El rey del mar: Capítulo XII
Los dos transportes, que se veían, en, la Imposibilidad de oponer la menor resistencia, pues tan: sólo poseían piezas de artillería ligera, completamente inofensivas contra la poderosa coraza del corsario, obedecieron inmediatamente y bajaron las banderas.
En la cubierta de aquellos dos barcos, reinaba una confusión indescriptible. Los soldados, que serían unos trescientos o cuatrocientos, corrían alocados por los puentes y se agolpaban en derredor de las chalupas, creyendo que el crucero iba a hundirlos.
-¡Os concedo dos horas para desocupar los barcos! -dijo el Tigre de Malasia nuevamente -. ¡Transcurrido ese tiempo, abriré el fuego! ¡Obedeced!
Las islas Romades se hallaban a unos cuantos kilómetros de distancia, mostrando sus costas, desiertas por completo y flanqueadas por abundantes bancos de arena y escolleras.
Los comandantes de ambos barcos, después de un breve consejo, habían contestado:
-¡Cedemos ante la fuerza para evitar una matanza inútil!
En seguida fueron echadas al agua todas las chalupas disponibles, tan cargadas de soldados, que parecía que iban a hundirse, pues todos se apresuraban a embarcar por temor a que el corsario rompiese el fuego.
Al ver que algunos llevaban consigo fusiles, Sandokán, que se mostraba inexorable, ordenó que los arrojasen al mar o que volviesen a llevarlos a bordo, amenazando con acribillar en el acto a las embarcaciones - si no era obedecido.
Mientras el embarque se realizaba entre gritos, imprecaciones, amenazas y disputas, el Rey del Mar giraba lentamente en derredor de los dos barcos, siempre apuntándolos con los cañones.
-¿Qué es lo que vas a hacer con esos transportes? -preguntó Yáñez.
-¡Los hundiremos! -respondió fríamente Sandokán, ¡El mar está dispuesto a recibirlos!
-¡Qué lástima no poder remolcarlos hasta cualquier puerto!
-¿A cuál? ¡No hay ni un solo refugio amigo para los últimos tigres de Mompracem! ¡Cualquiera diría que todos los Estados de Borneo, después de habernos admirado tanto, tienen miedo del leopardo inglés! Pero no importa; no por eso dejaremos de hacer lo nuestro. Confiaremos al mar estas presas. ¡Ese, por lo menos, no nos las devuelve nunca!
-¡Cuántos tesoros perdidos inútilmente! -respondió Damna.
-¡Así es la guerra! -contestó con sequedad Sandokán -. Yáñez, manda que echen al agua las chalupas y que abran los depósitos de carbón. ¡El Rey del Mar tendrá buena provisión de combustible!
Los soldados, cuyas embarcaciones habían hecho ya varios viajes, habían acampado casi todos en la playa más próxima, dispuestos a refugiarse en los bosques en caso de peligro.
Yáñez hizo embarcar cincuenta hombres bien arma, dos y les ordenó que ocupasen ambos transportes, antes, de que terminasen de abandonarlos sus tripulaciones, con objeto de evitar cualquier traición.
Aquellos barcos llevarían, probablemente, pólvora a bordo, y los respectivos comandantes, al marcharse, podrían haber dejado colocadas algunas mechas encendidas en la santabárbara, y hacer que volasen los transportes, y con ellos los depósitos de carbón, de que tan necesitados estaban los tigres de Mompracem.
En cuanto hubo salido el último inglés, se dirigió a bordo de las dos naves un nuevo pelotón de malayos al mando de Kammamuri para proceder a la descarga del combustible y las municiones de guerra.
Los soldados miraban con ansiedad desde la playa la maniobra de los piratas, y se mostraban muy asombrados al ver que no tomaban los dos buques a remolque, que era lo que habían sospechado.
Los hombres de Sandokán trabajaron febrilmente durante todo el día ocupados en vaciar las bien provistas carboneras de los dos transportes. Al caer la tarde ya las habían vaciado casi por completo.
