El rey del mar: Capítulo IX
Durante toda la noche, el huracán siguió rugiendo con inusitada violencia, acompañado de una lluvia torrencial que semejaba un verdadero diluvio, y el agua, corriendo a lo largo de los flancos del gigantesco escollo, se precipitaba en la playa en forma de pequeñas cascadas, empapando a los tres náufragos.
Los truenos eran ensordecedores; retumbaban entre las nubes tempestuosas, y en lo alto de la cumbre del islote se oía rugir el viento con inusitado furor.
La zona de mar comprendida entre las tres Islas estaba espantosamente embravecida. Montañas de agua se volcaban incesantemente sobre la playa, mugiendo en derredor de la escollera, saltando, cabalgando unas sobre otras. La espuma, Impulsada por las ráfagas de viento, llegaba hasta debajo de la peña donde se habían refugiado los tres náufragos, con gran disgusto de Damna.
-¡Qué noche más espantosa! -decía la joven -. ¿Qué le habrá sucedido a nuestro barco? ¿Podrá el señor Sandokán hacer frente a la tempestad? ¿Qué opina usted, sir Moreland, usted que también es marino?
-Que el barco no corre peligro alguno -contestó el angloindio -. Habrá sido empujado bastante lejos, probablemente, y el Tigre de Malasia se habrá visto forzado a ponerse a la capa para huir del huracán. Esta es la región de las tempestades.
-Así, pues, ¿no sabemos cuándo podré volver a ver a mi padre?
-En estos parajes, los huracanes son muy violentos, pero, en cambio, no duran mucho tiempo -dijo Yáñez -. Sin embargo, los hay tan furiosos, tan enormes, que muchas veces, ni los mismos barcos de vapor pueden resistirlos. Después de todo, aquí no se está muy mal, noches peores he pasado. ¡Lo peor es que mis cigarros se han puesto inservibles! ¡Bah, ya me resarciré de este ayuno!
-Señor Yáñez -dijo el angloindio -, ¿nos habrán visto arribar los isleños?
-Es probable.
-¿No ha pensado usted que pueden venir a hacernos prisioneros para vengarse de nosotros, por el carbón que les han cogido?
-¡Por Júpiter! -exclamó el portugués -. ¡Hace usted que me preocupe, sir Moreland! También podría usted llamarlos, en calidad de súbdito inglés, y ordenar que me detuviesen. Estaría usted en su derecho, siendo, como es, enemigo nuestro.
El angloindio le miró sin responder, y por último dijo, secamente:
-Yo no haré eso, señor Yáñez. Por hoy debo estarle reconocido, lo que me pesa bastante, pero no por ello he de olvidarlo.
-Otro que no fuese como usted, no desperdiciaría una ocasión como ésta.
-Ocasión que no sería muy oportuna, porque no tardaría el Rey del Mar en venir a libertarle y tomar una dura venganza.
-¡Eso sí que no lo dudo! -respondió, riendo, el portugués -. En fin, dejemos esta conversación y procure usted descansar. Está usted más fatigado que yo, y la noche va a ser larga.
Efectivamente, Damna y el angloindio tenían gran necesidad de reposo; y, a pesar de los rugidos del mar y de los formidables estampidos de los truenos, no tardaron en caer rendidos sobre las algas.
Yáñez, que era de complexión más robusta y estaba más acostumbrado a las vigilias, permaneció de guardia.
De cuando en cuando se levantaba, y sin hacer el menor caso del diluvio que cala y de las oleadas de espuma que las ondas arrojaban sobre la roca, descendía hasta la playa para mirar al mar.
Esperaba que de un momento a otro verla lucir entre las tinieblas los faroles del crucero; pero su esperanza se desvanecía siempre. Entre aquel caos de aguas rugientes no aparecía ningún punto luminoso.
Cuando la luz de los relámpagos no iluminaba el horizonte, aquella masa líquida parecía negra, como si los torrentes que caían de las nubes fuesen de alquitrán.
