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Los tigres de Mompracem/Capítulo 22

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Atravesaron el riachuelo, y Yáñez condujo a Sandokán en medio de un boscaje, donde los aguardaban escondidos entre los árboles veinte hombres, armados hasta los dientes y provistos de un saco de víveres y un cobertor de lana. Paranoa y el subjefe, Ikant, estaban allí.

—¿Están todos? —preguntó Yáñez.

—Todos —contestaron los hombres.

—Escúchame con atención, Ikant. Tú volverás a bordo y, ante cualquier cosa que suceda, enviarás a un hombre que encontrará siempre a otro compañero esperando sus órdenes. Nosotros te transmitiremos nuestros mandatos, los que pondrás en ejecución inmediatamente sin el menor retraso.

Ikant saltó a la canoa y Yáñez echó a andar, remontando el curso del río.

—¿Adónde nos conduces? —preguntó Sandokán, que no comprendía nada.

—Espera un poco, hermanito. Ante todo, dime cuánto dista del mar la quinta de Guillonk.

—Cerca de cuatro kilómetros en línea recta.

—Entonces tenemos hombres más que suficientes.

—Pero, ¿qué vas a hacer?

—¡Ten un poco de paciencia, Sandokán!

Se orientó por medio de una brújula y se internó bajo los árboles, a paso rápido.

Recorrió cuatrocientos metros, se detuvo y se volvió hacia uno de los marineros.

—Instala aquí tu domicilio y no lo abandones por ningún motivo sin que nosotros te lo ordenemos. El río está a cuatrocientos metros, por lo tanto te puedes comunicar con facilidad con el parao. A igual distancia hacia el Este estará otro de tus compañeros. Cualquiera orden que te transmitan del parao se la comunicas a tu compañero más próximo. ¿Has entendido?

—Sí, señor Yáñez.

Mientras el malayo preparaba una cabañita junto al árbol, el grupo se puso en marcha, dejando a otro hombre a la distancia indicada.

—¿Comprendes ahora, Sandokán?

—Sí —contestó éste—, y te admiro. Y nosotros, ¿dónde acamparemos?

—En el sendero que conduce a Victoria. Desde allí podremos ver quién va o viene de la quinta e impedir que el lord huya sin que lo sepamos.

—¿Y si no se decide a marcharse?

—¡Por la gran carabina! ¡Atacaremos la quinta y nos robaremos a la muchacha!

—No llevemos las cosas a ese extremo, Yáñez. Lord James es capaz de matar a Mariana.

—¡Eso no! ¡Nunca me consolaría si ese bribón le hace algo a la niña!

—¿Y yo? ¡Sería la muerte del Tigre de la Malasia!

—Lo sé demasiado bien. ¡Estás hechizado! Llegaban en ese momento a las márgenes de la selva. Al otro lado se extendía una pequeña pradera, con varios grupos de arecas y maleza y atravesada por un ancho sendero donde crecía la hierba.

—La quinta no ha de estar lejos —dijo Yáñez.

—Distingo la empalizada por detrás de aquellos árboles.

—¡Perfecto! —exclamó Yáñez.

Ordenó a Paranoa que armara la tienda en el extremo del bosque ayudado por los seis hombres que lo acompañaban.

Sandokán y Yáñez fueron hasta unos doscientos metros de la cerca y luego volvieron al bosque y se tendieron bajo la tienda.

—Estamos al lado del sendero que va a Victoria -dijo Yáñez-. Si el lord quiere salir, pasará obligadamente junto a nosotros. En menos de media hora podemos reunir veinte hombres decididos a todo, y en una hora tener aquí toda la tripulación del parao. ¡Que intente moverse y lo acorralaremos!

—¡Sí! —exclamó Sandokán—. Estoy resuelto a lanzar mis hombres contra un regimiento entero.

—Por ahora —dijo Yáñez—, hagamos algo por la vida. Este paseo matinal me ha abierto el apetito de modo extraordinario.

Ya habían terminado de comer, cuando entró Paranoa jadeante.

—¿Qué sucede? —preguntó Sandokán, echando mano a su fusil al ver el rostro alterado del malayo.

—Alguien se acerca, mi capitán, oí el galope de un caballo.

—Será un inglés que va a Victoria.

—No, Tigre, viene de allá.

—¿Está todavía lejos? —preguntó Yáñez.

—Eso creo.

Los dos piratas cogieron las carabinas y salieron, en tanto los seis hombres se emboscaban en medio de la maleza.

Sandokán se dirigió al sendero, se puso de rodillas y apoyó el oído en el suelo.

—Sí, se acerca un jinete -dijo.

—Te aconsejo que lo dejes pasar sin molestarlo —dijo Yáñez.

—¡Ni lo pienses! Lo haremos prisionero, hermanito. Puede que vaya a la quinta con algún mensaje importante.

—Es difícil cogerlo sin que dispare.

—Al contrario. Pondremos un obstáculo y el jinete saldrá despedido de la silla sin que pueda utilizar su arma. Ven, Paranoa, trae una cuerda.

—¡Comprendo! —exclamó Yáñez—. ¡Magnífica idea! ¡Y se me ocurre otra para utilizar al prisionero!

