La sombra (BPG): 11
«El conde del Torbellino -continuó don Anselmo-, era un hombre tempestuoso, y no porque tuviera carácter irascible, violento y amigo de pendencias, sino porque su espíritu, esencialmente tranquilo, se manifestaba al exterior de la manera más resonante y ampulosa. Cuando decía alguna tontería, cosa frecuente en él, su voz, bronca por naturaleza, se ahuecaba hasta lo más bajo del diapasón: cuando quería convencer a alguien de que era hombre importante y de que los negocios le traían loco, en palabra llegaba al último grado de la vana grandilocuencia; si no decía nada su respiración semejaba a un vendaval lejano. Locuaz y retumbante, parecía el símbolo de la tormenta, la explosión hecha hombre. Sus oyentes eran muchos: complacíanse sus tertulios en escuchar el estrépito de su voz descomunal; pero en tocando a reír, la turba de interlocutores se dispersaba más que de prisa, porque la carcajada del buen señor trastornaba y aturdía.
»La caja sonora que tan atroces ruidos producía, era proporcionada al sonido mismo. Corpulento, pesado, cavernoso, monumental, el señor conde era una pieza estimable que podía honrar a cualquier cantera. A semejante mastodonte no faltaban dignidad ni donaire, antes al contrario, su crasitud cuadrilonga le daba cierto aspecto cesáreo y dictatorial.
»Su rostro era más bien hermoso que feo, adornado lateralmente de espesas patillas blanquinegras: la nariz tenía algo de la voluta corintia: la boca grande, de labios carnosos y retorcidos, se asemejaba a las bocas de esas máscaras griegas que vomitan festones y emblemas. Dos grandes contracciones sostenían en los extremos de esta boca una hilaridad presuntuosa, tan constante en él y tan grabada n su rostro, que podía decirse que en él la sonrisa era una facción. Sus lentes eran algo más, eran un órgano: la frente, en que algunos pelos aplastados por el sombrero y pegados por el sudor, dibujaban una especie de leyenda jeroglífica, era pequeña, deprimida y roja; pero de un rojo intenso y como transparente, cual si los sesos de aquel buen señor fuesen de bermellón o cinabrio. Su cuerpo era un prodigio de solidez arquitectónica; cada extremidad un portento de equilibrio, y sus hombros, su abdomen y su espalda otras tantas obras maestras de estereotomía muscular; sus pies dos ladrillos. A pesar de tanta solidez, este monolito se movía con bastante soltura; y cuando hablaba, los brazos daban vueltas como dos aspas de molino, amenazando descabezar al que tenía la desdicha de escucharle.
»En cuanto a entendimiento, el conde pasaba por ignorante entre muchos y por sapientísimo entre algunos; mas no era ni una cosa ni otra. Sin ser ilustrado, sabía lo bastante para hablar de todo, no disparatando siempre. En algunas cuestiones, sin embargo, era fuerte, sobre todo en Política y en Hacienda. Ocupábase mucho de la alza y baja de los fondos públicos, y negociaba con el crédito del Estado, tomando parte con los primeros capitalistas en las más arriesgadas operaciones mercantiles, lo cual fortalecía sus conocimientos en Hacienda. La suya le inspiraba serios temores, sobre todo en la época a que me refiero, y el mal humor que le ocasionaban sus desbarajustados asuntos se hubiera trocado en hipocondría si mi casamiento con su hija no echara un buen puntal a su fortuna.
»Distinguíale también su notable prurito de agradar a las gentes. Su amabilidad, aunque tonante y explosiva, le había captado la voluntad de muchas personas. De esta amabilidad nadie tenía mejores pruebas que yo: siempre fui objeto de su predilección, y nunca más que en la ocasión de que hablo pude conocerlo. El conde me probó el gran interés que yo le inspiraba, en aquel diálogo que voy a referir a usted con la puntualidad que mi memoria me permite.
«Mi querido yerno -dijo él-, yo siento tener que hablarte de este asunto, pero es necesario. Elena no puede vivir así. No te enfades: nadie mejor que yo conoce tus buenas prendas; nadie ha tratado de disculparte más que yo; pero han llegado las cosas a un extremo... tu carácter...».