-¡Y ahora -dijo Sandokán -, mar, toma las presas que te ofrezco! ¡Cuando nosotros también nos vayamos al fondo, senos clemente!
Antes de abandonar los dos barcos, los malayos encendieron mechas adheridas a los barriles de pólvora que habían dejado en la santabárbara.
Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik, se apoyaron en la amura de popa para mirar tranquilamente a los dos transportes. Delante de ellos hablan colocado un cronómetro.
-¡Tres minutos! -dijo, de repente, Sandokán, volviéndolo hacia sus compañeros -. ¡El final!
Un instante después retumbaba una explosión horrísona, a la que siguió otra a muy poca distancia, no menos ensordecedora.
Ambas naves, cuarteadas por las voladuras, se hundían rápidamente, en medio de los gritos furiosos de los soldados y de las tripulaciones, que contemplaban la catástrofe desde la costa de la isla.
-¡He ahí la guerra! -dijo Sandokán, con una sonrisa sarcástica -. ¿La han querido? ¡Qué la paguen! ¡Y esto no es más que el comienzo del drama!
Luego, volviéndose hacia Yáñez, añadió:
-¡Ahora vámonos a Sarawak, aquel golfo será el teatro de nuestra futura campaña, y allí las presas serán más abundantes que aquí! ¡Ya lo veréis!
El Rey del Mar se alejó rápidamente de las islas Romades, poniendo la proa al Sur.
Con las carboneras repletas y un sobrecargo en la estiba, podía desafiar a correr a todos los barcos que los aliados debían de haber reunido en las aguas de Sarawak.
El potente crucero, que devoraba las millas, avistó dos días más tarde el cabo Taniong-Datu y pasé por delante de la misma rada donde se había refugiado el Mariana. No habiendo encontrado nada en aquel lugar, volvió a emprender, sin la menor vacilación, la carrera hacia el Sureste para ir a la boca del Sedang.
Sandokán quería saber, ante todo, si la tripulación de su pequeño buque habla logrado realizar la misión que le confiara, que, como ya sabemos, consistía en sublevar y proporcionar armas a sus antiguos aliados los dayakos del interior, que tan vigorosamente le ayudaron contra James Brooke, el famoso exterminador de los piratas.
El Rey del Mar, que no había moderado su marcha, avistaba cuarenta y ocho horas después el monte Matang, pico colosal que se levanta cerca de la costa de Poniente de la amplia bahía de Sarawak, y cuya cumbre, llena de verdor, tiene una elevación de dos mil novecientos sesenta pies. Al día siguiente, el crucero navegaba por delante de la boca del río que baña la capital del rajá.
Era el momento de abrir bien los ojos, porque los barcos ingleses o del rajá podían aparecer de un momento a otro.
La imprevista aparición del corsario habría sido anunciada, seguramente, a las autoridades de Sarawak, y, como consecuencia de ello, se lanzarían al mar los mejores cruceros para proteger, contra una acometida cualquiera, a los barcos que dejaban el río en dirección a Labuán o a Singapoore, pues allí era fácil para los audaces piratas de Mompracem, la captura de los buques mercantes.
Se ordenó una extrema vigilancia a bordo del crucero, los gavieros estaban constantemente, de día y de noche, en las plataformas superiores, provistos de anteojos de largo alcance, prontos a lanzar la voz de alarma en el caso de que apareciese la menor columna de humo sobre el horizonte.
Para mayor precaución, Yáñez y Sandokán ordenaron que una vez se hubiese puesto el sol no se encendiese a bordo luz alguna, ni siquiera en los camarotes cuyas ventanillas daban a los costados exteriores, y mucho menos los faroles reglamentarios.
Querían pasar inadvertidos por delante de la boca de Sarawak para que no los siguiesen en su camino por las costas orientales y realizar las operaciones que se propusieran sin ninguna clase de entorpecimiento.
