El rey del mar: Capítulo X
Después del cañonazo se oyeron unos clamores ensordecedores y varios disparos de fusil. Pero no eran gritos de guerra, sino de alegría, señal evidente de que no se trataba del Rey del Mar, sino de la nave inglesa avistada anteriormente.
Yáñez y sir Moreland intentaron trepar hasta el techo, donde había algo semejante a un ventilador, pero tuvieron que desistir de su empeño a causa de lo elevado de aquellos muros.
-¡Bah! -dijo el angloindio -. Será una espera de pocos minutos.
-¿Se tratará de un barco perteneciente a la flotilla de Labuán? -preguntó Yáñez.
-Lo supongo. Parece que mis compatriotas han desembarcado: ¿no oye usted esos hurras?
-Sí, es la población que los saluda.
-Dentro de algunos momentos, la comedia se cambiará en farsa, con gran asombro por parte de ese estúpido gobernador, que se ha empeñado en no creer que soy un capitán auténtico. Los gritos se acercan: mis compatriotas vienen a felicitarnos.
-En cambio, los isleños supondrán que vienen en nuestra busca para ahorcamos -dijo Damna.
-¡Son capaces de haber preparado las cuerdas! -dijo Yáñez, bromeando.
Se escuchó un rumor de voces muy cerca de la puerta, un momento después, las traviesas que la sujetaban cayeron al suelo, y un torrente de luz inundó el almacén.
En el umbral apareció el gobernador, junto con un hombre todavía joven, de larga barba rubia y ojos azules, que vestía el uniforme de teniente de la marina.
Detrás de ellos iba un pelotón de marineros armados con la bayoneta calada y rodeados por muchos isleños.
-¡Aquí están los piratas! -gritó el viejo, señalando a los prisioneros -. ¡Merecen diez brazas de cuerda bien enjabonada! ¡Préndalos usted!
El teniente, asombrado, en lugar de ordenar a los marineros que avanzasen, se precipitó hacía sir Moreland con los brazos abiertos y gritando:
-¡Comandante! ¿Es posible? ¡Usted todavía vivo! ¡Yo estoy soñando!
-¡No, mi querido Leyland! -exclamó sir Moreland -. ¡Soy yo misma, en carne y hueso! ¡Abráceme usted, amigo mío!
Mientras, el teniente y el capitán se precipitaban uno en brazos del otro, el gobernador, completamente aturdido por aquel inesperado golpe teatral, se rascaba furiosamente la cabeza repitiendo:
-¡Pero si es un aliado de los piratas! ¡Mírelo usted bien, señor teniente! ¡También, pretende engañarle a usted!
Sin hacer el menor caso de las protestas del viejo ni. de las imprecaciones ni de los gritos de asombro de los isleños, el teniente había preguntado:
-¿Cómo es que se encuentra usted aquí, capitán, cuando todos le creíamos sepultado con su barco? ¡Porque esto se halla a una gran distancia de Sarawak!
-¿No se lo haz contada los marineros que dejó en libertad el corsario?
-Sí, pero nadie quiso creer lo que decían.
-Señor Leyland, ¿qué es lo que ha venido a buscar usted aquí?
-El corsario.
-Ha llegado usted demasiado tarde, y, además, le aconsejo que no mida usted sus fuerzas con ese buque. Es preciso bastante más que un crucero. ¿Quiere usted que le dé un consejo de amigo? Salga pronto, de aquí y evite encontrarse con el Rey del Mar de los tigres de Mompracem. Vámonos a bordo, y allí se lo contaré todo; pero antes déjeme que le presente a dos amigos: la señorita Damna Praat y su hermano.
Al ver que el teniente tendía la mano al portugués, el gobernador saltó como una bomba:
-¡Es un engaño! -gritó -. ¡Ese es el pirata que nos había robado! ¡Ahórquelo usted!
-¡Silencio, vieja comadreja! -dijo sir Moreland -. ¡Esos asuntos no le importan a usted! ¡El carbón no era de su propiedad!
-¿Y nuestros animales?
-Mande usted cobrar el cheque en Pontianak -dijo con ironía Yáñez.
-Pero, ¿qué historia es ésa, capitán? -preguntó el teniente.
-Más tarde le daré a usted mayores explicaciones -contestó sir Moreland -. Haga usted que sus marineros protejan a esta señorita y a su hermano.
-¡Ahórquelos usted! -bramaba el gobernador, enfurecido -. ¡Todos ellos son piratas!
-¡Silencio! -gritó, ya impaciente, el oficial -. Si estos señores son piratas, como usted afirma, ya los juzgará un consejo de guerra. ¡Marineros, haced el cuadro, y a bordo en seguida!
-¡Señor teniente! -gritó el viejo.
-¡Basta! ¡Se le Juzgará! ¡Adelante, en línea cerrada!