-«Yo no entiendo ni una palabra de lo que usted me quiere decir -le contesté, presumiendo que algo grave encerraban aquellas indicaciones».
-«Todos en la casa dicen que estás loco -añadió el conde-. Esta opinión, el único que la ha combatido he sido yo, que desde antes de que entraras en mi familia conocía tu carácter. Yo sé que no es locura: estos arrebatos que hoy te dan son antiguos en ti, si bien los agrava actualmente una monomanía, uno de esos estados pasajeros del alma que nos ponen a veces en tal disposición, que no parecemos tener pizca de sentido».
-«Pues usted me explicará eso mejor, si quiere que le entienda» -dije yo, que ya tenía demasiadas confusiones en la cabeza para comprender de una vez la nueva serie de enredos que mi suegro me traía.
-«Elena se queja con razón -contestó-; la infeliz ha enflaquecido de tal modo estos días, que parece un cadáver. Todos procuramos consolarla. ¡Cuidado que eres extravagante! La atormentas del modo más cruel; la asustas con tus atrocidades sin cuento. Pero ¿en quién has visto cosa semejante? Según ella refiere, algunas noches entras despavorido en su cuarto, diciendo que has oído allí la voz de un hombre; otras veces la maltratas, la injurias, asegurando que has visto a alguien saltar por su ventana al jardín. Cuando más descuidada y tranquila se halla, entras furioso, profiriendo gritos y amenazas y preguntando dónde está él; tu aspecto infunde miedo; tus palabras son las de un loco; tu ademán es descompuesto. Di si hay mujer que tenga la fortaleza y el temple suficientes para ver en calma estas cosas, y considera también si no hay en tu conducta bastantes motivos para atraerte, no digo yo la antipatía, sino el horror de tu esposa».
-«Sí -repliqué yo-, lo confieso; pero usted no sabe que para obrar así tengo mis razones.
-«¡Razones! No seas tonto. ¿Qué razones puedes tú tener para obrar de esa manera? Si tuvieres la calma, la filosofía que se necesita para poder vivir en estos tiempos que alcanzamos, no te sucedería eso. Es que tú te apuras de nada: eres muy puntilloso; tomas muy a pechos todas las cosas, y, en resumen... no sabes vivir».
-«Suplico a usted, mi querido suegro, que me explique eso, pues quizás me dé alguna luz en la situación en que me hallo».
-«Quiero decir que te cuidas demasiado de la opinión de las gentes, cosa que se debe despreciar las más de las veces, sobre todo cuando, como en la ocasión presente, no se funda en nada positivo, sino en esas presunciones vulgares, hijas de una gran decadencia moral».
-«Pero ¿qué dice la opinión de las gentes? -pregunté yo-. ¿Alguien se ha atrevido a hablar de mi casa, de mi familia...?».
-«Te diré -contestó él enfáticamente-: no debes apurarte por esto, que además de no tener importancia, es cosa que se ve con demasiada frecuencia para inspirarnos recelo. No hay que hacer caso de la opinión de esa gente holgazana que vive de la cháchara y el escándalo, atisbando siempre en lo más íntimo de las familias... No te apures por eso. Sólo con el desprecio se correspondo a la vileza de esas infames gentes que nada perdonen, ni aun lo más santo y respetable».
-«Pero ¿qué dicen de mí?».
-«Mira, nosotros no debemos hablar de esas cosas -contestó-, pues hasta nombrarlas me parece indecoroso. Dejémoslo, y se acabó... Trata de serenarte...».
-«No; yo quiero saberlo, y pronto» -contesté muy agitado.
-«¡Vaya! -exclamó el conde de Torbellino, poniéndose los lentes, que en el calor de su elocuencia se le habían caído-; ¿quieres que te cuente lo que tú sabes mejor que yo, lo que ha sido causa de las extravagancias que has hecho estos días?».
-«No: yo no sé nada; quiero saber todo eso que usted me ha indicado para confundirme más».
-«Pues con indignación te informaré, querido Anselmo, de que ha habido personas tan insolentes que han puesto en duda... ha habido quien ha osado difamar a la misma virtud... a mi hija Elena. Te aseguro que si conociera yo al infame que...».
