Los tigres de Mompracem/Capítulo 19
La partida estaba irremisiblemente perdida y amenazaba convertirse en peligrosa para el pirata y su amigo.
Dadas la oscuridad y la distancia, no era de presumir que el centinela distinguiera bien al pirata, que se escondió rápidamente detrás de un montón de malezas; pero podía llamar a sus compañeros. Sandokán permaneció inmóvil.
El centinela, al no recibir respuesta, dio algunos pasos hacia la maleza. Después, creyendo que se había engañado, volvió hacia la casa y se puso de guardia ante la puerta de entrada.
Aun cuando deseaba realizar su temeraria empresa, Sandokán retrocedió con mucha cautela, yendo de un tronco a otro, deslizándose por detrás de los arbustos, sin apartar la vista del soldado, que seguía fusil en mano. Apresuró el paso y entró al invernadero, donde el portugués lo esperaba lleno de inquietud.
—¿Qué has visto? —preguntó Yáñez—. ¡Temblaba por ti!
—No vi nada bueno para nosotros —contestó Sandokán con sorda cólera— La quinta está guardada por centinelas y una cantidad de soldados recorren el parque. Esta noche no podremos intentar nada.
—¿Quieres que aprovechemos este reposo para dormir algunos minutos? —propuso Yáñez—. Un poco de descanso nos vendrá bien.
—Sí, pero con un ojo abierto.
—Quisiera dormir con los dos ojos abiertos, hermano.
Aunque no se sentían muy tranquilos, los piratas se acurrucaron en medio de unos rosales y procuraron dormir.
A pesar de su buena voluntad, no pudieron cerrar los ojos. El temor de ver aparecer a los soldados los mantuvo despiertos. Para calmar la ansiedad, salieron varias veces para ver si se acercaban los enemigos.
Cuando despuntó el día, los ingleses registraron el parque otra vez. Cuando se alejaron del invernadero, Yáñez y Sandokán aprovecharon para sacar naranjas que les sirvieron de desayuno.
Al cabo de algunas horas, Yáñez escuchó pasos. Ambos se levantaron empuñando los kriss.
—¿Volverán? —dijo el portugués.
—Si supiera que es uno solo, saldría para tomarlo prisionero -dijo Sandokán.
—¡Estás loco!
—Por él podríamos saber dónde están los soldados y por qué parte podríamos pasar.
—Lo dudo. Estoy seguro de que nos engañaría.
—No se atrevería. ¿Qué te parece si vamos a ver?
—No te fíes.
—Pero hay que hacer algo, amigo mío.
—Entonces déjame salir a mí.
—¿Y yo me quedo sin hacer nada?
—Si necesito ayuda, te llamaré.
Yáñez se quedó algunos minutos escuchando; después salió.
Algunos soldados registraban todavía, pero ya cansados, la intrincada maleza del parque. Otros habían salido, sin esperanzas de encontrar a los piratas cerca de la quinta.
—Esperemos —se dijo Yáñez—. Si en todo el día de hoy no nos encuentran, puede que se convenzan de que logramos escapar. Entonces esta noche saldremos de nuestro escondrijo y nos internaremos en la selva.
Iba a volverse cuando vio que avanzaba un soldado por el sendero que conducía al invernadero.
Se ocultó en medio de los plátanos y retrocedió rápidamente hasta reunirse con Sandokán. Este, al ver su rostro descompuesto, supo que algo grave pasaba.
—¿Te han seguido? —preguntó.
—Temo que me hayan visto. Un soldado se dirige a nuestro refugio.
—¿Uno solo?
—Sí, solo.
—¡Pues es el hombre que necesito!
—¿Qué quieres decir?
—¿Están lejos los otros?
—Cerca de la empalizada.
—Entonces cogeremos a este.
—¿Quieres perdernos, Sandokán?
—¡Necesito a ese hombre! ¡Pronto, sígueme!
Yáñez quiso protestar, pero ya Sandokán se encontraba fuera del recinto. De buena o mala gana, se vio obligado a seguirlo para impedir, por lo menos, que cometiera una imprudencia.
El soldado estaba a doscientos pasos; era muy joven, probablemente un soldado novato. Avanzaba silbando. Sin duda no había visto a Yáñez, pues de haber sido así, habría empuñado el arma y tomado precauciones. Ambos piratas se le echaron encima.
Mientras le Tigre lo asía por el cuello, el portugués lo amordazaba. Sin embargo, el soldado tuvo tiempo de dar un agudo grito.
—¡Pronto, Yáñez! —dijo Sandokán.
El portugués lo llevó rápidamente a la estufa. Sandokán se le reunió muy inquieto. Había visto a varios soldados correr hacia aquel lugar.
—¿Habrán visto que capturamos a este hombre? —preguntó Yáñez palideciendo.
—Por lo menos deben haber oído el grito que dio.
—¡Entonces estamos perdidos! Me parece que ya vienen.
No se equivocaba el portugués. Algunos soldados llegaban ya al escondite.
—Sí, dejó el arma, lo que significa que lo sorprendieron y se lo llevaron —dijo uno.
—Me parece imposible que los piratas estén todavía aquí y que se hayan atrevido a dar un golpe tan audaz —decía otro—. ¿No será una broma de Barry?
—No me parece un momento oportuno para divertirse.
—Yo creo que los piratas lo asaltaron.
—¿Pero dónde quieres que estén escondidos? Registramos todo el parque sin encontrar el menor rastro.
—¿Serán de verdad dos espíritus del infierno que pueden esconderse donde quieran?
—¡Eh, Barry! —gritó una voz—. ¡Deja de hacer bromas pesadas o te doy de latigazos!
Naturalmente, nadie contestó. El silencio confirmó a los soldados que a su compañero le había sucedido una desgracia.
—Entremos al invernadero -dijo uno de acento escocés.
Al oír estas palabras, ambos piratas se sintieron invadidos por una viva inquietud.
—Prepararé una bonita sorpresa a los chaquetas rojas —dijo Sandokán-. Tú te pones cerca de la puerta y le partes el cráneo al primer soldado que pretenda entrar.
Yáñez cargó su carabina y se tendió entre las cenizas.
—¡Será una magnífica sorpresa! —repitió Sandokán—. Esperemos el momento oportuno para aparecer. Los soldados habían entrado ya y removían con rabia los tiestos y cajones de plantas, maldiciendo al Tigre de la Malasia y a su compañero.
Como no encontraron nada, pusieron los ojos en la estufa.
—¡Por mil gaitas! —exclamó el escocés—. ¿Habrán asesinado a nuestro compañero y lo habrán escondido ahí dentro?
—Vayamos a ver —dijo otro.
—Despacio, camaradas —advirtió un tercero—. La estufa es bastante grande para que pueda esconderse en ella más de un hombre.
Sandokán apoyó los hombros contra las paredes y se dispuso a dar una embestida tremenda.
—¡Yáñez —dijo—, dispónte a seguirme! -¡Estoy dispuesto!
Al oír Sandokán que se abría la portezuela, se alejó algunos pasos.
En seguida se escuchó un sordo crujido, e inmediatamente cedieron las paredes ante aquel empuje vigoroso.
—¡El Tigre! —gritaron los soldados.
Entre las ruinas apareció de improviso Sandokán, con la carabina empuñada y el kriss entre los dientes. Disparó sobre el primer soldado que vio delante, se arrojó con ímpetu terrible encima de los otros, derribó a dos, y huyó seguido de Yáñez.