Cuando el amanecer ya estaba próximo, comenzó a ceder un tanto la tempestad, alejándose hacía el Este, es decir, en la dirección seguida por el crucero. El viento había amainado, aun cuando siguiera oyéndosele bramar en la cumbre de aquel gigantesco escollo.
También las olas comenzaban a decrecer, y ya no se rompían en las rocas con la furia con que lo habían hecho durante la noche.
Suponiendo Yáñez que Damna y el angloindio seguirían durmiendo, salió del refugio en busca de algo conque desayunarse.
«Nos contentaremos con huevos de pájaros marinos -pensó -. Después de todo, no son tan malos como se cree».
En una especie de plataforma que se extendía a unos cuarenta metros de altura, había visto algunos nidos de pájaros; el portugués comenzó a trepar por las grietas y resaltos que hacían accesible por aquel lado el colosal escollo, por lo menos hasta cierta altura.
Habla ascendido ya unos quince metros, cuando de improviso llegaron hasta él unos gritos que parecían venir de lejos.
Presa de repentina Inquietud, Yáñez se volvió rápidamente, agarrándose con fuerza a la punta de una roca.
Una larguísima chalupa montada por media docena de isleños entraba en aquel momento en la minúscula rada.
-¡Por Júpiter! -exclamó, al mismo tiempo que se dejaba escurrir roca abajo -. ¡Nos han estropeado la combinación! ¿Cuánto apostamos a que me hacen pagar el carbón, metiéndome una onza de plomo en la cabeza?
En cuanto estuvo abajo, se precipitó en el refugio, gritando:
-¡En pie, sir Moreland!
-¿Ha llegado el Rey del Mar? -preguntaron a un tiempo el capitán y Damna.
-Lo que ha llegado ha sido otra cosa muy distinta -respondió Yáñez -, ¡Son los isleños, que van a desembarcar!
-¿Nos han visto? -preguntó sir Moreland.
-Esto temo, porque yo estaba hace un momento en lo alto de las rocas.
-¿Y dónde están? -preguntó Damna.
-Remontando la escollera: dentro de un momento los veremos aquí.
-¿Nos harán prisioneros?
-Es probable -respondió el angloindio, en cuyos ojos brilló una luz extraña.
-Voy a espiarlos -dijo Yáñez, metiéndose entre las dunas.
-Sir Moreland -dijo Damna, en cuanto ambos se quedaron solos, y viéndole un tanto pensativo -, ¿se vengarán esos isleños en el señor Yáñez?
-No lo dudo: le harán pagar caro el carbón.
-Pero usted, que viste el uniforme británico, podrá salvarle.
-¡Yo! -dijo el angloindio, como si le causara asombro lo que acababa de oír.
-¡Qué! ¿No se opondrá usted a que le apresen?
Sir Moreland cruzó los brazos y se quedó mirando a Damna. Su frente se había nublado, su rostro tomó una expresión de dureza casi salvaje y brilló en sus ojos un fuego sombrío.
-¡No hará usted eso, sir Moreland! -repitió la muchacha -. ¡No olvide usted que ese hombre le ha salvado de la muerte, y que le ha tratado, no como a un enemigo, sino corno a un huésped!
El capitán continuaba callado; parecía librarse en su corazón un áspero combate, a juzgar por las diversas emociones que se reflejaban en su rostro.
-¡Es un enemigo! -dijo, finalmente, con voz sorda.
-¡Sir Moreland! ¡No me obligue a perderle el cariño que le profeso! Yo también debo al señor Yáñez la vida y la de mi padre...
El angloindio hizo un gesto que parecía una explosión de cólera, pero en seguida lo reprimió.
-¡Sea! -dijo -. ¡De ese modo no tendré que agradecerle nada!
Luego salid del refugio, y lleno de una airada agitación, iba murmurando con tétrico acento:
-¡Algún día lograré encontrarle frente a frente!