-«¿Pero quién, en dónde, qué persona ha dicho eso?» -vociferé yo, aterrado ante la horrible confirmación de lo que en mi cabeza pasaba.
-«¿Quién lo va a averiguar? Y lo único en que se fundan es en que frecuenta tu casa ese joven, ese joven... ese que viene aquí desde hace algunos días... eso Alejandro no sé cuántos».
-«No sé de quién habla usted» -dije estupefacto.
-«Sí: ese... Precisamente ayer le vi entrar aquí; varias veces le he visto entrar» -añadió dándome a continuación las señas de aquel ente infernal, hombre, demonio o aparición que tanto me había atormentado con el nombre de Paris-. La cosa es que como el chico tiene fama de ser uno de los más grandes perturbadores del hogar doméstico que han existido, desde que se le ha visto entrar aquí...».
-«¿Y quién ha traído aquí a ese sujeto?».
-«Yo no sé: tú lo sabrás. Lo cierto es que entra mucho en tu casa, y de seguro Elena le tratará como un amigo, sin sospechar la infeliz que, aunque inocente, está labrando su desdoro admitiéndole aquí. Pero al mismo tiempo, no admitirle sería justificar la perfidia de los maldicientes y en cierto modo ajustarse a su sistema. Lo mejor es despreciar todo eso, querido Anselmo. Ya ves cómo sé cuál es la causa de tus locuras, y yo no puedo menos de reírme al considerar cuánto has atormentado a la pobre Elena por una causa tan frívola. Serénate, hombre, ten calma, como antes te he dicho. Si porque cuatro desalmados hablan de ti, vas a hacer tales atrocidades, asemejándote a los mayores locos que han existido, ¿qué harías si tuvieras una verdadera causa?».
Así habló el conde de Torbellino; y sus palabras, lejos de darme luz en aquel asunto, me embrollaron más y más la cabeza. Antes había dudado si la figura de Paris era real o meramente una creación de mi entendimiento, producida por fenómenos no comprendidos: esta duda me daba grande tormento. Ahora, según las palabras de mi suegro, Paris era un ser real, conocido de todos. Entonces, ¿cómo fue herido gravemente por mí, restableciéndose después por encanto sin que quedaran en su cuerpo señales de postración? ¿Cómo aparecía y desaparecía sin saber de qué modo? Esto aumentaba mi confusión de tal manera que cuando se fue mi suegro me sumergí en intrincadas y laberínticas meditaciones, a ver si vislumbraba un rayo de luz en tanto lobregueces. ¡Dios mío! Aún no era bastante. Para colmo de desdicha, entró mi suegra, que empleando muy distintas razones que su esposo, dialogó conmigo un buen espacio de tiempo.
Mi suegra era una vieja coqueta, en quien los años no habían amortiguado el deseo de agradar, case de su carácter. Habiendo sido hermosísima, en su rostro no quedaban ya más que lástimas, y únicamente los ojos conservaban en su brillo y expresión algo de aquella belleza que se había despedido para no volver más. Este desastroso afeamiento era en parte remediado con los complicados afeites que se hacía, y las mil cosas que inventaba para disimular los estragos de su persona. En cuanto a costumbres, las suyas no se distinguían sino por un continuo callejear, que no le dio muy buena opinión, aunque nunca se dijo claramente que no fuese honrada. Gustábale divertirse más que a muchas que no pasan de los veinte; y en este punto jamás determinaron en ella los años ningún progreso visible; pues vieja y todo no perdonaba baile, ni comedia, ni paseo, ni reunión, ni ceremonia donde gente joven y bulliciosa. Parecía que se le reverdecían con esto los años, refrescándosele el cuerpo con el continuo zarandeo.
Esta dama ilustre, que profesaba en materias de opinión teorías muy peregrinas, fue la que me habló del modo siguiente:
-«Eres, Anselmo, un salvaje, una fiera, un tigre. Pensar que mi hija pueda vivir mucho tiempo en compañía de una persona como tú, es locura. Verdaderamente sería risible, si no fuera tan triste lo que está pasando. Vamos, que aquellos sustos que le das, presentándote de noche en su habitación como un loco, y al parecer, ofuscado el entendimiento por alguna mala idea...! En verdad no sé cómo vive la infeliz... Está enferma, y temo que sea de cuidado su mal, porque francamente, ¿qué persona impresionable y delicada resiste a las pruebas a que la sujetas? Es preciso que te decidas a adoptar otra conducta: mi hija no puede vivir así. A ver, ¿qué es lo que te obliga a proceder como procedes...? Quiero saberlo. ¡Y pensar que es Elena un modelo de amabilidad, de discreción, de prudencia!