Instintivamente comprendían que los estaban buscando, y que los barcos ingleses y los del rajá, debían de estar cruzando por aquellos lugares. Quizá también podrían haber adivinado sus planes, o lo que sería toda, vía peor, haberles informado alguien de lo que proyectaban.
En efecto, contra lo que era habitual en ellos, los dos piratas parecían sumamente, preocupados. Se les veía pasear por el puente durante horas enteras, y detenerse con frecuencia para sondear el horizonte con ansiedad.
Por la noche, sobre todo, no abandonaban la cubierta, descansando tan sólo algunas horas después de salir el sol.
-Sandokán -dijo Tremal-Naik, cuando ya el Rey del Mar rebasó algunas millas de la segunda boca de Sarawak -, me parece que estás muy inquieto.
-Sí -contestó el Tigre de Malasia -, no te lo oculto, querido amigo.
-¿Temes algún encuentro?
-Estoy convencido de que me siguen o me preceden, y un marino difícilmente se equívoca. ¡Se diría que huele a humo de carbón de piedra!
-¿Supones que nos sigue la escuadra inglesa o la del rajá?
-La del rajá no me preocupa mucho, porque el único barco que podía medirse con el mío, yace en el fondo del mar.
-Es decir, ¿el de sir Moreland?
-Sí, Tremal-Naik. Los cruceros que posee el rajá son viejos y de segundo orden, y no valen absolutamente nada como buques de combate. La que me preocupa es la escuadra de Labuán.
-¿Será muy fuerte?
-Muy fuerte, no, pero sí numerosa. Pueden cogernos en medio y damos bastante trabajo, aun cuando creo que nuestro crucero es lo bastante poderoso como para medirse también con ella. Inglaterra tiene sus mejores buques en Europa.
-Esos están muy lejos -dijo Tremal-Naik.
-¿Y quién me asegura que no haya enviado algunos para darnos caza? Me han dicho que en la India también los tienen formidables, En cuanto hayan tenido noticias de los daños que hemos causado a sus compañías de navegación, no dudarán los ingleses en lanzar sobre estos mares lo mejor de su escuadra en la India.
-¿Y entonces? -preguntó Tremal-Naik.
-Haremos lo que podamos -contestó Sandokán -. Si no nos falta el carbón, les haremos correr mucho.
-¡Siempre es el carbón nuestro punto negro!
-Di más bien nuestro lado débil, Tremal-Naik, porque, para nosotros, todos los puertos están cerrados. Afortunadamente, la marina inglesa es la más numerosa del mundo, y siempre habremos de encontrar vapores, aun cuando tengamos que ir a buscarlos en los mares de China. ¡Ah! ¡Viene la niebla! ¡Esto es verdaderamente una suerte para nosotros, ahora que vamos a pasar frente a las costas del sultanato!
-¿A qué distancia estamos de Sedang?
-A unas doscientas millas. Estas son las aguas más peligrosas. Si esta noche no tenemos ningún encuentro, mañana hallaremos al Mariana. ¡Tremal-Naik, abramos los ojos y aumentemos la velocidad!
La fortuna parecía estar de parte de los últimos tigres de Mompracem, porque en seguida que se puso el sol, cayó sobre el golfo una niebla muy densa.
Por lo tanto, el Rey del Mar tenía mayores probabilidades de poder huir de la persecución que le daban los barcos aliados, en el supuesto de que se hubiesen movido para sorprenderle.
A pesar de esto, Yáñez y Tremal-Naik habían dado las órdenes oportunas para que todo el mundo estuviese preparado. Podía aparecer cualquiera de los enemigos, empezar la lucha y el ruido de los cañonazos atraer la atención de la escuadra.
El crucero, que había aumentado su velocidad hasta alcanzar los trece nudos, marchaba a través de la niebla, cuya densidad iba en aumento.
Sandokán, Yáñez, Tremal-Naik y el ingeniero americano, estaban sobre la toldilla, cerca de los timoneles, procurando en vano distinguir algo a través de las oleadas calientes de la niebla, que de vez en cuando rasgaba el viento.