En aquel momento desembarcaban los hombres de la chalupa, que eran todos de raza blanca e iban armados con fusiles. Entre ellos figuraba uno de los consejeros del gobernador.
Uno de los isleños, que debía de haber visto a Yáñez, remontó la duna detrás de la cual trataba de ocultarse el portugués, y gritó con voz amenazadora:
-¡Es inútil que te escondas, corsario! ¡Sal de ahí!
El portugués no se hizo repetir la invitación, y se levantó, diciendo con aire de burla:
-¡Buenos días, señor mío, y muchas gracias por esta visita tan matutina!
-¡Tienes una frescura sin límites, ladrón! -dijo el isleño -. ¿No eres tú uno de los que se nos han llevado el carbón?
-¡Un ladrón! ¡Un ladrón de carbón! -exclamó el portugués -. ¿Qué quieres decir? ¡No te entiendo!
-¿No formaba usted parte de la tripulación de aquel barco pirata?
-¿Qué piratas? Yo soy un náufrago, y no he robado nunca nada a nadie. Soy un hombre honrado, un caballero.
-¡No, usted debe de ser uno de aquellos ladrones!
Una voz que parecía muy indignada se dejó oír en aquel momento desde detrás de la duna: era sir Moreland, que llegaba casi corriendo.
-¿Es a nosotros a quienes llama usted ladrones? -gritó -. ¿Quién es usted para atreverse a ofender a un capitán de la marina angloindia y del rajá de Sarawak?
Cuando el isleño vio aparecer aquel nuevo personaje que vestía el uniforme de comandante, aun cuando se hallaba en un estado muy deplorable, después del baño en las olas de aceite, se quedó mudo.
-¿Qué es lo que quiere usted? ¿Por qué nos amenaza? -preguntó el angloindio, simulando una viva indignación.
-¡Un capitán inglés! -exclamó, por fin, el isleño -. ¿Qué lío es éste?
Hizo portavoz con las manos, y Volviéndose hacia la playa, gritó:
-¡Eh! ¡Compañeros! ¡Venid acá!
Otros cinco hombres, también armados con fusiles viejos de los que se cargaban por la boca, corrieron hacia la duna en actitud amenazadora; pero al ver a sir Moreland, bajaron en seguida las armas y se quitaron los sombreros de tela encerada.
-Capitán -interrogó el jefe -, ¿cuándo ha arribado usted?
-Anoche, junto con mi hermana y este compañero mío. Nos hemos librado de un naufragio espantoso -contestó sir Moreland.
-Los conduciremos a Mangalum, y allí tendrán ustedes hospitalidad. Además, no estarán ustedes mucho tiempo entre nosotros.
-Qué, ¿debe arribar pronto algún barco?
-Hemos visto un pequeño buque de guerra, que parece inglés, hacia las costas septentrionales de la isla. Pero el huracán que se desencadenó en cuanto se marcharon los piratas, ha debido de empujarlo hacia alta mar.
-¿Cuándo le han visto ustedes?
-Ayer tarde, un poco antes de la puesta del sol. ¿Seria quizá el de usted?
-No, el mío se ha ido a pique a cuarenta millas de distancia de aquí, algunas horas antes de que apareciese el otro.
-¿Iba usted persiguiendo al corsario?
-Sí.
-¡Qué desgracia! ¡Si hubiera usted llegado primero, no se hubieran atrevido a importunamos aquellos ladrones!
-Ya volveremos a perseguirlos.
-Pero, perdóneme usted, capitán: ¿dice usted que este hombre es amigo suyo?
-Y es cierto -contestó sir Moreland -. Se salvó junto conmigo y con mi hermana.
-Pues se parece a uno de aquellos ladrones,
-Este hombre es un honrado negociante de Labuán.
-¡Ah! -dijo el jefe de la chalupa.
Durante esta conversación, Damna se había acercado al grupo. Al verla, los isleños la saludaron cortésmente, y la ayudaron a embarcarse. Yáñez, que había permanecido impasible, se colocó a proa, y en vano intentaba encender un cigarro.