Los marineros, que eran unos treinta, todos ellos muy bien equipados, cerraron filas en derredor de sir Moreland, Yáñez y la muchacha, y descendieron hacia la playa seguidos por el gobernador y el pueblo, que comentaba desfavorablemente la conducta del teniente, creyendo de buena fe que quería proteger a unos vulgares piratas.
En la ensenada había tres chalupas, mar afuera se veía un hermoso crucero de pequeñas dimensiones, todo pintado de negro, que navegaba lentamente entre los dos promontorios.
El capitán, el teniente, Yáñez y Damna se embarcaron en la mayor de las chalupas junto con diez marineros, y el resto de los hombres, en las otras dos.
En pocos minutos recorrieron la distancia y abordaron a la escala de estribor, que había quedado tendida. -Capitán -dijo el teniente, en cuanto sir Moreland hubo puesto pie en la cubierta, siendo saludado por los estrepitosos hurras de la tripulación -, pongo mi barco a su completa disposición.
-No deseo mas que un camarote para mí y otro para cada uno de mis compañeros, Después que usted me haya oído dirá sí ha de tratárseles como a prisioneros de guerra. Señorita Damna, y usted, señor De Gomara, espérenme un momento.
La embarcación volvió a emprender la marcha, y el capitán y el teniente descendieron a la cámara, donde sostuvieron una prolongada conversación.
Cuando regresaron, sir Moreland aparecía sonriente, como si estuviera muy contento.
-Señorita, señor De Gornara -dijo, acercándose a ellos -, no irán ustedes a Labuán, porque el buque tiene que detenerse irremisiblemente en Sarawak.
-¿Y allí nos entregará al rajá? -preguntó Yáñez.
-Eso es todo cuanto podemos hacer, aunque, yo hubiera deseado otra cosa -replicó el capitán, dando un suspiro.
-¿Qué es lo que dice usted, sir Moreland? -preguntó Damna.
El angloindio movió la cabeza sin contestar, y ofreciendo el brazo a la joven, la condujo hacia la popa, y le dijo, presa de cierta agitación:
-¡Quisiera arrancar a usted una promesa, señorita!
-¿Cuál, sir Moreland? -preguntó Damna.
-¡Que no vuelva usted a embarcarse en el Rey del Mar!
-¿Estoy prisionera?
-El rajá la pondrá en libertad en seguida.
-Es imposible, sir, allí está mi padre y tengo por seguro que no abandonará el Rey del Mar. Su suerte está unida a la de los últimos piratas de Mompracem.
-Debe usted pensar que cualquier día me encontrará de nuevo frente al barco de Sandokán, y que, probablemente, tendré que echarlo a pique y matarlos a todos, incluso a usted misma; ¡yo, que daría por usted toda mí sangre! ¿Qué decide usted, señorita Damna?
-Dejemos que la suerte lo disponga todo, sir Moreland -contestó la joven.
-¡Y, sin embargo, usted me ama!
-Si -murmuró la muchacha, con voz tan tenue, que parecía un suspiro.
-¿Jura usted que no me olvidará?
-¡Se lo juro!
-Tengo confianza en nuestro destino, Damna.
-En cambio, yo terno que haya de sernos fatal a los dos. Nuestro cariño ha nacido bajo el signo de una mala estrella, sir Moreland, lo presiento.
-¡No hable usted así, Damna!
-¿Qué quiere usted, sir Moreland? Veo nuestro porvenir muy oscuro, Me parece que no tardará mucho en suceder la catástrofe que nos amenaza. Esta guerra será también fatal para nosotros.
-Usted puede evitar ese riesgo, Damna, peligro que se esconde en los abismos del Atlántico,
-¿Cómo puedo evitarlo?
-Ya se lo he dicho: abandonando a su suerte al Rey del Mar.
-No, sir Moreland; mientras ondee la bandera de los tigres de Mompracem, Damna, la protegida de Sandokán y de Yáñez no abandonará su barco.
-¿No sabe usted que esos hombres están condenados a perecer? Los mejores y más poderosos barcos de la marina inglesa vendrán muy pronto a estos mares, y despedazarán al corsario. Huirá, vencerá tal vez en otra batalla; pero, más pronto o más tarde, sucumbirá bajo nuestra artillería.
-Ya se lo he dicho a usted, y vuelvo a repetírselo una vez más, nosotros sabremos morir como los valientes, al grito de ¡viva Mompracem!
-¡Es usted bella y animosa como una verdadera heroína! -exclamó sir Moreland, mirándola con admiración -. ¡Ese río de sangre será fatal para todos!
Yáñez se acercó en aquel momento, precipitadamente.
-¡Sir Moreland! -exclamó -. Viene hacia nosotros un barco de vapor; ya ha sido visto por el comandante.
