Los tigres de Mompracem/Capítulo 14
Así que llegó a lo alto de la roca, Sandokán se detuvo y miró a lo lejos, muy a lo lejos, en dirección del Este, hacia Labuán.
—¡Gran Dios! —murmuró—. ¡Qué distancia tan grande me separa de esa criatura amada! ¿Qué hará a estas horas? ¿Me llorará por muerto o prisionero?
De sus labios escapó un gemido sordo. Aspiró el aire de la noche y se acercó lentamente a la casa, en la cual, a pesar de la hora, había luz en una habitación.
—¡Yáñez! —dijo sonriendo con tristeza—. ¿Qué dirá cuando sepa que el Tigre de la Malasia vuelve vencido y hechizado?
Abrió con suavidad la puerta, sin que lo oyera Yáñez, que estaba sentado ante una mesa, con la cabeza entre las manos.
—¡Bueno, hermano! —dijo al cabo de un instante—. ¿Te has olvidado del Tigre de la Malasia?
No había concluido de pronunciar estas palabras cuando Yáñez se había lanzado a sus brazos.
—¿Tú? ¿Tú, Sandokán? ¡Ya te creía perdido para siempre!
—No, ya ves que he vuelto.
—Pero, ¿dónde estuviste todos estos días? Hace cuatro semanas que te espero lleno de angustia y de ansiedad. ¿Saqueaste el sultanato de Varauni, o te ha hechizado la Perla de Labuán?
En lugar de contestar a sus preguntas, Sandokán lo miró en silencio durante un rato, con mirada torva.
—¿Ignoras todavía —dijo finalmente— que de los cincuenta tigrecitos que llevaba contra Labuán no sobrevive más que Giro Batol? ¿No sabes que todos perecieron en las costas de la isla maldita, que yo también caí gravemente herido sobre la cubierta de un crucero, y que mis barcos reposan en el fondo del mar de la Malasia?
—¡Vencido tú! ¡Es imposible!
—¡Sí, Yáñez, fui vencido y herido! ¡Mis hombres murieron y yo regreso mortalmente enfermo!
Vació una tras otra tres copas de whisky. En seguida, con voz quebrada, gestos violentos e imprecaciones, contó cuanto le había sucedido en Labuán.
Pero cuando llegó el momento de hablar de la Perla de Labuán, desapareció toda su ira. Su voz adquirió un timbre dulce, melancólico. Habló de ella, de sus cabellos, de sus ojos, de su voz angelical que de modo tan extraño hiciera vibrar las fibras de su corazón. Pintó con acento apasionado los momentos pasados junto a la mujer amada, durante los cuales se olvidó de Mompracem.
—¿Creerás, Yáñez —dijo conmovido—, que en el instante en que puse el pie en la canoa, dejando indefensa a Mariana, sentí que se me desgarraba el corazón? Antes que alejarme de esa isla hubiera querido hundir en el abismo la canoa y a Giro Batol. ¡Hubiera destruido mi Mompracem, mis paraos, mis hombres, hubiera dado cualquier cosa por no haber sido nunca el Tigre de la Malasia!
—¡Sandokán! —exclamó Yáñez, con el ceño fruncido.
—¡No me digas nada, Yáñez! ¡Amo a esa mujer hasta tal extremo, que si me pidiera que renegara de mi nacionalidad para hacerme inglés, lo haría sin vacilar! ¡Siento un fuego que corre por mis venas, que me abrasa! ¡Creo que estoy delirando siempre, que tengo un volcán dentro del pecho, que me vuelve loco! En este estado deplorable me encuentro desde el día que vi a esa muchacha, Yáñez.
El pirata se levantó con un movimiento brusco. Dio algunas vueltas por la habitación, y después se detuvo ante el portugués, interrogándolo con los ojos. Pero éste permaneció mudo.
—No lo creerás —prosiguió Sandokán—, pero he luchado con fuerzas antes de darme por vencido. Mas ni mi odio por los ingleses ha podido contener a mi corazón. ¡Cuántas veces me asaltaba la idea de que si algún día me casaba con esa muchacha tendría que abandonar el mar y renunciar a mi venganza; perder mi nombre, perder mis tigres! ¡Procuré huir de ella, pero he tenido que ceder, Yáñez! Hasta ahora me había librado del amor, pero al fin me rendí ante ese cariño que nada será capaz de arrancarme del corazón. ¡Ah, Yáñez! ¡Creo que el Tigre dejará de existir!
