Los tigres de Mompracem/Capítulo 28
Cuando volvió en sí, todavía medio atontado por el terrible golpe recibido, Sandokán se encontró encadenado en la bodega de la corbeta. Primero se creyó víctima de una pesadilla, pero el dolor que lo martirizaba, y sobre todo las cadenas que lo sujetaban, lo devolvieron a la realidad.
—¡Prisionero! —exclamó apretando los dientes e intentando romper los hierros-. ¿Qué pasó? ¿Me vencieron otra vez los ingleses? ¡Condenación! ¿Qué será de Mariana? ¡Quizás esté muerta!
Un tremendo espasmo le oprimió el corazón.
—Mariana! —gritó desesperado—. ¡Yáñez, mi buen amigo! ¡Inioko! ¡Tigres! ¡Nadie contesta! ¿Han muerto todos? ¡No, es imposible! ¡Sueño, o estoy loco!
Miró con espanto a su alrededor.
—¡Todos muertos! —exclamó con angustia—. ¡Solamente yo sobrevivo a tanto horror! ¡Mejor sería que hubiera caído yo bajo el plomo de esos asesinos y que me hubiera hundido con mi barco!
Con un nuevo ataque de locura y desesperación se arrojó del entrepuente, sacudiendo con fuerza las cadenas y gritando:
—¡Mátenme! ¡El Tigre de la Malasia ya no puede vivir!
De pronto se detuvo al oír una voz que decía:
—¡El Tigre de la Malasia! ¿Está vivo todavía el capitán?
Sandokán miró en derredor.
Una linterna, suspendida de un clavo, iluminaba escasamente el entrepuente, pero bastaba para distinguir a una persona. Descubrió una forma humana acurrucada cerca de la carlinga del palo mayor.
—¿Quién habla del Tigre? —preguntó la voz. Sandokán se estremeció y un relámpago de alegría brilló en sus ojos. Aquella voz no le era desconocida.
—¿Eres tú, Inioko? —balbuceó.
—¿Aquí me conocen? ¡Entonces no estoy muerto! El hombre se levantó y sacudió sus cadenas.
—¡Inioko! —exclamó Sandokán.
—¡El capitán! —exclamó el otro.
Cayó el pirata a los pies del Tigre, repitiendo:
—¡El capitán! ¡Mi capitán! ¡Lo lloré por muerto! Inioko era el comandante del tercer parao. Como todos los dayacos, llevaba los cabellos largos y los brazos y piernas adornados con gran número de brazaletes de cobre y bronce. Al ver a Sandokán, lloraba y reía a un tiempo.
—¡Vivo! ¡Qué felicidad que usted se libró de tanta matanza!
—¿Es que han muerto todos los valientes que arrastré conmigo al abordaje?
—¡Ay de mí, sí, todos!
—¿Y Mariana? ¿Murió al hundirse el parao? ¡Dímelo, Inioko!
—No, ella está viva.
—¡Vive! -gritó Sandokán loco de alegría-. ¿Estás seguro?
—Sí, mi capitán. Usted ya había caído, pero cuatro compañeros y yo resistíamos todavía, cuando vimos que los ingleses traían al puente de esta nave a lady Mariana. Lo llamaba a usted, mi capitán.
—¡Maldición! ¡Y yo sin poder correr en su ayuda! ¿Sigue a bordo?
—Sí, Tigre.
—¿No la han transbordado a la cañonera?
—La cañonera navega ahora bajo el agua.
—¿La echó a pique Yáñez?
—Sí, capitán.
—¿Entonces Yáñez vive también?
—Poco antes que me trajeran aquí vi a gran distancia su parao que huía a velas desplegadas.
—Y de los nuestros, ¿no huyó ninguno?
—Ninguno, capitán —contestó Inioko, suspirando.
—¡Muertos todos! —murmuró Sandokán—. ¿Viste caer a Singal, el más valiente y el más viejo de mis piratas, y a Sangau, el león de las Romades?
—Sí, capitán.
—¡Qué carnicería! ¡Pobres compañeros!
Sandokán calló, y se sumergió en dolorosos recuerdos. Aun cuando se creía muy fuerte, se sentía aplastado por aquel desastre, que le costaba la pérdida de su isla, la muerte de todos los que hasta entonces lo siguieran en cien batallas, y la separación de la mujer amada.
Sin embargo, en un hombre de su temple, tal pesadumbre no podía durar mucho. Se puso de pie de un salto, con la mirada brillante.
—¿Crees, Inioko, que Yáñez nos siga?
—Estoy convencido, mi capitán. El señor Yáñez no nos abandonará en la desgracia.
—¡Eso creo yo también! —exclamó Sandokán—. Otro en su lugar huiría con las inmensas riquezas que lleva en su parao, pero él no lo hará. Me quiere demasiado para traicionarme.
