, antes de que saliera a luz, ya que no en los comicios. Esto lo temí siempre hasta una conversación que tuve con fray Pedro Arosa.

-¿Ha oído usted hablar -me preguntó una tarde- de un proyecto de ley de divorcio que va a presentarse al Congreso, y que completaría la iniquidad de la ley de matrimonio civil? ¿Sabe usted si el Presidente está dispuesto a apoyarlo?

-No lo creo -repliqué-. El Presidente debe tener en la actualidad otras preocupaciones. En cuanto al proyecto, existe, pero lo considero un simple tanteo de la opinión, un preparativo para más tarde...

-¡Pues ni como tanteo! -gritó el padre Arosa-. Los «tanteos» preparan las «realizaciones»... ¡Esos herejes, relapsos, merecerían un terrible castigo! ¡Es necesario que su tentativa fracase ruidosa, totalmente! Están minando el edificio de la Iglesia, el templo del Señor, que aplastará al país con sus ruinas. ¡El día que se acabe la religión, esta República habrá dejado de existir, será un pueblo muerto, abandonado de la mano de Dios! ¡El divorcio! ¿Sabe usted lo que es el divorcio? ¡La disolución de la familia, la anarquía de la sociedad, el olvido de todas las tradiciones, el ateísmo en auge! La mujer, sin el freno del matrimonio, no irá a buscar consuelo y confortación en la iglesia, arrastrada como se verá por el torrente de una vida de aventuras, corriendo como irá tras de una felicidad terrena que se le ofrecerá engañosamente, en sustitución de la dicha celestial que es, hoy por hoy, la única que espera... ¡Hay que hacer que ese proyecto caiga de tal modo bajo la condenación general, que nadie se atreva, en muchos años, a volver a presentarlo!... ¡Vaya con el «tanteíto»!...

-Si llego a ir al Congreso, como espero, me dedicaré exclusivamente al triunfo de la buena causa, y el divorcio no tendrá enemigo más resuelto -dije con unción.

-¿Aunque el Presidente lo apoye?

-En cuestiones de conciencia, los partidos no tienen que entrometerse. Yo encontraré el medio de hacer que el Presidente deje a sus partidarios en plena libertad en esta cuestión.

-¡Es tan liberalote! ¡En su provincia se mostró siempre tan enemigo nuestro!

-Eran otros tiempos. Y además, padre, tenía que propiciarse el pueblo bajo, en vista de la Presidencia... Ahora no querrá mezclar a la cuestión política una especie de guerra de religión, ni enajenarse la voluntad femenina, inclinada a él por el apogeo del lujo y la riqueza, por el brillo de una vida de holgura y diversiones... amén de otras cosas...

-Puede que eso sea verdad. En fin, ya que está usted animado de tan buenas intenciones, es preciso que vaya al Congreso. Allí hacen falta hombres como usted.

No oculté mi satisfacción. Fray Pedro, recobrando su bonhomía y regocijo acostumbrados, agregó, sonriente:

-¿No le parecería bueno hacer un viajecito a Buenos Aires? Yo creo muy útil que se vea con el Presidente y le hable de cómo recibiríamos el proyecto de divorcio. ¡Oh! ¡Como simple informe, sin meterse en honduras! Tanto más cuanto que sería magnífico que el Presidente se mostrara favorable a su elección.

¡Gran consejo! Ungido por el Presidente, ni Correa ni nadie sería capaz de ponerse en mi camino.

-Iré esta misma semana -dije-. Cuente conmigo, padre.

-¡Dios te lo pagará!

Entretanto María no había cambiado de actitud... Amable, afectuosa, me recibía como a un buen amigo, y sólo de vez en cuando pasaba -pronto reprimida- una promesa por sus ojos. Y aquella misma tarde, cuando fui a verla como de costumbre, me dijo con cierta gravedad:

-Ayer incidentalmente, habló Papá de que está usted muy religioso, ¿es cierto?

-No tengo por qué ocultarlo: he vuelto al seno de la Iglesia, como dicen los sacerdotes, María -contesté en tono de broma.

-¿No se enojará si le hago algunas preguntas, que han de parecerle indiscretas?

-¡Qué esperanza!

-Dígame, pues: ¿usted cree, de veras, en todo lo que enseña la religión?

-Sí, creo -dije tanto más resueltamente cuanto que no quería dejar ver mi vacilación-. ¿Por qué me lo pregunta?

-Porque me parece bastante extraño. Muchas veces le he oído hablar con incredulidad y hasta con burla de más de un misterio, de más de un dogma.

-Extravíos de la juventud... Las malas lecturas... Uno vuelve siempre a sus primeras creencias, a lo que le enseñó la madre, cuando niño...

-¡Ah!

-Siempre queda allá en el fondo un resto de fe, que florece y fructifica en determinadas circunstancias. Ya sabe usted que quiero hacerme hombre serio, María.