Los artilleros se hallaban también en sus puestos, detrás de los monstruosos cañones y al lado de la artillería ligera, y resguardados por las amuras iban los malayos y los dayakos.
Todos callaban, escuchando con gran atención. No se oía otra cosa que los roncos mugidos del vapor, el de la hélice que batía las aguas y el del espolón que las hendía.
Ya debían de haberse alejado unas cincuenta millas de la segunda boca de Sarawak, cuando, de repente, se oyó silbar una sirena.
-¡Un barco en exploración que anuncia su presencia a otro! -dijo Yáñez a Sandokán -. ¿Será de guerra o mercante?
-Supongo que será algún aviso del rajá -respondió el Tigre de Malasia -. ¿Nos esperarían?
-Manda poner rumbo hacia Levante.
-Quisiera saber primero con qué adversario tenemos que luchar.
-Con esta niebla no me parece cosa fácil, Sandokán -dijo Tremal-Naik -. ¿Cuándo podremos llegar a la boca del Sedang?
-Dentro de cinco o seis horas. ¿Ves tú algo, Yáñez?
-Nada más que niebla -respondió el portugués.
-Pues nosotros no nos desviaremos. Así es que tanto peor para el que caiga bajo el espolón de nuestro barco.
Y acercándose al tubo que comunicaba con la cámara de máquinas, gritó con poderosa voz:
-¡Señor Horward! ¡Adelante a toda máquina, a tiro forzado!
El Rey del Mar continuaba su carrera, aumentando la rapidez.
De trece nudos por hora había subido a catorce, y todavía no era suficiente. El Ingeniero americano ordenó elevar la tensión al tiro forzado, con objeto de llegar a los quince.
Cierto que el carbón se consumía más rápidamente -, pero todavía tenían bastante cantidad como para navegar durante algunas semanas, sin verse obligados a proveerse de combustible.
Transcurrieron dos horas más. De pronto se iluminó la niebla como si la atravesara un haz de potente luz.
No podía ser la luz de la luna, porque era mucho más intensa y brillante, procedía del este y corría de Norte a Sur, arrancando a las aguas chispas de plata.
-¡Un reflector eléctrico! -exclamó Yáñez -. ¡Nos buscan!
-¡Sí, sí, nos buscan! -dijo Tremal-Naik -. ¿Serán muchos?
Sandokán no había despegado los labios; pero arrugó el entrecejo.
Transcurrieron unos minutos.
-¡Máquina atrás! -gritó de pronto el Tigre de Malasia.
El Rey del Mar, arrastrado por la velocidad adquirida, todavía anduvo unos doscientos o trescientos metros; pero luego se detuvo, y se dejó mecer por las amplias oleadas del golfo.
Delante del crucero había un barco que, probablemente, no estaría solo. Exploraba el mar, proyectando hacia todos lados un haz de luz eléctrica.
-¿Se habrá dado cuenta de nuestra presencia, la escuadra de Sarawak? -preguntó Tremal-Naik.
-Debe de habernos visto algún velero, o quizá algún prao que haya podido eludir nuestra vigilancia -dijo Sandokán.
-¿Qué piensas hacer, Sandokán?
-Por ahora esperaremos; después pasaremos, aún cuando tengamos que echar a pique diez barcos a golpes de espolón. El Rey del Mar tiene una proa a prueba de escollos, y las máquinas son tan sólidas, que no saltarán por un simple encontronazo.
El haz luminoso seguía recorriendo lentamente la superficie de las aguas, desde el Norte hasta el Sur, procurando rasgar la niebla, que, afortunadamente, era muy densa.
De improviso y por el lado opuesto, esto es, por la popa del crucero, apareció la luz de otro reflector e inmediatamente otros dos, uno al Norte y otro al Sur.
De los labios del portugués, que se hallaba de guardia con los timoneles, se escapó una sorda imprecación.
-¡Nos han rodeado perfectamente! ¡Malditos sean esos tiburones! ¡Me parece que dentro de pocos minutos va a hacer aquí mucho calor!