—¿Y qué sacamos con eso, capitán?
—¡Nos escaparemos, Inioko!
El dayaco lo miró preguntándose si no había perdido el juicio el Tigre.
—¡Escaparnos! —exclamó—. Ni siquiera tenemos un arma, y estamos encadenados.
—Tengo un medio. Cuando un hombre muere a bordo, ¿qué se hace con él?
—Se le mete en una hamaca con una bala de cañón y se le envía a hacer compañía a los peces.
—Lo mismo harán con nosotros.
—¿Quiere que nos suicidemos?
—Sí, pero volviendo a la vida.
—Tengo mis dudas, Tigre.
—Te digo que despertaremos vivos y libres en el mar.
—Si usted lo dice, tengo que creerlo.
—Todo depende de Yáñez. Si sigue a la corbeta, tarde o temprano nos recogerá. Y después volveremos a Mompracem o a Labuán para rescatar a Mariana.
—Pero dudo un poco, capitán. Piense que no tenemos ni un kriss.
Y además estamos encadenados.
—¡Encadenados! —gritó Sandokán—. ¡El Tigre de la Malasia puede hacer pedazos los hierros que lo tienen prisionero!
Retorció con furia los eslabones, y dando un tirón irresistible los abrió y arrojó lejos la cadena.
—¡Ya está libre el Tigre! —dijo.
Casi al mismo tiempo se levantó la escotilla y crujió la escala bajo el peso de algunos hombres. Eran tres: uno era un teniente, probablemente el comandante de la nave; los otros dos eran marineros.
A una señal de su jefe, los marineros armaron las bayonetas y apuntaron sus carabinas a los dos piratas. -Le advierto, señor teniente -dijo con desdén Sandokán-, que no me hacen temblar sus fusiles.
—Es sólo una precaución.
—¿No ve que estoy desarmado?
—Pero no encadenado, por lo que veo.
—No soy hombre que pueda tener largo tiempo prisioneras las muñecas.
—Vengo a ver si necesita que lo curen.
—No estoy herido.
—Creo que recibió un mazazo en el cráneo.
—Pero el turbante amortiguó el golpe.
—¡Qué hombre! —exclamó el teniente con sincera admiración—. Me ha enviado una dama a saber de usted.
—¿Mariana? —gritó Sandokán.
—Sí, lady Guillonk. La salvé en el momento en que el parao iba a sumergirse. Permítame aconsejarle que la olvide. ¿Qué esperanza queda para usted?
—Es verdad. ¡Estoy condenado a muerte! ¿Adónde me conduce?
—A Labuán.
—¿Me ahorcarán?
El teniente permaneció en silencio.
—Puede usted decírmelo, no tengo miedo a la muerte.
—Lo sé. Es usted el hombre más valiente de Borneo.
—Entonces, dígamelo.
—Sí, lo ahorcarán.
—Hubiera preferido el fusilamiento.
—Yo no sólo hubiera respetado su vida, sino que le hubiera dado un mando en el ejército de la India —dijo el teniente— Hombres tan audaces son muy raros hoy en día.
—Gracias por sus buenas intenciones. Cuando usted me atacó, teniente, yo estaba a punto de dejar mi vida de pirata. Deseaba tener una vida tranquila junto a la mujer que amo. El destino no lo ha querido. ¡Máteme, sabré morir como valiente! No soporto pensar en la muerte que me espera en Labuán.
—Lo comprendo, Tigre.
—Pero algo podría suceder antes de que lleguemos a Labuán.
—¿Piensa en el suicidio? Créame que no se lo impediría. Sentiría mucho ver que lo ahorcaran. Pero no puedo ofrecerle los medios para matarse.
—Yo los tengo.
—¿Algún veneno?
—¡Fulminante! ¿Puedo pedirle un favor?
—A un hombre que va a morir no se le puede negar nada.
—Quisiera ver por última vez a Mariana.
Después de un largo silencio, el teniente dijo con voz grave:
—Tengo orden de no permitirles verse. Pero no le tengo rencor a usted, Tigre. Traeré aquí a lady Guillonk, con una condición: que no le diga nada de su suicidio.
—No le diré una palabra. Sólo quiero decirle dónde oculto inmensos tesoros para que disponga de ellos como quiera. ¿Cuándo la veré?
—Antes de que anochezca.
—¡Gracias, teniente!
—¡Adiós, Tigre de la Malasia! —dijo el marino.
El teniente llamó a los soldados, que habían soltado de las cadenas a Inioko, y volvió a subir a cubierta. Sandokán permaneció de pie, con una extraña sonrisa en los labios.
—¿Buenas noticias? -preguntó el dayaco.
—¡Esta noche estaremos en libertad! —contestó Sandokán—. ¡Mariana nos ayudará!