-Sí, sí. Eso debe también ser un motivo... Pero ¿no se puede ser serio sin ser religioso? Papá no cree, por lo menos él lo dice, y sin embargo lo considero grave, bueno, honrado y puro... Me afligiría que cambiara de modo de pensar, sin una causa evidente y convincente...

-Lo que quiere decir que le desagradan mis ideas actuales, María. ¿Lo que quiere decir que usted tampoco cree?

-Yo creo... Yo creo... La verdad es que nunca, hasta hoy, me he puesto a examinar esa cuestión. Tomé sin discusión lo que me enseñaron, y todavía no estoy preparada para discutir. Los mandamientos de la Ley de Dios son justos y santos, esto me basta. Los considero la regla de conducirse bien en la vida, y me someto a ello como a una disciplina salvadora... Pero si llegara a dudar de los artículos de la fe, me parece tan difícil que volviera a creer en ellos de la noche a la mañana... ¡En fin! Estas cuestiones no son muy entretenidas que digamos. Dejémoslas, Herrera, que nada adelantamos con eso.

Mucho me sorprendió esta conversación, y la expresión de desgano y tristeza que vi en la cara de María. ¿La habría mordido «el demonio implacable de la duda»? ¿Desmerecía yo en su concepto con mi actitud? ¡Imposible! La mujer es creyente en nuestro país, y recuerdo que, cuando incidentalmente criticaba yo o satirizaba la religión en su presencia, María me llamaba al orden, diciendo que no debía hacer burla de las «cosas respetables».

Pero ¿quién entiende a las mujeres? Cualquiera diría que aquella muchacha sospechaba de mi sinceridad, vislumbraba un sentido oculto y utilitario en mi conversión, y abrigaba temores respecto de mi carácter y de mi conducta futura para con ella. Quise poner esto en claro, y, anunciándole mi próximo viaje a Buenos Aires, la dije que, según todas las probabilidades, sería electo diputado al Congreso.

-Ya lo sabía y lo felicito, Herrera. En el Congreso puede hacer mucho por el país.

-Lo dice usted sin interés ni entusiasmo.

-¡Vaya! No es cosa tan del otro mundo. Ser diputado no significa nada... Es un buen empleo, nada más... Eso si no se halla manera de elevarlo hasta la altura de una misión, y de servirse de él como de una herramienta poderosa para hacer el bien.

-Así lo haría yo, si tuviera quien me confortara e inspirara. ¿Quiere usted ser mi apoyo y mi inspiradora? ¿Quiere ser mi mujer en cuanto me elijan, y entrar del brazo conmigo en Buenos Aires?

Me miró con fijeza tranquila y severa.

-Ya se lo he dicho, Mauricio. Le contestaré dentro de un año. Quiero... estar segura de mí misma... y de los demás.

-¡Me hace usted desesperar! -dije, tomando el sombrero-. ¿Es su última palabra?

-¡No, pues! La última se la diré dentro de un año.

-¿Y será que no?

-Creo, espero lo contrario, Herrera -contestó con blandura, tendiéndome la mano.

¡Curiosa mujer! No me cabía duda de que me quisiera, pero diríase que en ella más podía la reflexión que el sentimiento. Había una lucha ardiente entre su corazón y su cabeza, y ésta era tan encarnizada que repercutía en su físico, adelgazándola, y en su moral, entristeciéndola. Nunca, en mi vida, he hallado otra mujer como aquélla, ni en las que conocí íntimamente, ni en las que pude observar en sus relaciones con los demás. ¡Qué diferencia con Teresa, por ejemplo! Toda confianza, toda ingenuidad, algo tonta, muy ignorante, la otra se daba entera, sin reticencia, sin reflexión, sin condiciones, como un ser primitivo que se deja llevar por los sentimientos, por las circunstancias. María, en cambio, pura y también candorosa a su modo, tenía, sin embargo, la intuición de no dejarse arrastrar por sus sensaciones e impresiones, estaba en guardia contra peligros desconocidos, quizá imaginarios, y me resultaba una criatura artificial, una especie de coqueta terrible, porque filosofaba y ponía en práctica su filosofía.

Sabia coquetería, en caso de serlo. Su actitud me ligaba cada vez más a ella, y mi voluntad iba violentamente a su conquista, por cualquier medio.

Esta situación se complicó, se hizo más vidriosa y desagradable, desde una visita de don Evaristo en mi despacho, análoga, pero ¡qué diferente!, a la del viejo Rivas.

-Mi querido Mauricio -díjome Blanco, afectuosamente-. Debo hablarle de un asunto de importancia. Quizá le pueda molestar, pero le ruego que no tome a mal mis palabras y que se ponga en mi lugar de padre con imprescriptibles obligaciones.

-¡Hable usted con toda libertad, don Evaristo! -exclamé sin sospechar aún lo que me diría, aunque sabiendo de quién se trataba.

