Los tigres de Mompracem/Capítulo 13
Soplaba del Este el viento, lo que no podía ser más favorable.
La canoa avanzaba bastante bien únicamente con la vela.
Sentado en la popa iba Sandokán, con los ojos fijos en Labuán, que poco a poco se desvanecía entre las tinieblas. Giro Batol, sentado en la proa, feliz y sonriente, charlaba por diez mirando hacia el oeste, hacia el lugar donde debía aparecer la formidable isla de Mompracem.
—¡Ánimo, capitán! —decía—. ¿Por qué está tan triste, ahora que vamos a nuestra isla? ¡Cualquiera diría que siente alejarse de Labuán!
—Y es cierto, Giro Batol -contestó Sandokán en voz sorda.
—¡A usted lo embrujaron esos perros ingleses! ¡Me río pensando en las maldiciones que nos echarán mañana, cuando se den cuenta de nuestra fuga! Sobre todo sus mujeres, que nos odian más que los hombres.
—¡No todas, Giro Batol! Y si vuelves a decirlo, te tiro al mar.
Había tal amenaza en la voz de Sandokán, que el malayo enmudeció y se volvió lentamente a proa, murmurando:
—¡Lo embrujaron!
Durante la noche la canoa avanzó sin encontrar ningún crucero. El malayo ya no hablaba, temeroso de que Sandokán lo tirara al agua.
De improviso su aguda mirada vio brillar un punto luminoso en la línea del horizonte.
—¿Será un velero o un barco de guerra? —se preguntó lleno de ansiedad.
Sandokán no se daba cuenta de nada.
El punto luminoso se agrandaba rápidamente. Probablemente se trataba de un barco a vapor.
La inquietud de Giro Batol aumentaba por momentos, tanto más que el punto luminoso parecía dirigirse directo hacia la canoa. Pronto sobre el farol blanco aparecieron otros dos: uno rojo y otro verde.
—¡Un barco a vapor! —dijo—. ¡Mi capitán, un barco a vapor!
Esta vez el jefe de los piratas sacudió la cabeza y un relámpago sombrío brilló en sus pupilas. Se volvió con ímpetu para explorar la inmensa extensión del mar.
—¿Un enemigo? -preguntó, mientras su mano derecha buscaba instintivamente el kriss.
—Eso temo, capitán.
—Parece que corre hacia nosotros.
—Lo mismo creo yo.
—Déjalo acercarse. Recuerda que no soy el Tigre de la Malasia, sino un sargento de cipayos.
Permaneció callado mirando con atención al enemigo. Después dijo:
—Es un cañonero.
—¿Vendrá de Sarawack?
—Es probable. Ya que viene a nosotros, esperémoslo.
En efecto, el cañonero apresuraba la marcha para alcanzar la canoa. Tal vez quería cerciorarse si se trataba de náufragos o de piratas.
Sandokán ordenó a Giro Batol que remara en dirección a las Romades. Ya había trazado un plan para engañar al comandante.
Media hora más tarde el cañonero estaba a pocos metros de la canoa. Era un barco pequeño, de un solo palo, con un cañón en la plataforma posterior.
El comandante dio orden de parar la máquina, se inclinó sobre la borda, y gritó:
—¡Alto o los echo a pique! Sandokán respondió en buen inglés: —¿Por quién nos toma usted?
—¿Qué es esto? —exclamó asombrado el oficial—. ¡Un sargento de cipayos! ¿Qué hace usted aquí?
Voy a las Romades, señor -contestó Sandokán. -¿A qué va a esas islas?
—Llevo órdenes para que se las comuniquen al yate de lord James Guillonk.
—¿Está en las Romades su yate?
—Así es, señor.
—¿Y va en esa canoa?
—No encontré nada mejor.
—¡Cuidado, porque hay algunos paraos malayos que rondan mar adentro!
—¡Ah! —exclamó Sandokán, temblando de alegría. Ayer vi dos, y juraría que vienen de Mompracem. Tendré cuidado, comandante.
—¡Buen viaje, entonces!
El cañonero se dirigió a Labuán, en tanto que Giro Batol orientaba la vela hacia Mompracem.
—¿Has oído? —le preguntó Sandokán.
—Sí, mi capitán.
—Nuestros barcos están en estas aguas.
—Lo buscan todavía, capitán.
—¡Qué sorpresa para el buen Yáñez cuando vuelva a verme!
Volvió a sentarse a popa, con la mirada dirigida a Labuán, y no habló más.
Al amanecer los separaban de Mompracem unos doscientos kilómetros, distancia que podían recorrer en menos de veinticuatro horas.
El malayo sacó algunas provisiones y se las ofreció a Sandokán. Pero éste, absorto en sus meditaciones, ni siquiera contestó.
—¡Está hechizado! —repitió el malayo meneando la cabeza—. ¡Pobres de ustedes, ingleses, si han embrujado al Tigre!
Durante el día el viento decayó varias veces, pero por la tarde, al ponerse el sol, sopló un viento fresco que empujó rápidamente la canoa hacia el Poniente.
Al anochecer, el malayo, que iba de pie en la proa, avistó una masa oscura que surgía del mar.
—¡Mompracem! —exclamó.
Al oír este grito, Sandokán, emocionado por primera vez desde que se embarcara, se levantó de un salto.
Había desaparecido de su rostro la expresión de melancolía, y le brillaban los ojos.
Contempló su isla salvaje, el baluarte de su poder, de su grandeza en aquellos mares, que no en vano llamaba suyos. Otra vez era el Tigre de la Malasia.
Sus ojos se detuvieron en la alta roca, donde todavía ondeaba la bandera de los piratas.
—¡Mompracem! —exclamó—. ¡Por fin vuelvo a verte! -¡Estamos a salvo, Tigre! -dijo el malayo, poseído de una loca alegría.
Sandokán lo miró asombrado.
—¿Todavía merezco ese nombre, Giro Batol? —preguntó—. ¡Creí que ya no lo merecía!
Cogió el timón y dirigió la canoa hacia Mompracem. A las diez atracaron cerca de la gran peña. Al poner el pie en su isla, Sandokán respiró con fuerza. Es posible que en ese momento se olvidara de Labuán y de Mariana.
—Giro Batol —dijo al pisar el primer escalón de la tortuosa escalera que conducía a su vivienda-, anuncia a mis piratas que he regresado. Pero diles que me dejen tranquilo, porque tengo que tratar algunos asuntos que deben ser un secreto para todos y no quiero que me interrumpan.
—Nadie lo molestará, capitán, si tal es su deseo. Permítame que le dé las gracias por haber vuelto conmigo, y sepa que si es preciso sacrificar a un hombre, aunque sea para salvar a un inglés o a una inglesa, yo estoy dispuesto a hacerlo.
—¡Gracias, Giro Batol! Y ahora vete.
Y el pirata subió la escala en medio de las sombras.