El rey del mar: Capítulo VII
El Rey del Mar, que había navegado siempre a poca velocidad con objeto de economizar el precioso combustible, negaba seis días más tarde al cabo Taniong-Datu, vasto promontorio que cierra el golfo por Poniente, o, por mejor decir, el mar de Sarawak.
El Mariana ya se encontraba allí, escondido en una pequeña rada resguardada por elevadísimas escolleras que hacían Invisible el barco para los que pasaban de largo.
Lo gobernaba uno de los piratas más viejos de Mompracem, que había tomado parte en todos las empresas del Tigre de Malasia y de su compañero Yáñez; un hombre muy fiel y de un valor extraordinario como guerrero y como marino.
De acuerdo con las órdenes que había recibido, nevaba un buen cargamento de armas y municiones para aprovisionar al Rey del Mar, en caso de que tuviera necesidad de ellas; pero en lo tocante a carbón apenas había podido reunir unas treinta toneladas, porque después de la declaración de guerra de Sandokán, los ingleses de Labuán habían monopolizado todo el combustible que había en Bruni, capital del sultanato de Borneo.
Aquella partida de carbón apenas era suficiente para mantener al barco durante un par de días, y aun así, navegando a muy pequeña velocidad; sin embargo, se embarcó rápidamente en las carboneras.
Con el temor de que los persiguiesen, Sandokán se apresuró a dar las últimas órdenes al comandante del Mariana. Debía dirigirse sin titubear a Sedang, remontar el río hasta la ciudad del mismo nombre, fingiéndose una tranquila embarcación mercantil que arbolaba bandera holandesa, verse con los jefes de los dayakos que tomaron parte en la expulsión de James Brook, tío del actual rajá, proporcionarles armas y municiones, hacer atacar a hierro y a fuego las fronteras del Estado, y en seguida ir a esperar al Rey del Mar en la boca del río.
Algunas horas más tarde y mientras el Mariana se disponía para salir a la vela, el crucero se alejaba de Taniong-Datu para continuar su ruta con velocidad moderada hacia el noroeste, a fin de llegar a Mangalum para proveerse en abundancia en aquel depósito carbonífero, destinado a los buques que hacen la travesía directa en los mares de la China.
Al cabo de siete días, habiendo navegado siempre con muy poca rapidez para no encontrarse sin carbón en el caso de un encuentro con cualquiera de las escuadras enemigas, el Rey del Mar, que se había mantenido continuamente bastante alejado de la costa, pasaba a través del banco de Vernon. Aquel mismo día, sir Moreland, sostenido por el doctor, hizo su primera aparición en el puente.
Todavía estaba muy pálido y algo débil; pero la herida se le había cicatrizado casi por completo, gracias a su constitución robusta y a los asiduos cuidados del médico americano.
Era una mañana hermosa y no excesivamente cálida. Soplaba del sur una ligera brisa fresca que rizaba la inmensa superficie del mar de la Sonda, y que susurraba dulcemente entre las escotillas y el cordaje metálico del crucero.
Numerosas bandadas de pájaros, la mayor parte de ellos de los llamados pedreros, que son unas aves marinas dotadas de pasmosa agilidad y cuyo vuelo es ligerísimo, revoloteaban sobre el barco, juntamente con los Phoebetrie fuliginoso, los más pequeños de la familia de los diomedeos, persiguiendo a los peces voladores que las voraces doradas arrojaban de su elemento, obligándolos a volar largo trecho sobre las olas para ponerse a salvo.
Cuando vio aparecer al angloindio apoyado en el brazo del doctor, Yáñez, que estaba paseando por el puente al lado de Surama, se apresuró a ir a su encuentro.
-¡Vaya, ya le veo a usted restablecido! -le dijo -. ¡Crea que me alegro mucho, sir Moreland! A los hombres de mar les hace más provecho el aire libre del puente que el del camarote.
-¡Sí, señor Yáñez, ya estoy bien, gracias a los cuidados y a las atenciones de este buen doctor! -respondió el capitán.
-Desde este instante puede usted considerarse, no como nuestro prisionero, sino como nuestro huésped. Está usted en completa libertad para hacer lo que mejor le plazca e ir donde más le acomode. Para usted nuestro barco no tiene secretos.
-¿Y no teme usted que pueda abusar de su generosidad?
-No, porque le creo a usted un caballero.
-Piense usted en que cualquier día nos encontraremos frente a frente como enemigos terribles.
-Entonces combatiremos con lealtad.