»Verdaderamente, Anselmo, ya veo que no puede haber mayor tormento para una joven que vivir contigo. En tu compañía ninguna puede encontrar esa agradable confianza que es fundamento del amor; no eres amable, ni mucho menos: por el contrario, a pesar de tus buenas prendas, te haces repulsivo por los arrebatos de tu carácter, por esa misantropía que te consume. En ti no hallará mi hija ninguna clase de ternura, ni aun esas pequeñas fórmulas cariñosas que, insignificantes en apariencia, son de una importancia inmensa para nosotras; créelo. Además parece que te has propuesto hacerte aborrecer de ella: pasas los días abstraído, solo, encerrado en eso maldito cuarto, donde a veces se te siento hablar como si estuvieras en conversación con las ánimas del Purgatorio».
-«¿Se me siente? -dije yo oyendo con terror aquella descripción de mi vida.
-«Sí, eso dicen los criados -continuó riendo-, te han oído hablando solo. ¿Es esto tener razón, es esto ser hombre? Después sales y vas dando feroces gritos al cuarto de Elena, que trémula y sobrecogida, te ve registrar la habitación como si persiguieras a alguna sombra. La pobrecilla ha llegado a tenerte tanto miedo, que tiembla sólo de oír tu voz. Yo no sé en qué va a parar esto. ¡Qué va a parar esto! ¡Qué singular manera tienes de hacerte querer de tu esposa! Ni la acompañas, ni la mimas, ni procuras distraerla; ella está acostumbrada al trato de las gentes, a los goces de la sociedad... ¡y verse aquí sola, encerrada...! Únicamente yo me intereso por ella; he logrado reunir aquí algunos amigos y amigas, que nos hacen tertulia, entreteniéndonos un poco. Pero yo no sé qué tiene esta casa: es triste como su dueño; todos huyen de ella. En los últimos días casi nadie ha venido, y nos hubiéramos visto muy aburridas, a no habernos acompañado Alejandro X...
-«Señora, ¿a ver? ¿Quién es ese caballero...? ¡tengo curiosidad...! -dije vivamente.
-«Vaya, también has perdido la memoria -contestó mi suegra con jovialidad-. ¡Cómo está esa cabeza! ¿Con que tampoco conoces a Alejandro? Precisamente salía de aquí cuando yo entraba... Si viene todos los días...
-«Señora, yo no sé de quién habla usted».
-«Pero este hombre está loco; ya desconoce a sus principales amigos, a Alejandro X, que tanto frecuenta su casa; la persona más amable que he tratado en mi vida, amigo tuyo, como lo es de todo el mundo; porque ese hombre, yo no sé... es de los que conocen a todo bicho viviente... Claro, es tan amable, tan listo, de una travesura jovial, discreta y elegante.
-«¿Y dice usted que yo le conozco?».
-«Pero estás loco. ¿No les has de conocer? Si habéis salido juntos de paseo mil veces, si habéis comido y almorzado juntos, qué sé yo... Alejandro, hombre de Dios -añadió alzando la voz como si hablara con un sordo-. Indudablemente has perdido el juicio».
-«¿Y dice usted que las acompaña? -pregunté en el colmo del estupor.
-«Si no fuera por él, mi hija y yo nos aburriríamos. Él nos acompaña, y es tan amable... Nos divierte mucho contándonos historias íntimas. ¡Ah! ¡No sabes cuánto nos cautiva su conversación, sobre todo a Elena, que gusta do oír narrar aventuras! Ese hombre ha viajado mucho, y aunque joven, conoce el mundo como si hubiera vivido siglos».
-«¿Y dice usted que yo le conozco?» -pregunté con ansiedad.
-«¡Válgame Dios qué hombre! Es lo mismo que si preguntaras si me conoce a mí. Tú no estás bueno. Anselmo, por Dios, esa cabeza...».