Los tigres de Mompracem/Capítulo 26
A la mañana siguiente parecía que el delirio se había apoderado de los piratas de Mompracem. No eran hombres; eran titanes que trabajaban con energía sobrehumana en fortificar la isla, que ya no abandonarían gracias a que la Perla de Labuán había jurado permanecer en ella.
Y la reina de Mompracem estaba allí, animándolos con su voz y con sus sonrisas, mientras, a la cabeza de todos, Sandokán trabajaba con actividad febril ayudado por Yáñez, que no perdía su acostumbrada calma.
—Temo un ataque violento —dijo Sandokán a Yáñez—. Ya verás como los ingleses no vienen solos a atacarnos. Estoy seguro que se han coligado con los holandeses.
—¡Pues encontrarán la horma de su zapato! Nuestra isla es inexpugnable ahora.
—¡Ojalá, Yáñez, pero no nos fiemos! De todos modos, en caso de que nos derroten, los paraos están dispuestos para escapar.
Al amanecer se oyeron fuertes gritos: -¡El enemigo! ¡El enemigo!
Sandokán, Mariana y Yáñez se precipitaron hacia el borde de la gigantesca roca.
—¡Es una verdadera flota! —murmuró Yáñez—. ¿Dónde han reunido tantas fuerzas esos canallas ingleses?
—¡Mira —indicó Sandokán—, hay barcos ingleses, holandeses, españoles, hasta paraos de ese miserable sultán de Varauni!
La escuadra agresora se componía de tres cruceros ingleses, dos corbetas holandesas, cuatro cañoneras españolas y ocho paraos del sultán. Disponían entre todos de unos mil quinientos hombres.
—¡Mil rayos! ¡Son muchos! —exclamó Yáñez.
—Pero nosotros somos valientes y nuestra roca es fuerte.
—¿Vencerás, Sandokán? —preguntó Mariana con voz temblorosa.
—¡Eso espero, amor mío! -contestó el pirata. Doscientos indígenas habían llegado del interior de la isla y ocupaban los puntos que les señalaran los piratas, quienes ya se encontraban en sus puestos detrás de los cañones.
—No está tan mal —dijo Yáñez—, seremos trescientos cincuenta para sostener el choque.
Sandokán confió a seis de los más valientes el cuidado de Mariana para que la internaran en los bosques a fin de no exponerla al peligro.
—Yo volveré a buscarte. No temas, querida mía, las balas seguirán respetando al Tigre de la Malasia.
La miró sonriendo, como si se despidiera, y en seguida echó a correr hacia los bastiones, gritando:
—¡Arriba, tigrecitos, el capitán está con ustedes!
—¡Viva Sandokán!, ¡viva nuestra reina!
—¡Recuerden que defienden a la Perla de Labuán y que esos hombres que nos atacan son los que asesinaron a nuestros compañeros!
—¡Venganza! —gritaron a coro los piratas.
Un cañonazo derribó en ese momento la bandera que ondeaba en el bastión central.
Sandokán se estremeció y un dolor intenso se reflejó en su rostro.
—¡Odiada flota enemiga, hoy me vencerás! —exclamó. Miró un instante a su alrededor, con profunda tristeza.-¡Tigres, a limpiar el mar de enemigos! -gritó-. ¡Fuego!
A la orden del Tigre, todos dispararon a un tiempo, dejando oír una sola detonación. La escuadra, aunque muy maltratada por aquella primera y formidable descarga, no tardó en contestar.
No se perdía tiro de una parte ni de otra. La flota tenía la ventaja del número y la de poder moverse y dividir los fuegos del enemigo; pero a pesar de eso no adelantaba nada.
Sandokán no cesaba de gritar alentando a sus hombres. Un parao del sultán hizo explosión y una cañonera española quedó desarbolada.
—¡Vengan a medirse con los tigres de Mompracem! —gritaba Sandokán.
Estaba visto que, mientras no faltara la pólvora, ningún barco podría acercarse a las costas de la temida isla. Pero, por desgracia para los piratas, a eso de las seis de la tarde, cuando ya la flota iba a retirarse, llegó un inesperado socorro para los atacantes. Eran otros dos cruceros ingleses y una gran corbeta holandesa, seguidos a poca distancia por un bergantín de vela perfectamente artillado.
Sandokán y Yáñez palidecieron al ver aquellos nuevos enemigos. Comprendieron que la caída de la roca en sus manos era cuestión de horas. Pero no perdieron el ánimo y apuntaron sus cañones contra los nuevos agresores.
Las granadas caían por centenares en los bastiones y en las casas de la aldea y deshacían las obras de defensa. Al cabo de una hora la primera línea no era más que un montón de ruinas. Dieciséis cañones estaban inservibles y una docena de culebrinas yacían entre un centenar de cadáveres.
Sandokán intentó un último golpe. Dirigió el fuego de sus cañones sobre la nave almirante y una granada de veintiún kilos, lanzada por Giro Batol con un mortero, le abrió en la proa un enorme boquete. El buque se inclinó sobre un costado y se fue a pique rápidamente. La escuadra suspendió durante algunos minutos el fuego, pero en seguida lo reanudó con mayor furia y avanzó hasta colocarse a cuatrocientos metros de la isla.
Media hora después volaba un polvorín, que terminó de deshacer las ya caídas trincheras, enterrando entre sus escombros a doce piratas y veinte indígenas.
—¡Sandokán! —gritó Yáñez, corriendo hacia el pirata que estaba apuntando su cañón—. ¡Estamos perdidos!
—¡Es verdad! —contestó el Tigre con voz ahogada.
—¡Ordena la retirada antes que sea demasiado tarde!
Sandokán miró las ruinas que lo rodeaban, en medio de las cuales solamente tronaban ya dieciséis cañones y veinte culebrinas. Miró luego hacia la escuadra. Un parao anclaba ya al pie de la gran roca y su tripulación se disponía a desembarcar. La partida estaba perdida.
Reunió todas sus fuerzas para pronunciar una palabra que nunca había salido de sus labios, y ordenó la retirada.
En el momento en que los sesenta tigres sobrevivientes se convencían de la pérdida de Mompracem y, con lágrimas en los ojos y destrozado el corazón, se ponían a salvo en los bosques, el enemigo desembarcaba dirigiéndose con la bayoneta calada hacia las trincheras, donde creía que iba a encontrar todavía a los piratas.
La estrella de Mompracem se había extinguido para siempre.