-¡Ah, eso sí, señor Yáñez! -dijo sir Moreland, con cierta aspereza.
Después de haber pronunciado estas palabras, de haber echado una larga ojeada sobre la superficie del mar y de haber aspirado afanosamente el aire marino, dijo:
-Han salido ustedes de la región cálida. Esta brisa es del Norte. ¿Dónde estamos si no hay inconveniente en que lo sepa?
-Muy lejos de Sarawak.
-¿Huyen ustedes de los lugares que frecuentan los barcos del rajá?
-Por ahora sí, porque tenemos que renovar nuestras provisiones.
-Entonces, ¿tienen ustedes puertos amigos?
-No, ciertamente. A nosotros nos bastan los de los enemigos para aprovisionarnos -contestó sonriendo el portugués -. Sir Moreland, colóquese usted donde crea que puede aspirar mejor esta hermosa brisa.
El angloindio se inclinó para dar las gracias y subió a la toldilla de la cámara, donde habla visto a Damna, sentada en una mecedora colocada bajo el toldo extendido a la altura de las guías.
La joven fingía leer un libro; pero no había dejado de mirar al capitán a través de sus largas pestañas.
-Señorita Damna -dijo Moreland, acercándose a la muchacha -, ¿me permite usted que me siente a su lado?
-Le esperaba a usted -contestó la hija de Tremal-Naik, ruborizándose ligeramente -. Estará usted mejor aquí que en el camarote. Allí hace calor.
El doctor Held ofreció una silla al convaleciente, encendió un cigarro y fue a reunirse con Yáñez que, juntamente con Surama, se divertía en mirar los saltos que daban los pobres peces voladores, perseguidos en el mar por las doradas y por los pájaros marinos en el aire.
El angloindio permaneció silencioso durante algunos Instantes mirando a la joven en aquellos momentos más hermosa que nunca; finalmente, dijo con voz en la que se advertía una vibración extraña:
-¡Qué felicidad encontrarme aquí después de tantos días de encierro, y al lado de usted todavía, cuando ya pensaba que no volverla a verla, después de su fuga de Redjang! ¡Me la jugó usted de veras, señorita!
-¿No me ha guardado usted rencor, sir Moreland, por haberle engañado?
-Ninguno, señorita; estaba usted en su derecho de recurrir a cualquier ardid para recobrar su libertad. Sin embargo, yo hubiera preferido tenerla prisionera,
-¿Por qué?
-No lo sé; me sentía feliz estando cerca de usted.
El capitán exhaló un largo suspiro y después añadió, con voz triste:
-¡Y, sin embargo, el destino me impondrá el deber de olvidarla!
-Sí, sir Moreland; será preciso Inclinarse ante la adversidad del destino.
-Todavía no sé -repuso el capitán- lo que haré para romper con los decretos de los hados.
-No olvide usted, sir, que entre nosotros está la guerra, y que ésta nos separará para siempre. ¿Qué dirían mí padre, Yáñez y Sandokán, si supieran que aceptaba la mano de uno de sus enemigos? ¿Y qué dirían las gentes de usted, cuyo odio hacia nosotros es todavía más profundo, más encarnizado, más despiadado? ¿Ha pensado usted en eso, sir Moreland? Usted, uno de los más brillantes oficiales de la marina del rajá, a quien su patria ha armado para que nos suprima sin misericordia, ¿podría casarse con la protegida de los piratas de Mompracem? Comprenda usted que es completamente imposible, que es un sueño que jamás se convertirá en realidad, porque el abismo que nos se para es demasiado profundo.
-Nuestro amor colmaría ese abismo, porque el amor no tiene patria.
-Quisiera que así fuese -dijo Damna tristemente -. Sir Moreland, olvídeme usted. El día en que recobre usted su libertad, olvídese de mí; vuelva usted al mar, y obedezca a la voz del deber, que le obliga a exterminamos. Olvide que en este barco se encuentra una muchacha a quien ha querido, y sin misericordia haga tronar la artillería contra nosotros, y échenos a pique o háganos saltar por los aires. Nuestro destino está escrito con letras de sangre en el gran libro de la vida, y todos estamos dispuestos a afrontarlo.
-¡Yo, matarla a usted! -exclamó el angloindio -. ¡A todos los demás, sí, pero a usted, no!
Las palabras «los demás» las había pronunciado con tal acento de odio, que Damna le miró con espanto.
-¡Cualquiera diría que tiene usted secretos rencores contra Yáñez y Sandokán, y también contra mi padre!