El Tigre de Malasia había seguido atentamente la dirección de aquellos haces luminosos. Su barco se hallaba precisamente en el centro, y todavía no podía haber sido descubierto, pero tampoco le era posible moverse en ninguna dirección sin que le vieran.
Llamó con un gesto a Yáñez y al ingeniero americano.
-Se trata de forzar el paso -les dijo -. Probablemente delante no tendremos más que un barco. La carga va bien estibada.
-¿Atacaremos con el espolón? -preguntó el americano.
-Es lo que me propongo hacer, señor Horward. Mande usted que se doble el personal de la máquina.
-Está bien, comandante -respondió el americano -. Mis compatriotas harían lo mismo en un caso como éste.
-¿Están todos los artilleros en sus puestos?
-Si -contestó Yáñez.
-¡Adelante a toda máquina! ¡Pasaremos como quiera que sea!
Los raudales de luz eléctrica seguían cruzándose en todos sentidos, y poco a poco se hacían más brillantes.
Probablemente, los que mandaban aquellos barcos debían haber descubierto la enorme mole del Rey del Mar, y se disponían a acometerle, dirigiéndose hacia un mismo punto.
Se aproximaba un momento terrible, y, sin embargo, malayos, dayakos y americanos, conservaban una tranquilidad admirable, en tan supremo instante.
-¡Todo el mundo a las baterías! -gritó Sandokán, entrando en la torre de mando, junto con Yáñez y Tremal-Naik.
El Rey del Mar saltó hacia adelante. Su velocidad aumentaba por momentos, y el humo, que salía en violentas bocanadas por las dos chimeneas, se desplomaba sobre los puentes por efecto de la niebla.
Un sonoro retemblor sacudía toda la nave, los árboles de la hélice doblaban sus revoluciones y el vapor mugía en las calderas.
Cual si fuera un gigantesco proyectil, el crucero atravesó la zona luminosa; pero apenas había vuelto a Introducirse en la oscura niebla, nuevos torrentes de luz llegaron hasta él.
Los barcos enemigos se dedicaron a su persecución para darle alcance, y procuraban encerrarle en un círculo de fuego y de hierro.
Sandokán estaba impávido, ordenando que el barco corriera siempre hacia el Este.
Retumbaron algunos cañonazos, y se oyó a los proyectiles rasgar el aire, cuando pasaban silbando sordamente.
-¡Dispuestos para el fuego de andanada! -gritó Yáñez.
-¡Por Júpiter! ¿Y las muchachas?
-Están resguardadas en la cámara -respondió Tremal-Naik.
-Envía a alguien para que les diga que no se asusten si perciben un gran golpe -dijo Sandokán.
Sombras gigantescas se movían entre la niebla, iluminada continuamente por los reflectores.
La escuadra enemiga iba a caer sobre el crucero de los tigres de Mompracem, con el intento de cortarles el paso.
De improviso, una mole negra apareció casi de un modo fantasmal ante la proa del Rey del Mar, y a menos de cuatro cables de distancia. Era ya imposible detener la marcha del crucero.
-¡Con el espolón! -gritó Sandokán con voz de trueno.
El Rey del Mar se precipitaba como un ariete sobre el buque enemigo. Un golpazo espantoso, seguido de gritos de angustia, retumbó en la niebla, y se repitió luego hasta perderse en la lejanía del océano.
El espolón del crucero había penetrado por completo dentro del barco enemigo, abriéndole una grieta enorme.
El Rey del Mar se detuvo un momento, inclinándose hacia popa, en tanto que en el otro buque, atacado y herido de muerte, sonaron varias explosiones. Eran las calderas, qué acababan de estallar.
-¡Máquina atrás! -gritó el ingeniero americano.
Se oyeron a proa unos sordos crujidos, y en seguida el Rey del Mar, dando una brusca sacudida, libertó al espolón, se hizo atrás y viró sobre babor.
