Ir al contenido

Ángel Guerra (Galdós)/082

De Wikisource, la biblioteca libre.
Ángel Guerra
Segunda parte - Capítulo VI – Bálsamo contra bálsamo

de Benito Pérez Galdós


III

[editar]

Puntual a la cita, Ángel penetró en el antro Babélico a las tres de la tarde. Recibiéronle Dulce y doña Catalina, que se creyó en el deber de poner unos morros de a cuarta, temerosa de nuevas complicaciones. Pero la buena señora, que ya había observado en su hija cierta tranquilidad al dar cuenta del encuentro en la parroquia y de la anunciada visita, notó con asombro que la recibía sin visible alteración. A poco de cambiarse las fórmulas de urbanidad y las primeras manifestaciones referentes a la salud, Dulcenombre, con perfecto aplomo y semblante risueño, se dejó decir esto: «Ya estoy curada, curada de todo, de todo; fíjate bien. El Santísimo Cristo de las Aguas se ha portado conmigo como un caballero, concediéndome lo que con tanta devoción le pedí».

-Me alegro mucho -dijo Guerra-. Dios no abandona a quien con fe y amor se pone en sus manos.

-Justo; y buen ejemplo soy yo, que no hace mucho sentía una pena, un ahogo, que no me dejaban respirar, y ya... como con la mano. Conviene decir las cosas claras, para no dar lugar a malas interpretaciones. Yo padecía, yo llevaba un puñal clavado en el pecho; pero desde que te vi convertido en beato baboso, con medio cuerpo dentro del confesonario; desde que te vi de rodillas hociqueando en el libro como se ponen los hipócritas, me desilusioné, hijo; ¡pero de qué modo!, y el cuchillo se me desclavó, creo que para siempre. Ha sido como un milagro. Verte yo en tales posturas y quitárseme la ley que te tenía, como si me limpiaran el alma de toda aquella broza, fue todo uno. Lo estaba yo sintiendo y me parecía mentira. ¡Pero si no puede ser de otro modo! ¿El querer es pecado? A saber... Puede que lo sea, porque yo no concibo enamorarse de un hombre que hace en las iglesias los desplantes que tú. El Señor me perdone; pero no es culpa mía si el amor humano y la devoción de veras no hacen buenas migas. En una mujer todo eso es natural y hasta bonito, ¡pero en un hombre...!, quita allá...

No supo Guerra qué contestar por el momento, pues las ideas se le obscurecieron con aquella salida brusca de la que fue su amante; mas no tardó en rehacerse, repeliendo el amor propio, que sin duda quería salir con alguna botaratada, y acudiendo a sus recientes convicciones en busca de una respuesta airosa.

-Yo me alegro mucho -dijo al fin-, y nada tengo que oponer a eso de que la piedad ardiente desilusiona del amor mundano. Bien podrá ser. Hay casos... me parece a mí... en que tal vez suceda lo contrario. Cada cual ve estas cosas a su manera. Lo que yo deduzco claramente de lo que acabas de decirme, es que hay cierta incompatibilidad entre el cumplimiento exacto, a la letra, de nuestras obligaciones religiosas y el actual convencionalismo de las opiniones humanas. Y siendo obra imposible el poner de acuerdo una cosa con otra, lo mejor es decidirse por la verdad, desdeñando esa falsa ley de estética social que ha establecido la ridiculez del seglar piadoso; lo mejor, digo, es seguir el camino de Dios, sin mirar atrás para ver quién se ríe y quién no se ríe, ni hacer caso del vano juicio de mujeres.

A pesar de la entereza que revelaban estas palabras, el converso no las tenía todas consigo, y tocaba a somatén dentro de sí para convocar fuerzas esparcidas, reunirlas y poder triunfar de los sofismas de Dulce. La cual, sintiéndose fuerte, se echó a reír, trasteando a su amigo con cierta saña, como si después de tener el vencido a sus pies, quisiera patearle.

«¿Y todo eso parará en meterte a cura a fraile? Tal piensa tu amigo Entre todas; pero yo no lo creeré hasta que tú no me lo confirmes».

-Resoluciones de esa naturaleza- dijo Guerra mordiendo el látigo-, no son para confiadas a quien no podría juzgarlas sin frivolidad.

-No, si yo no lo censuro -agregó ella, dueña del campo-. Pues no faltaba más. Al contrario, puesto a ello, debes ir hasta el fin. O santidad a punta de lanza, o nada. Si Dios te llama por ese camino, aféitate, ponte la falda negra, y ¡hala!, al altar. Más vale eso que no hacer el beato con pantalones, que no pegan, no pegan, no, a tal género de vida. Por supuesto, si te ordenas, no seré yo quien te oiga la misa. ¡Dios mío, que horror! (Tapándose la cara.) Hay cosas que parecen delirios de la fiebre... y sin embargo son verdad.