-¿Será el Rey del Mar? -exclamó Damna.
-Se sospecha que sea un barco de guerra. Mire usted: los marineros se preparan para combatir.
La frente de sir Moreland se oscureció, y sobre su rostro se extendió una intensa palidez.
-¡El Rey del Mar! -murmuró, con voz sorda -. ¡Viene a destrozar mi felicidad!
Se le aproximó el teniente, que llevaba un anteojo en la mano.
-Sir James, si no me equivoco, se dirige hacia nosotros un buque de alto bordo.
-¿Será alguno de los nuestros? -preguntó el capitán.
-No, porque viene del Nordeste, y nuestra escuadrilla se ha dirigido hacia Sarawak, con la esperanza de encontrar al corsario en el camino.
Apareció en el horizonte un punto negro coronado por dos grandes columnas de humo, que se agrandaba cada vez más. Al parecer, se dirigía a toda velocidad hacia el grupo de las islas de Mangalum.
Sir Moreland habla enfocado el anteojo, y miraba con gran atención. De pronto se le escapó de las manos aquel instrumento de óptica.
-¡El Rey del Mar! -exclamó con voz ronca, mientras miraba tristemente a Damna.
-¡Sandokán! -dijo Yáñez -. ¡Por esta vez todavía no me ahorcarán!
-¿Es el corsario? -preguntó el teniente.
-¡Sí! -respondió sir Moreland.
-¡Le daremos la batalla y lo hundiremos! -añadió el teniente.
-¡Qué! ¿Quiere usted irse a pique? Porque, si usted pelea, dentro de muy pocos minutos este barco y su tripulación estarán en el fondo del mar de la Sonda. Es preciso, algo más que un crucero de tercera clase para hacer frente a ese buque el más moderno, el más rápido y el más poderoso de cuantos existen.
-Sin embargo, yo no me dejo capturar sin combatir -contestó el teniente.
-Ni tampoco pretendo yo eso, amigo mío: espero que podremos evitarlo, porque si no, serían desastrosas para nosotros las consecuencias.
-¿Y cómo lo vamos a hacer?
-Mande usted echar una chalupa al agua, y déjeme que vaya antes a parlamentar con el Tigre de Malasia.
Usted perderá los dos prisioneros, y yo perderé mucho más, se lo juro a usted, pero se salvarán este barco y sus tripulantes.
-A sus órdenes, sir James.
Mientras los marineros echaban al agua una ballenera, el Rey del Mar, que corría con una velocidad de doce nudos, se echaba encima del crucero.
Ya habla apuntado los poderosos cañones de la torre de proa, y se preparaba a cubrir de balas y metralla a su minúsculo enemigo para echarlo a pique a la primera andanada.
El larguísimo gallardete de combate había sido izado y ondeaba en el mástil de proa, al propio tiempo que en la popa se izaba la bandera roja de Mompracem, adornada con una cabeza de tigre.
Al ver que el crucero inglés se detenía, que enarbolaba una bandera blanca y echaba al agua una chalupa, Sandokán ordenó que diesen contravapor, y se detuvo también a unos mil doscientos metros del enemigo.
-¡Parece que los ingleses no se sienten lo bastante fuertes para pelear con nosotros! -dijo a Tremal-Naik, que se había reunido con él en la torrecilla.
-¿Querrá rendirse? ¿Qué es lo que vamos a hacer con ese barco?
-Le cogeremos la artillería y las municiones, y además, el carbón -contestó Sandokán -. Podrían servir a nuestros amigos los dayakos de Sarawak.
Y al cabo de unos instantes, añadió:
-Aunque me desagradaría perder el tiempo. Tenemos que ir en busca de Yáñez y de Damna.
-¿Crees que todavía los encontraremos en el escollo? -preguntó, lleno de angustia, Tremal-Naik.
-No lo dudo. Los he visto arribar antes de que la oscuridad envolviera aquel islote. ¡Oh! ¡Un capitán en la ballenera! ¿Vendrá a entregar su espada? ¡Hubiera preferido un combate, para aplicar ese afán que me invade de destruirlo todo!
-¿Es posible? -dijo en aquel momento Sambigliong, que había apuntado un anteojo hacia la chalupa -. ¡Tigre de Malasia, o yo me equivoco, o es él realmente! ¡Mire usted! ¡Mire usted!
-¿Qué es lo que has visto?
-¡Es él! ¡Le digo a usted que es él!
-Pero, ¿quién?
-¡Sir Moreland!
-¿Moreland? -exclamó Sandokán, palideciendo, y a continuación enrojeció vivamente, mientras que un relámpago de esperanza iluminó sus ojos -. ¡Moreland a bordo de aquel buque! Entonces, Yáñez, Damna... ¿Cómo pueden encontrarse ahí? ¡Es imposible! Tú te has equivocado, Sambigliong.