El buque, que había sido pasado por ojo, se iba a pique rápidamente entre los clamores y el griterío ensordecedor de su tripulación.
El Rey del Mar había vuelto a emprender la carrera, pasando por la popa del barco que se sumergía, y de nuevo se sumergió en medio de la niebla.
Otras sombras aparecieron por babor y estribor. Los buques de la escuadra, aprovechando aquel momento de detención forzosa, habían llegado hasta el corsario, y proyectaban sus reflectores sobre los puentes del fugitivo.
-¡Fuego acelerado! -ordenó Yáñez.
El crucero se inflamó como un volcán en erupción, con un horrendo estampido. Las gigantescas piezas de las torres rompieron el fuego casi simultáneamente, haciendo retemblar la nave desde la quilla hasta la punta de los mástiles y lanzando sobre los navíos contrarios sus enormes proyectiles; los cañones de medio calibre de las baterías siguieron el ejemplo, machacando al adversario.
No obstante, los perseguidores no parecían asustarse, a pesar de que aquella tremenda descarga de la artillería gruesa moderna, debía de haberles producido graves daños, irremediables en un barco pequeño o mal defendido.
Los relámpagos de los cañonazos menudeaban por todas partes. Los proyectiles y las granadas se aplastaban o se abrían sobre el sólido blindaje del barco corsario, o reventaba entre los puentes, lanzando trozos de metal.
Golpeaban los flancos de babor y estribor, caían a popa y a proa, deslizándose sobre las planchas de las toldillas y rebotando en los bordes de las torres.
Pero el Rey del Mar, no por eso se detenía en su marcha; antes al contrario, contestaba con furia espantosa, enviando balas a diestro y siniestro por la parte de popa.
Un barco pequeño que navegaba con velocidad vertiginosa, salió de improviso de entre la niebla, y con loca temeridad corrió hacia el crucero.
Era una chalupa grande de vapor que llevaba un asta muy larga en la proa; la antigua torpedera. Horward, el ingeniero americano, que conocía aquella arma mortífera, dio un grito:
-¡Cuidado! ¡Tratan de lanzarnos un torpedo!
Sandokán y Yáñez saltaron fuera de la torre de órdenes. La chalupa, iluminada por los reflectores eléctricos de los otros barcos, se dirigía velozmente hacia el Rey del Mar, tratando de alcanzarle; un hombre, el que la tripulaba, iba a proa detrás del asta.
-¡Sir Moreland! -gritaron ambos a un tiempo.
Era, efectivamente, el angloindio, que, impulsado por una loca temeridad, se proponía aniquilar al crucero.
-¡Detened esa chalupa! -gritó Sandokán.
-¡No, que nadie le haga fuego! -dijo Yáñez a su vez.
-¿Qué es lo que dices, hermano? -preguntó asombrado, el Tigre de Malasia.
-¡No le matemos! Damna le lloraría siempre. ¡Dejadme hacer a mí!
A estribor había varías piezas de mediano calibre. Yáñez se dirigió a la más cercana, que ya hablan apuntado sobre la chalupa, corrigió rápidamente la mira y en seguida dio un tirón a la correa.
La chalupa se encontraba ya a unos trescientos metros de distancia, pero ya no iba a poder seguir al crucero, el proyectil le dio en la popa con una precisión matemática, y le arrancó a un tiempo el timón y la hélice, obligándola, de este modo, a detenerse en su veloz carrera.
-¡Buen viaje, sir Moreland! -gritó con voz irónica el valiente artillero.
El angloindio hizo un gesto de amenaza, y el viento llevó hasta los tigres de Mompracem estas palabras:
-¡Dentro de poco encontraréis al hijo de Suyodhana! ¡Os espera en el golfo!
El crucero ya habla atravesado la zona luminosa y se refugiaba en la niebla.
Por última vez descargó sus cañones de caza en dirección de los barcos enemigos, que no podían competir con su máquina, y desapareció hacia el Este, mientras los malayos y los dayakos gritaban con voz estentórea:
-¡Viva el Tigre de Malasia!