—¡Entonces, olvídala! —dijo Yáñez.
—¡Olvidarla! ¡Es imposible, Yáñez, es imposible!¡Ni las batallas, ni las grandes emociones de la vida de pirata, ni la más espantosa venganza serán capaces de hacerme olvidarla! ¡Su imagen se interpondrá siempre entre todo eso y yo, y apagará la antigua energía y el valor del Tigre! ¡No, no la olvidaré! ¡Será mi mujer, aunque me cueste todo lo que soy y todo lo que tengo!
Miró a Yáñez, que había vuelto a su mutismo. -¿Qué me dices, hermano mío? -preguntó. Silencio.
—¿Me comprendes? ¿Qué me aconsejas, ahora que te lo he revelado todo?
—Te he dicho que olvides a esa mujer.
—¡Olvidarla!
—¿Has pensado en las consecuencias de ese amor insensato? ¿Qué dirán tus hombres cuando sepan que el Tigre está enamorado? ¡Olvídala, Sandokán, vuelve a ser el Tigre de la Malasia, de corazón de hierro!
Sandokán se levantó de un salto, se dirigió a la puerta y la abrió violentamente.
—¿A dónde vas? —preguntó Yáñez.
—¡Vuelvo a Labuán! —respondió Sandokán—. Mañana dirás a mis hombres que he abandonado para siempre la isla y que tú eres su nuevo jefe. ¡Jamás volverán a oír hablar de mí, porque yo no volveré a estos mares!
—¿Estás loco? —exclamó Yáñez y lo sujetó con fuerza—. ¿Vas a volver solo a Labuán, cuando aquí hay hombres decididos a dejarse matar por ti y por la mujer que amas? He querido ver si era posible arrancar de tu alma la pasión que experimentas por esa mujer que pertenece a una raza que odias.
—Ella no es inglesa, Yáñez. Me habló de un mar más azul y más bello que el nuestro que baña las costas de su patria; me habló de una tierra cubierta de flores que domina un volcán humeante, de un paraíso terrestre donde se habla una lengua armoniosa que nada tiene de común con la inglesa.
—¡No importa si es inglesa o no! Todos te ayudaremos para que puedas hacerla tu mujer y para que vuelvas a ser feliz. Puedes seguir siendo el Tigre de la Malasia aunque te cases con la muchacha de los cabellos de oro. Sandokán se arrojó entre los brazos de Yáñez. Ahora dime qué piensas hacer —dijo el portugués.
—Irme lo más pronto posible a Labuán y robar a Mariana.
—Tienes razón. Si el lord sabe que escapaste y que estás en Mompracem, puede marcharse por miedo a que regreses. Es preciso actuar rápido o perderemos la partida. Ahora vete a dormir, necesitas reposo. Déjame a mí el cuidado de prepararlo todo. Mañana estará dispuesta la expedición para zarpar enseguida.
El portugués abandonó la habitación y descendió con lentitud la escalera.
Al quedarse solo, Sandokán volvió a sentarse ante la mesa y empezó a destapar botellas de whisky. Sentía la necesidad de aturdirse para olvidar, al menos por algunas horas, a la joven que lo había hechizado. Vaciaba las copas con rabia.
—¡Si pudiera dormirme y despertar en Labuán! ¡Mariana sola en Labuán! Los celos me matan... ¡Quizás mientras yo estoy aquí la corteja el baronet!
Se levantó presa de violento furor y empezó a pasearse como un loco, volcando sillas, rompiendo botellas y cristales.
Tomó una copa, bebió de ella y miró al fondo.
—¡Manchas de sangre! —exclamó—. ¿Quién vertió sangre en mi copa? ¡Bebe, Tigre, que la embriaguez es la felicidad!
Le parecía ver correr fantasmas por la sala, que le hacían burlonas muecas. En una de esas sombras creyó reconocer a su rival.
—¡Te veo, inglés maldito! —aulló—. ¡Ay de ti si puedo ponerte las manos encima! ¡Quieres robarme la Perla, pero te lo impediré! ¡Pasaré a hierro y fuego todo Labuán, haré correr sangre y los exterminaré a todos!
Después de varios esfuerzos pudo levantarse; cogió una cimitarra y empezó a dar tajos desesperados por todos lados, corriendo tras la sombra del baronet. Hasta que, vencido por el sueño y el alcohol, cayó al suelo y se quedó profundamente dormido.