Sir Moreland se mordió los labios, como si se hubiera arrepentido de haber pronunciado aquellas palabras, y contestó en seguida:
-Un capitán no puede perdonar a los que le han vencido y han hundido su barco. Yo estoy deshonrado, y necesito el desquite, sea cuando sea.
-¿Y los ahogaría usted a todos? -preguntó Damna, horrorizada.
-¡Hubiera sido mejor que yo me hubiera hundido con mi nave! -dijo el capitán, rehuyendo la pregunta de la joven -. ¡No volvería a oír ese grito terrible que me persigue!
-¿Qué es lo que usted está diciendo, sir Moreland? -¡Nada! -respondió el angloindio, con voz sorda -. ¡Nada, señorita Damna! ¡Divagaba!
Se levantó y empezó a pasear agitadamente, como si ya no sintiese los dolores que debía de producirle la herida, todavía no cicatrizada por completo.
El doctor Held, que se encontraba allí cerca, al verle tan agitado, se le acercó.
-¡No, sir Moreland! -le dijo -. Esos esfuerzos pueden acarrearle graves consecuencias, y por ahora le prohibo que los haga. ¡Todavía está usted bajo mi autoridad!
-¿Qué importa que vuelva a abrirse la herida? -dijo el angloindio -. ¡Desearía que la vida se me escapase por ella! ¡Así, por lo menos, todo habría terminado!
-No se lamente usted de que le hayamos salvado, sir -dijo el médico, cogiéndole del brazo y llevándoselo hacia la cámara -. ¿Quién puede decir lo que la suerte le tiene reservado?
-¡Amarguras, nada más que amarguras! -contestó el capitán.
-Sin embargo, ayer parecía que estaba usted contento de hallarse todavía vivo.
El angloindio no respondió y se dejó conducir al camarote, pues se había levantado un viento muy fresco.
El Rey del Mar continuaba su ruta hacia el Norte, sosteniendo siempre una velocidad de siete nudos.
Al mediodía, Yáñez y Sandokán tomaron la altura, y vieron que los separaba de Mangalum una distancia de ciento cincuenta millas; distancia que podían recorrer en poco más de veinticuatro horas, sin tener que forzar la máquina.
Ambos tenían prisa por llegar, pues el tiempo tendía a descomponerse rápidamente, a pesar de haber amanecido un día magnífico.
Aparecieron unos cirros blanquecinos hacia el Sur, que se iban ensanchando y avanzaban lentamente: eran la vanguardia de nubes mucho más densas, y a los dos piratas no les agradaba la perspectiva de dejarse sorprender por un huracán en aquellos parajes llenos de bancos y de escolleras aisladas.
Efectivamente, el mar de la Sonda, tan abierto a los vientos fríos del Sur y del Oeste, es uno de los peores para los navegantes, porque se forman en él olas tan gigantescas, que ni en el propio océano Pacífico se ven de tales dimensiones.
Por otra parte, Mangalum no podía ofrecer un refugio seguro a un barco de gran porte, pues no contaba más que con una rada muy pequeña, suficiente tan sólo para los praos.
Los temores de los dos viejos lobos de mar, muy pronto se vieron confirmados.
Por la tarde, el sol desapareció entre un espeso velo de vapores de color muy oscuro, y la brisa se había trocado en un viento fuerte y bastante fresco.
La calma que hasta entonces había reinado, en el mar, se había turbado; de vez en cuando, largas oleadas procedentes del Sur, se estrellaban contra el crucero mugiendo sordamente, y le levantaban, imprimiéndole una brusca sacudida.
-Mañana tendremos mar gruesa -dijo Yáñez al doctor Held, que había vuelto a subir a la cubierta -. Si se desencadena el huracán, el Rey del Mar va a bailar de un modo terrible. Yo he cruzado ya estos parajes y sé lo terribles que son cuando soplan los vientos del Sur y del Oeste.
-Creo que se levantan olas verdaderamente monstruosas, ¿verdad, señor Yáñez?
-De quince metros, y hasta, a veces, incluso alcanzan una altura de dieciocho metros; y su longitud es inconmensurable.
-Pero Mangalum no debe de estar muy lejos ya.
-Es preciso rodear la isla y alejarse de ella, mi querido señor Held. Mangalum no es más que un gran escollo, y las otras dos isletas que lo flanquean, dos puntas rocosas.