—¿Por qué te ríes?

—¡Ya verás la jugarreta que le haremos al lord! Paranoa y sus hombres tendieron una cuerda muy sólida a través del sendero, pero bastante baja para que quedara oculta con las hierbas que crecían en aquel sitio. El caballo se acercaba rápidamente. Lo montaba un joven cipayo vestido de uniforme. Espoleaba con furia al animal, mirando con recelo en derredor.

—¡Atención, Yáñez! -murmuró Sandokán.

El caballo avanzó galopando hacia donde estaba la cuerda. De pronto cayó al suelo. Los piratas ya estaban allí. Antes de que el cipayo saliera de debajo del caballo, Sandokán le había quitado el sable y lo amenazaba con el kriss.

—No opongas resistencia, porque te cuesta la vida -le dijo.

—¡Miserables! —exclamó el soldado.

—¡Por Baco! —exclamó el portugués, muy contento—. Haré bonita figura en la quinta. ¡Yáñez, sargento de cipayos! ¡Un grado que no esperaba!

Ató al animal, que no sufrió el menor daño, a un árbol, y se reunió con Sandokán, que registraba al sargento.

—No encuentro ninguna carta —dijo.

—Por lo menos hablará —dijo Yáñez.

—No hablaré —contestó el sargento.

—¡Habla o te mato!

—¡No!

—¡Habla! —ordenó Sandokán, empujando el kriss. El inglés dio un grito de dolor; el kriss le hizo brotar sangre.

—Hablaré -murmuró, muy pálido.

—¿Adónde ibas?

—A casa de lord Guillonk.

—¿Con qué misión?

—Llevo una carta del baronet William Rosenthal.

—¡Dámela!

El cipayo sacó una carta de su casco.

—¡Bah, cosas viejas! —dijo Yáñez después de leerla.

—¿Qué escribe ese perro? —preguntó Sandokán furioso.

—Advierte al lord de un inminente desembarco nuestro en Labuán, y le aconseja vigilancia.

—¿Nada más?

—¡Ah, sí! Envía sus respetuosos saludos a tu Mariana, acompañándolos de un juramento de amor eterno.

—¡Que un rayo parta por la mitad a ese maldito!

—Paranoa —dijo Yáñez impasible—, envía un hombre al parao para que me traiga papel, pluma y tinta.

—¿Qué vas a hacer con eso? —preguntó Sandokán asombrado.

—Son cosas que necesito para la ejecución del proyecto que vengo meditando hace media hora.

—Explícate.

—Voy a ir a la quinta de lord James.

—¡Tú!

—Yo mismo, yo —contestó Yáñez con calma.

—Pero, ¿cómo?

—Metido en el traje de ese cipayo. ¡Caramba el soldado espléndido que seré!

—Comienzo a entender. Te vistes de cipayo, y finges que llegas de Victoria...

—Y aconsejo al lord que se ponga en camino para hacerle caer en la emboscada que le preparamos.

—¡Ah, Yáñez! —exclamó Sandokán y lo estrechó contra su pecho.

—¡Despacio, que me quiebras un brazo!

—¡Si logras lo que te propones, te lo daré todo!

—Espero conseguirlo.

—Pero te expones a un gran peligro.

—No temas, saldré del apuro con honra y sin que se me mueva un pelo.

—Ten cuidado con la carta que quieres escribir al lord. Es un hombre muy suspicaz, y si ve que la letra no es la misma del baronet, puede mandar que te fusilen.

—Tienes razón. Es mejor que le diga de palabra lo que quería decirle por escrito. ¡Vamos, desnuden a ese cipayo!

A una seña de Sandokán, dos piratas desataron al soldado y le quitaron el uniforme. El pobre hombre se creyó perdido.

—¿Va a matarme? —preguntó a Sandokán.

—No —contesto éste—. Tu muerte no me reporta utilidad alguna; te dejo la vida, pero quedarás prisionero en mi parao mientras nosotros permanezcamos aquí.

—¡Muchas gracias, señor!

En tanto, Yáñez se vestía. Aunque el uniforme le quedaba un poco estrecho, se arregló como pudo y se equipó por completo.

—¡Mira qué soldado más elegante! —dijo mientras se ponía el sable al costado.

—Sí, es cierto, eres un magnífico cipayo —contestó Sandokán riendo-. Ahora dame tus últimas instrucciones.

—Mira —dijo el portugués—, prosigue emboscado en este sendero con todos los hombres disponibles; pero no te muevas de aquí. Diré al lord que los piratas han sido atacados y están dispersos, y que como se han visto otros paraos, le aconsejaré que aproveche este momento para ir a refugiarse a Victoria.

—¡Muy bien!

—En cuanto nosotros pasemos, tú atacas la escolta. Entonces yo llevaré a Mariana al parao. ¿Estamos de acuerdo?

—Sí. ¡Anda, vete, mi valeroso amigo! Di a Mariana que la amo siempre y que tenga confianza en mí. ¡Que Dios te guarde, Yáñez!

—¡Adiós, hermanito! —contestó Yáñez, abrazándolo. Saltó con ligereza al caballo del cipayo, desenvainó el sable y partió al galope, silbando alegremente.