-¡No, señor! ¡Mírele usted! ¡Nos ha visto, y nos saluda, agitando la gorra!
Sandokán se lanzó fuera de la torrecilla, exhalando un grito de gozo.
-¡Sí! ¡Es él, sir Moreland!
La ballenera avanzaba rápidamente al impulso de doce remeros.
El angloindio, de pie en la popa y sin abandonar la barra del timón, seguía saludando.
-¡Abajo la escala! -gritó Sandokán.
Apenas había sido ejecutada la orden, cuando abordó la ballenera. Sir Moreland subió a bordo con rapidez, y dijo con cierta frialdad:
-Tengo mucho gusto en volver a ver a ustedes, señores, y en poder darles una noticia que me agradecerán bastante.
-¿Yáñez, Damna? -gritaron a un tiempo Sandokán y Tremal-Naik.
-Están a bordo de aquel barco.
-¿Y por qué no los ha traído usted? -preguntó Sandokán, arrugando el entrecejo.
El angloindio, que había adoptado un aire sumamente grave y que hablaba casi imperiosamente, contestó:
-Vengo para entablar negociaciones, señores.
-¿Qué quiere usted decir?
-Que el comandante de ese barco les entregará a ustedes el señor Yáñez y la señorita Damna, con la condición de que ustedes dejen tranquilo su buque, el cual, como pueden ver, no tiene fuerzas para medirse con el Rey del Mar.
Sandokán tuvo un momento de vacilación, y finalmente contestó:
-De acuerdo, sir Moreland; ya sabré encontrarlo más adelante.
-Ordene usted que bajen la bandera de combate. De ese modo, el comandante comprenderá que ha aceptado usted su proposición, y enviará en seguida a los prisioneros.
Sandokán hizo una seña a Sambigliong, y pocos momentos después el gallardete descendía sobre la cubierta. Casi en el mismo instante en que esto sucedía, se destacó del costado del crucero una segunda chalupa: en ella iban Yáñez y Damna.
-Sir Moreland -dijo Sandokán -, ¿dónde recogió a ustedes ese buque?
-En Mangalum -respondió el angloindio, sin apartar los ojos de la chalupa, que se acercaba a gran velocidad.
-¿Se habían salvado ustedes en el escollo?
-Sí -contestó secamente el capitán, que parecía haber perdido su habitual cordialidad y hallarse inmerso en profundas cavilaciones.
Poco después llegaba la segunda chalupa. Yáñez y Damna subieron precipitadamente la escala, y cayeron el uno en brazos de Sandokán y la segunda en los de su padre.
Sir Moreland; muy pálido, miraba tristemente aquella escena. Cuando se separaron, se volvió hacia el Tigre de Malasia, y le preguntó:
-Y ahora, ¿seguirá usted reteniéndome prisionero?
-No, sir Moreland, es usted completamente libre. Vuélvase a bordo de ese buque -contestó Yáñez.
Sandokán no pudo ocultar un gesto de asombro. No creía, ni mucho menos, que fuese aquélla la contestación que debía darse al angloindio, sin embargo, no replicó.
-Señores -dijo entonces el capitán, con voz grave y mirando fijamente a Sandokán y a Yáñez -, espero que volveremos a vemos pronto; pero entonces, como enemigos encarnizados.
-Le esperaremos a usted -respondió fríamente Sandokán.
Sir Moreland se aproximó a Damna y le tendió la mano, diciendo con triste acento:
-¡Que Brahma, Sivah y Visnú la protejan, señorita!
La muchacha, que estaba profundamente conmovida, le estrechó la mano sin articular una sola palabra. Parecía como si tuviese un nudo en la garganta.
El angloindio fingió no ver las manos que le alargaban Yáñez, Sandokán y Tremal-Naik, en vez de ello, saludó militarmente, y descendió a toda prisa la escala sin volver la vista atrás.
No obstante, cuando la chalupa que le conducía hacia el crucero pasó por delante de la proa del Rey del Mar, levantó la cabeza, y al ver a Damna y a Surama en el castillo, las saludó con el pañuelo.
-Yáñez -dijo Sandokán, llevándose a un lado al portugués -, ¿por qué le has dejado marchar? ¡Podía habernos sido muy útil como prisionero!
-Y un grave peligro para Damna -respondió Yáñez -. ¡Se aman!
-¡Me lo había figurado! Es un hermoso y valiente joven. Como Damna tiene también sangre angloindia en sus venas... Quizá después de la contienda...
Se quedó unos instantes como abstraído en un profundo pensamiento y luego añadió:
-Debemos comenzar ya las hostilidades; vámonos hacia las líneas ordinarias de navegación, y mientras la escuadra nos sigue buscando en las aguas de Sarawak, procuraremos causar a nuestros adversarios los mayores perjuicios posibles.