Sin embargo, aquella tranquilidad era sólo aparente, pues le preocupaba mucho la inminencia de la arribada de aquel pequeño barco de guerra avistado por los isleños.
«¡Se enreda el asunto! -pensaba -. Este angloindio tomará el desquite, de eso no hay duda, y me conducirá en calidad de prisionero a ese barco, si no es que me sucede algo peor. ¡Además, estos isleños me miran con unos ojos!... ¡Dudo mucho de que hayan creído la historieta de sir Moreland!»
A todo esto, la chalupa se había alejado de la playa. Cuatro hombres empuñaban los remos, el quinto se puso a proa al lado de Yáñez, y el jefe tomó la barra del timón.
Este último era un hermoso viejo, muy barbudo y bronceado. Yáñez le reconoció como uno de los cuatro consejeros del gobernador,
No se equivocaba, porque el isleño fijaba de cuando en cuando sobre él, con verdadera obstinación, sus ojos azules, Sin embargo, hasta entonces no había dado muestra alguna de desconfianza, ni tampoco respecto a Damna; antes al contrario, le había ofrecido el puesto de honor a popa, y le echó su chaqueta de tela encerada sobre los hombros.
Fuera de la ensenada, el mar estaba muy agitado todavía, Frecuentes olas levantaban la chalupa bruscamente, sacudiéndola de un modo brutal, y precipitándola de improviso en el vacío.
Sin embargo, los remeros, luchando con denodado esfuerzo, y sin desfallecer ante el ímpetu de la marejada, luchaban con los remos. Eran todos hombres muy robustos, y acostumbrados a aquellas tareas, casi diarias, en derredor de sus islas, batidas por los vientos impetuosos del Sur.
Una vez fuera de las escolleras, izaron una pequeña vela triangular y, mejor equilibrada, la chalupa bogó con -mucha velocidad hacia Mangalum, que no estaba ya muy lejos.
Durante el viaje, los isleños no pronunciaron una sola palabra. El jefe miraba con frecuencia de soslayo a los tres supuestos náufragos, deteniendo los ojos de un modo especial en Yáñez.
La travesía se realizó con toda felicidad, aun cuando ya cerca de Mangalum arreció el ímpetu de las olas; por fin, después de mediodía, la chalupa se detuvo en la extremidad del puertecito.
-Desciendan ustedes -dijo el jefe, ayudando a Damna -. Aquí estarán mejor que en las rocas del islote.
Pronunció estas palabras con un acento casi burlón, que no se le escapó a Yáñez.
-¡Este viejo tunante debe de haberme reconocido! -murmuró el portugués -, ¡Si el Rey del Mar no vuelve pronto, me parece que la aventura no va a terminar muy bien para mí, y, por su parte, sir Moreland se ha metido en un verdadero lío!
También el angloindio debía de haberse dado cuenta de que había jugado una mala carta, porque parecía muy preocupado.
Los isleños dejaron en seco la chalupa para que no pudiera arrastrarla la resaca, que se hacía sentir con gran violencia aun dentro de la pequeña ensenada; se echaron los fusiles al hombro, y acercándose rápidamente a los náufragos, los rodearon.
-¿A dónde nos conducen ustedes? -preguntó sir Moreland, que a cada momento aparecía más Inquieto.
-A mi casa -respondió el jefe.
No había salido ningún isleño de sus viviendas, las cuales se velan escalonadas a lo largo del declive. Probablemente, no se habían percatado del regreso de la chalupa y preferían estar en el interior de sus cabañas, pues comenzaba a llover otra vez.
El jefe atravesó una especie de plaza y condujo a los náufragos a una casita de bonita apariencia, parte de ella construida con madera y parte con piedra. En lo alto de su tejado, que terminaba en punta, flameaba una tela roja, resto, probablemente, de una bandera inglesa.