Doña Catalina, que había escuchado el anterior diálogo con atento mutismo, se escandalizó como Dulce, y haciendo también de su mano máscara para cubrir el rostro, dijo así:

-¡Jesús, oírle misa a este hombre! Hay cosas que no están en el orden natural, y que si suceden han de traer un cataclismo.

-Pues si es así -afirmó Dulce, muy seria, apoderándose de un elevado pensamiento-, sea en buen hora. Véase por dónde han tenido conclusión feliz cosas, ¡ay!, que parecían no poder tenerla nunca. ¡Sacerdote!, el decirlo me causa asombro y al mismo tiempo me da una gran tranquilidad. Háceme el efecto de que te moriste diez años ha. Tú, clérigo, no eres la persona que yo conocí. Resultas otro, y como es para mí de absoluta imposibilidad querer a un cura, como eso no cabe en mi natural, como lo rechazo y lo repugno lo mismo que repugnaría y rechazaría el tener por marido a un toro o un caballo, me encuentro regenerada, libre de grandísimo peso. ¡Ay!, yo también soy religiosa a mi modo, a lo chiquito, a lo pecador; aspiro a portarme bien y a ser perdonada y a ganarme cuando me muera un huequecillo del Cielo, de los menos visibles, allá por donde están los que fueron más imperfectos y se salvaron por la muchísima misericordia de Dios. Sí, yo soy también algo piadosa, y desde que pasé aquella crisis he rezado mucho al Cristo de las Aguas, no ofreciéndole lo que me sería difícil cumplir, no metiéndome en muchas honduras, sino contentándome con el triste papel de persona afligida que quiere ver calmados sus dolores. Y el Señor me consolaba y me decía: «no seas tonta; no te apures; ten paciencia, que ya se te quitará eso». Yo, sin ser santa ni mucho menos, tuve paciencia y esperé; y mira por qué camino tan imprevisto me trajo el divino Jesús el remedio que yo le pedía. Estoy curada, y bien curada. El señor me ha dicho: «levántate y échate a correr».

No se puede garantizar que fuera cierto en todas sus partes lo que Dulce afirmó; pero de algo que efectivamente existía en su alma y de otro poco añadido por ella con vigorosa voluntad, resultaba una situación moral bastante aproximada a lo expuesto. El tiempo completaría la desilusión, y bastante triunfo era ya sentirla clara y terminante, como la sedación de un dolor antiguo. Ángel beato era un ser bien distinto del Ángel demagogo, cismático y en pugna con todo el orden social. Aquél fue su encanto; éste se le indigestaba. El primero con sus propias imperfecciones la cautivó; el segundo con su perfección no le servía ya. ¡Contrasentidos de la naturaleza humana, que prueban quizás cuán extensa es por estos barrios la jurisdicción de Luzbel!

Arístides, que arrimado a la puerta había oído parte del diálogo anterior, entró a saludar a Guerra en el momento de salir doña Catalina a echar de comer a sus pollos. Ocupó el hijo la silla de la madre, y con seriedad campanuda endilgó a su enemigo esta felicitación:

«Mi enhorabuena, querido Ángel, por esa determinación. Si ya se sabe, si es de dominio público que te retiras al yermo. ¡Quién pudiera hacer otro tanto!

-Este danzante quiere tomarme el pelo -dijo el converso para sí, tragando quina-. Paciencia: le dejaremos que diga lo que quiera. Vengo preparado a todas las humillaciones posibles.

-¡Dichoso tú que eres dueño de tu conducta, y puedes dar el gran esquinazo a esta farsa en que vivimos! ¿Es cierto que fundas una gran casa para asilo de menesterosos y corrección de criminales? Si es verdad, oh varón santo, acuérdate de mí, que por los dos conceptos puedo pedirte plaza. Soy pobre y no soy bueno. ¿Qué más quieres? Seré uno de los mejores casos que se te presenten, y te aseguro que entraré en tu iglesia con el corazón bien dispuesto. Quizás quizás obre tu amparo en mí tan eficazmente que al poco tiempo de estar allí te sirva para discípulo.

-No siendo yo maestro, mal puedo tener discípulos -replicó el otro.

-O de criado.

-Yo estoy para servir a los demás, no para que me sirvan a mí.

Ángel sintió sobre sí la ironía maleante del primogénito de Babel; pero se había propuesto humillarse, y se humillaba.

-Lo que funde o lo que deje de fundar -dijo Dulce, al quite de su amigo-, es cosa reservada, y ni a ti ni a mí nos lo ha de contar. No te metas en lo que no te importa. Cuando sea lo veremos, y ello ha de resultar cosa seria y de importancia.