-En ese caso, será una vida poco envidiable, la de sus habitantes. Y, sin embargo, no parece que estén descontentos de su tierra, aun cuando se hallan poco menos que aislados del resto del mundo, pues lo único que ven, y sólo de cuando en cuando, es algún que otro barco que va a aprovisionarse de carbón.
-Y son tan pocos los buques que entran en la rada de Mangalum, que el depósito de combustible sólo se renueva cada dos o tres años.
-Dicen que es la colonia más pequeña que existe en el globo.
-Es cierto, doctor; su población no excede de cien personas. El año pasado no eran más que noventa y nueve. Claro que hace años llegó a haber hasta ciento veinticinco.
-¿Y por qué ha disminuido?
-Por efecto de un tremendo huracán que arrojó las olas a través de la isla, las cuales asolaron muchas casas y arrastraron a varios de sus habitantes.
-Y los supervivientes, ¿por qué no abandonaron la isla?
-Porque, a pesar de lo Ingrata y poco segura que es aquella tierra, la quieren; por otra parte, en ningún otro lugar podrían gozar de la libertad de la que disfrutan en su Isla. Aun cuando pertenecen a diferentes razas, pues los hay Ingleses, americanos, malayos, burgueses de Madagascar y chinos, todos viven en perfecta armonía y bajo un régimen de Igualdad absoluta. Se puede decir que esos isleños han resuelto a su satisfacción el famoso problema social, pues practican algo parecido al comunismo, Su jefe es el habitante más viejo de la Isla, pero sus poderes son limitados. Todos trabajan para la comunidad, se instruyen unos a otros y no conocen el valor de la moneda, que para ellos es solamente una curiosidad. Hasta las mujeres, que están en mayor número que los hombres, se han dedicado a los trabajos masculinos, con objeto de evitar el peligro que podría acarrear el que se desequilibrase la producción y el consumo.
-¡Entonces, es una isla maravillosa! -exclamó el doctor.
-Considerándola desde cierto punto de vista, es admirable, en efecto -dijo Yáñez.
-¿Hace muchos años que está poblada?
-Desde mil ochocientos diez. Antes no había más habitantes que grandes bandadas de pájaros marinos. Un desertor Inglés llamado Granvil fue el primero que, en unión de otro compañero suyo y de un americano, arribó a esta isla. Como era más fuerte que sus compañeros, se proclamó a sí mismo rey de la Mangalum y de los dos islotes vecinos. Sin embargo, el cargo que se había adjudicado no le sirvió para gran cosa, porque cuando, en mil ochocientos dieciocho, el Gobierno inglés envió un barco para que tomara posesión de la isla, solamente vivía el americano. Este poseía mucho oro, mercancía totalmente inútil entre aquellas rocas, y que, en cambio, en su patria le hubiera proporcionado grandes goces; pero cuando le invitaron a que regresase a América, se negó terminantemente. Poco más tarde empezaron a desembarcar malayos, burgueses e ingleses. Y en mil ochocientos sesenta y cinco, la población aumentó de golpe, pues un corsario americano que durante la guerra de Secesión había hecho cuarenta prisioneros, los desembarcó en la isla. Aquel aumento inesperado hizo durísima la vida de los isleños, pues el buque corsario se olvidó de desembarcar, al mismo tiempo que los hombres, víveres, A pesar de ello, la colonia fue prosperando poco a poco, y continuó aumentado. Probablemente, a estas horas, el señor Griell, que es el actual gobernador de la isla, tiene más de un centenar de administrados.
-¡Un reyezuelo!
-Que rige bien su reino, sobre todo desde que recibió la visita de un almirante de la escuadra inglesa de la China, que le invistió con el poder supremo por encargo de la reina de Inglaterra.
-¡Sería cosa de haber visto los honores que habrán rendido al almirante!
-No, señor Held; los honores los tuvo que hacer él, ofreciendo a la colonia un banquete pantagruélico, que aún recuerdan con gran placer los glotones de la isla; y al banquete siguieron muchos regalos, entre ellos el de una bandera inglesa, que Griell conserva.
-Ardo en deseos de ver ese reinecito. Supongo que nos dispensarán una buena acogida -dijo el doctor.
-Lo dudo -respondió Yáñez -, porque a esos isleños no les interesa que disminuya su provisión de carbón, que ellos consumen en gran parte, Sin embargo, lograremos calmarlos, teniendo, como tenemos, argumentos muy persuasivos. Estamos en guerra y se la haremos, sin excepción alguna, a todos los súbditos ingleses.