Abrió la puerta de la casa e invitó a entrar al angloindio, a Damna y a Yáñez; en seguida, mientras sus hombres armaban precipitadamente sus fusiles, se volvió hacia un viejo que estaba fumando en un ángulo de la habitación, cerca de una ventana, y le preguntó, indicándole a Yáñez:
-Señor gobernador, ¿conoce usted a este hombre? Mírele bien, y dígame si no es uno de los que robaron la provisión de carbón que nos confiara el Gobierno inglés.
-¡Ah, bribón! -exclamó, furioso, el portugués.
El viejo se levantó rápidamente.
-¡Sí, es uno de ellos! -gritó el gobernador.
-¡Ahora no te nos escaparás, y haremos que te ahorquen los marineros ingleses en el mástil más alto de sus barcos! ¡Pirata!
-¡Yo, pirata! -exclamó Yáñez, levantando el puño.
Sir Moreland se interpuso rápidamente.
-Un capitán de Su Majestad la reina de Inglaterra no puede permitir que en su presencia se cometa violencia alguna. Señor gobernador, este hombre es un corsario, y no un pirata.
El viejo, que hasta entonces no se había dado cuenta de la presencia del angloindio, le miró con estupor.
-¿Quién es usted? -preguntó.
-Vea usted el traje que llevo y las insignias de mi graduación.
-¿Ha arribado el barco de usted?
-Mi barco se ha ido a pique frente a Mangalum, después de un combate terrible con el corsario.
-¿No pertenece usted al barco que hemos visto ayer tarde?
-No, porque ayer fui llevado por las olas a las escolleras del islote.
-¿En compañía de este hombre? -preguntó el gobernador, cuyo asombro iba en aumento.
-Sí, juntamente con él y con esta señorita, a quienes hemos salvado del huracán.
-¡Y usted, un capitán inglés, estaba en compañía de los corsarios! ¡Vaya, vaya! ¡Es usted un comediante muy hábil, pero yo no soy tan tonto que vaya a hacer caso de su cháchara!
-Primero nos contó que había naufragado -dijo uno de los isleños.
-Afirmo a ustedes por mi honor que soy James Moreland, capitán de la marina angloindia, ahora al servicio del rajá de Sarawak -dijo el joven comandante.
-Pruébelo usted, y entonces lo creeré.
-Ahora no puedo dar ninguna prueba, porque mi barco se ha ido a pique.
-¿Y este hombre? ¿Cómo se encuentra con usted, cuando hace dos días estaba con los piratas?
-Porque se salvó conmigo en una chalupa durante el abordaje, y mientras el buque corsario lo empujaba al océano, mi barco se hundía.
-Me parece que es usted el jefe de esos piratas, metido en la piel de un inglés.
-¡Viejo! -gritó Yáñez -. ¿Quiere terminar de llamarnos piratas? ¡Este señor es un capitán angloindio!
-¡Ustedes son piratas!
-¿Qué es lo que te he quitado?
-El carbón.
-¡No era tuyo, era del Gobierno!
-¡Y los animales!
-¡Que te han sido pagados! -replicó Yáñez, perdiendo ya la calma -. Todavía tienes en el bolsillo, estoy seguro de ello, el cheque sobre Pontianak; y cuenta que hubiéramos podido llevarnos todos tus animales sin darte una sola libra esterlina.
-¿Y cree usted por eso que voy a dejarlos ir? -dijo el gobernador, con una sonrisa irónica -. El buque inglés no tardará en arribar, y entonces ya veremos cómo se las componen con su comandante. ¡Espero que he de verlos bailar la última danza con una buena cuerda al cuello!
-¡Y yo le digo a usted que, al menos por lo que a mí se refiere, habrá de pedirme mil perdones! -dijo sir Moreland, que también comenzaba a irritarse -. Y le advierto, entretanto, que si tocan un solo cabello de esta señora o de este hombre, ¡palabra de James Moreland que mando bombardear esta aldea por los cañones ingleses!