La vida tiene ironías inesperadas, que resultarían cómicas, si uno pudiese considerarlas desde fuera, con ánimo sereno. La escena con Blanco era, más que una ironía, un sarcasmo. Iba a decirme que como mi asiduidad en su casa se prolongaba demasiado y comprometía a su hija, era necesario que explicara mis intenciones, pidiera la mano de la niña o me retirara, como cuadra a un caballero. Todo el mundo me consideraba novio de María, y algunos pretendientes serios se habían retirado, al verme en tal pie de intimidad. Él no tenía prisa en casar a María ¡muy al contrario!, pero deseaba aclarar la situación y no verla en una posición anómala sin que ni él ni ella tuvieran la menor culpa.

Le dejé hablar con su calma sentenciosa de siempre, sabiendo que no le agradaba ser interrumpido. Puntualizó su discurso con esa minuciosidad provinciana y ese acento oratorio que es todavía atributo de algunos viejos chapados a la antigua y olvidados por la muerte. Cuando con una larga pausa y una mirada invitadora señaló que había terminado, repliqué, muy grave:

-Todo eso está muy bien, don Evaristo, tan bien que no vacilaría en pedirle ahora mismo la mano de María, considerándome muy honrado en obtenerla, pero... Pero es el caso que no puedo hacerlo, por ahora.

-¡Cómo así! ¿Por qué? -preguntó sobresaltado.

-Porque ella misma me lo impide. Le he pedido que nos casemos inmediatamente, sin pérdida de tiempo, pero a todas mis súplicas contesta que resolverá dentro de un año. Sin quitarme las esperanzas, no me las quiere confirmar tampoco...

-¡Es posible!... Pues no me doy cuenta de qué locura...

Y se interrumpió en seco, al comprender que iba a hablar mal de su hija, a penetrar con cierto impudor en su fuero interno de mujer, cayendo luego en honda meditación como si el inesperado problema lo dejara perplejo. Convencido, sin duda, de nuestro amor recíproco, no había querido interrogar a María, con ese exceso de pudor de ciertos padres criollos, que no dejando escapar ante sus hijas ni la menor palabra referente al «galanteo», digámoslo así, son más incapaces aún de someterlas a un interrogatorio siempre escabroso, por más tacto que se tenga.

Había respetado, pues, hasta el extremo, su reserva pudorosa, su candor que se imaginaría probablemente integral, cuando la nueva Rosina, lo mismo que su antepasada, manejaba sus asuntos sentimentales como una mujer hecha y derecha, experimentada en amorosas lides. ¡Que tanto puede el misterio!

-En ese caso -dijo por fin el viejo, llegando a una crisis de su meditación-, en ese caso doy por pedida la mano de María. Yo hablaré con ella, haré que me diga sí o no, o por lo menos sabré qué piensa...

-Creo que su intervención, don Evaristo, será inútil... y perdone. María me ha declarado que está resuelta a no acortar el plazo...

-¡Oh! Estas muchachas... ¡Miren en qué situación me ha puesto!... Pero las cosas no pueden seguir así, hay que definirlas de una vez... En cuanto a usted, mi querido Mauricio, le ruego que no complique más el problema con tan frecuentes visitas. Nada se pierde con ello; al contrario, es posible que así se arreglen las cosas mucho más pronto...

Se fue el buen hombre, y yo quedé riendo de rabia por la irónica comunicación, y ardiendo en deseos de asistir al coloquio revelador que iban a tener padre e hija. En la imposibilidad de escucharlo, traté de encontrarme al día siguiente con Blanco, lo que no era muy difícil, pues todas las tardes salía a caminar. A mis preguntas, contestó evasivamente, con aparente franqueza:

-Dice que los dos son muy jóvenes todavía. Que tienen tiempo para casarse. Que quiere conocerlo más, para no lamentar después una equivocación...

Hoy me alegro infinito de estas reticencias y dudas de María. La mujer debe entregarse sin condiciones al marido, y no someterlo eternamente a la crítica, porque de otro modo ni él ni ella podrán nunca ser felices. Éste debía ser el fondo del pensamiento de Vázquez, al decir que no quería conquistar a una mujer «convenciéndola» sino «enamorándola». Pero entonces mis sentimientos llegaron a exagerar todos sus caracteres apasionados ya, y me pareció imposible vivir sin María, no vencer ese primer obstáculo opuesto a la realización de mi voluntad, hasta entonces siempre vencedora.

Ajustándome, pues, a los deseos manifestados por don Evaristo, y siguiendo una táctica que aún me parecía eficaz, pese a su fracaso anterior, no fui a ver a María, sino el día antes de marcharme a Buenos Aires. Estuve pocos minutos y me despedí diciendo:

-Espero que a mi vuelta de la capital habrá variado de idea; mi vida está devorada por la impaciencia y resulta intolerable.

-¿Por qué impacientarse, Herrera, deseando iniciar una cosa que, si empezara, tendría luego que durar toda la vida? Es usted muy arrebatado.

-Y usted demasiado indiferente. Adiós, María.



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