Arístides calló, poniéndose a contemplar la estera; y por un ratito no se oyó más que la voz de doña Catalina que en la ventana de la galería llamaba a sus gallinas y polluelos, cacareando tan bien y con tanto furor que parecía que iba a poner huevo.

¿No sabes -dijo bruscamente el barón mirando a Guerra de hito en hito-, que me he quedado con el Circo de verano para la temporada próxima? El local es malísimo, allá en los Agustinos Recoletos; pero les voy a traer a estos brutos una compañía acrobática como no la han visto en toda su vida.

-Me alegro mucho -replicó Ángel, gozoso de que se variara la conversación-; te deseo buenas entradas.

-Te mandaré billetes... Pero ¡ay! no, ¡qué disparate he dicho! ¡Tú en un circo de caballos viendo clowns y amazonas!... Perdóname... es que no me acordaba.

-No hay por qué perdonar. No me escandalizo de nada.

-A éstos -indicó Dulce con desdén-, les ha entrado la manía de las empresas de espectáculos. Mi primo Poli parece que se queda con la Plaza de Toros.

-Sí -agregó Arístides-, pero perderá la camisa. No tiene quien le fíe dos pesetas; sin dinero no podrá traer más que cuadrillas de invierno, y la grita se oirá en Jerusalén. Mi circo es otra cosa. Mañana me voy a Madrid a ultimar los contratos con el representante de una compañía que está en Lisboa. ¿No se te ofrece nada para la Villa y Corte?

-Nada.

-¿No quieres que te traiga algún breviario, algún...?

-Lo tengo. Gracias.

-¿Algún silicio, disciplinas...?

-Los tengo también.

-Pero de seguro que no tienes correa.

-También la tengo -dijo el convertido enfrenándose; y para sí añadió-: Me escarnece, porque me ve moralmente desarmado. Paciencia, y aguantar.

-Veo que nada te falta. ¡Ah! la chapita de Carlos Siete.

-Esa para ti: yo no gasto chapas de nadie.

-Sí, hombre. Aquella que dice Libertad, Igualdad, Fraternidad, grabándole encima un bonete.

Guerra ya no podía más; pero su propósito de no alterarse, de sufrir era tan fuerte y poderoso que abrazándose a él, como a un lábaro santo, se salvó del peligro de la ira. No obstante, temiendo que si allí continuaba llegaría su paciencia a la máxima tensión, no contestó al último escarnio de Babel más que con una sonrisa, y se levantó para retirarse, dando la mano a Dulce y diciéndole sencillamente: «adiós, hija».

Dulce le contestó: «hijo, adiós», con un suspiro que era el último aleteo de su ilusión expirante. Dio Guerra también la mano al primogénito, que se la estrechó con afectación, diciéndole en un rapto de brutal sarcasmo: «Abur, maestro. Acuérdate de mí cuando estés en el Paraíso».

Ángel tuvo en la punta de la lengua la respuesta: «Ni yo soy maestro, ni tú buen ladrón»; pero se la tragó con muchísima saliva, más amarga que la hiel.

En esto apareció Fausto con risa convulsiva, y cuando el visitante llegaba al ángulo del corredor donde arranca la escalera, le acometió por la espalda con estas injuriosas palabras: «¡Hipócrita, chupacirios, catamonjas, ¿a quién quieres engañar con tales arrumacos?».

Al instante se echó Arístides sobre su hermano, poniéndole la mano en la boca; pero aún pudieron salir de ella, a pedazos, algunas expresiones que declaraban su iracundia frenética: «¡Puño, si debiéramos cobrarle las perradas que nos ha hecho...!»

Volose Dulce con la salvajada de su hermano, y le dijo: «So bruto, ¿no ves que no quiere reñir con vosotros, que no reñirá aunque le llaméis perro judío? Dejadle... Es hombre muerto».

El hombre muerto salió, atravesando tranquilo el patio sin honrar con una mirada a los Babeles, que desde la ventana de la galería alta le vieron salir y disputaban sobre si se le debía insultar o no. Iba decidido hasta a dejarse pegar, o por lo menos hasta sostenerse frente a tal canalla en la actitud más pasiva que posible fuera dentro de lo humano. Pareciole que los pollos de doña Catalina le miraban con desprecio, y salió a la calle contento de sí mismo, orgulloso de aquella grande y decisiva victoria sobre su enemigo mayor, su carácter.



Capítulo I: I - II - III - IV - V «» Capítulo II: I - II - III - IV - V - VI «» Capítulo III I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII
Capítulo IV: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII «» Capítulo V: I - II - III - IV «» Capítulo VI: I - II - III
Capítulo VII: I - II - III - IV

Ángel Guerra (Tercera parte)