-¡Bien, bien! -dijo el gobernador, riendo -. Pero mientras eso suceda, serán ustedes nuestros prisioneros por derecho de guerra. ¡Ah, señores piratas: pagaréis el carbón que nos había confiado el Gobierno inglés, y otra vez los animales! ¡No se engaña así come así a un hombre como yo!
-¡Bien, ya lo veremos! -dijo sir Moreland -. Pero vaya usted a indicar al barco de guerra, sí es que todavía está a la vista, que tiene que hacerle importantes comunicaciones.
-¡No parece sino que tengan mucha prisa en que los ahorquen! -respondió el gobernador -. ¡Haré lo posible por darles gusto!
Se volvió hacía sus súbditos, que habían asistido al coloquio, apoyados en sus fusiles, y les dijo:
-Os lo confío; tened cuidado de que no se escapen, Esto nos hará ganar un premio y, además, el reconocimiento del Gobierno inglés. Llevadlos al almacén, y cerrad con llave. ¡Vamos! -dijo el jefe, empujando duramente a Yáñez hacia la puerta -. ¡Por ahora ha terminado la comedia!
El angloindio, el portugués y Damna se dejaron conducir sin oponer la menor resistencia, pues sabían que sería del todo inútil e incluso peligroso, con aquellos hombres rudos y brutales. Atravesaron nuevamente la plaza, y los introdujeron en una maciza construcción de piedra que servía de almacén a los colonos.
Era un cuadrilátero de unos cincuenta metros de longitud, entonces casi vacío, pues no había en él más que montones de pescado seco y barriles que contenían, probablemente, aceite o grasa, El techo estaba sostenido por gruesas pilastras de piedra arrancadas de las salinas de la isla.
-¿Tienen ustedes hambre? -preguntó el gobernador.
-No me desagradaría tomar un bocadito antes de que me ahorquen -dijo Yáñez, burlonamente.
-¡Hasta luego! Les advierto que a la primera tentativa de fuga, hacemos fuego sobre ustedes.
Y dicho esto, cerraron la puerta, atrancándola por fuera.
Sir Moreland, Yáñez y Damna, ésta menos asustada de lo que pudiera creerse, se miraron casi sonriendo.
-¿Qué me dice usted de, esta aventura, sir Moreland? -preguntó la joven.
-Que si realmente ese barco inglés está cruzando las aguas de la isla, concluirá pronto -respondió el capitán.
-Para usted, pero no para nosotros.
-¿Y por qué, señorita?
-En cuanto los de usted sepan que somos corsarios, ¿no nos ahorcarán?
-O por lo menos nos conducirán a Labuán para ser juzgados -dijo Yáñez -. Cosa que agradaría bastante a aquel gobernador, que tiene contra mí antiguos rencores.
-Procuraré evitar que eso suceda -respondió el capitán -. Sería peligroso, especialmente para el señor De Gomara.
-Vamos a ponerle a usted en un grave compromiso, sir Moreland -dijo Damna.
-No lo creo, señorita. ¿Quién me dice que el comandante de ese barco no sea amigo mío? En ese caso, nos entenderíamos fácilmente. El señor De Gomara se ha portado conmigo como un caballero, y yo no he de serio menos que él.
-¿Ha olvidado usted la aventura nocturna de Redjang?
-Una astucia de guerra, señorita, por la cual no conservo rencor alguno a usted ni a sus protectores.
-¡Es usted muy bueno, sir Moreland!
-No soy mejor ni peor que los demás. ¡Ah!
De pronto resonó un cañonazo que hizo retemblar las paredes del almacén.
-¡Un barco de guerra! -exclamó el angloindio.
-¿Será el Rey del Mar o el buque que esperan los isleños? -preguntó Yáñez.
-¡Pronto lo sabremos!
Ambos se lanzaron hacía la puerta, y la golpearon, gritando:
-¡Abrid! ¡Queremos ver desembarcar a los ingleses!
-¡Silencio! -tronó una voz amenazadora -. ¡Si fuerzan ustedes la puerta, hago fuego!