La sombra (BPG): 2
Demos a conocer a la persona.
Parecerá que D. Anselmo es tipo poco común, de estos que más se ven en el artificioso mundo de la novela y el teatro, que en la escena de la vida, donde estamos todos formando este gran grupo social, que hoy nos parece una vulgaridad insigne, y quizá lo es. D. Anselmo, al ser presentado en la singular escena que hemos descrito, en medio de tantos rarísimos trastos, con este aparato de Edad Media y sus ribetes de brujo o buscador de la piedra filosofal, parecerá un personaje enteramente ajeno a la actual sociedad, una creación ideológica, sin ningún sentido ni aplicación, más bien que retrato fiel de cualquier prójimo. Estas creencias se desvanecerán cuando se sepa que el doctor Anselmo era hombre de aspecto tan poco romántico, tan del día y de por acá, que nadie fijará en él la atención a no ser renombrado por sus nunca vistas manías y ridiculeces, y por su disparatada conversación.
Era un viejo mal conservado, flaco y como enfermizo, más bien pequeño que alto, con uno de esos rostros insignificantes que no se diferencian del del vecino, si una observación formal no se fija en él con particular interés. Sólo cuando hablaba se veían en su rostro los rasgos de una vivacidad nada común. Sus ojuelos pequeños y hundidos tenían entonces mucho brillo, y la boca dotada de la movilidad más grande que hemos conocido, empleaba un sistema de signos más variados y expresivos que la misma palabra. Cojeaba de un pie, no sabemos por qué causa, y la mano izquierda no era del todo expedita; tenía muy bronca y aternerada la voz, y al andar marchaba tan derecho en su camino, tan fijo y abstraído, que iba dando tropezones, con todo el mudo. Parecía tener una tenaz idea clavada en la mente, idea que no le daba respiro, impidiéndole dirigir la atención a cualquier otro punto; y en su marcha se le veía agitarse, mudar de color, gesticular, alterando todos los músculos de su cara como el que sostiene una conversación acalorada con interlocutores invisibles. El hablar consigo mismo era en él más que hábito, una función en perenne ejercicio; su vida un monólogo sin fin.
El vestido no llamaba la atención aquí donde hay un museo de ridiculeces en perpetua exhibición por esas calles. Si fue su levita objeto de curiosidad, a causa de la exorbitante altura de la solapa, charolada por la grasa y el roce de quince años, no hallamos en ninguno de los cronistas que han tratado de este hombre extraordinario, datos que induzcan a creer que el público se fijara en la holgura de su chaleco, donde cabían cuatro doctores, ni en la nunca vista forma de su corbata, que a veces, por una particularidad frecuente en muchos sabios y en todos los que hablan solos, se le rodaba, poniéndose el lazo en el cogote.
Era en sus costumbres de una sencillez y una pureza ejemplares: comía poco, bebía menos, y dormía, en las pocas horas que le dejaba libres la fantasía, con bastante desasosiego, y sonando siempre tanto como cuando estaba despierto. La mayor parte del tiempo la dedicaba al estudio, del cual, al decir de muchos, no sacó jamás ningún provecho, sino que por el contrario, se lo enredara más la madeja de desatinos que en la cabeza tenía.
Vivía de cierta módica pensión que le daban no sabemos dónde, y de los cuartejos que había realizado vendiendo los últimos restos de su fortuna. Parecía, en resumen, uno de esos eremitas de la ciencia, que se aniquilan víctimas de su celo, y se espiritualizan, perdiendo poco a poco hasta la vulgar corteza de hombres corrientes, y haciéndose unos majaderos que sirven para pocas cosas útiles, y entre ellas para hacer reír a los desocupados. Su hábito, su temperamento, su personalidad era la narración. Cuando contaba algo, era él, era el doctor Anselmo en su genuina forma y exacta expresión. Sus narraciones eran por lo general parecidas a las sobrenaturales y fabulosas empresas de la caballería andante, si bien teniendo por principal fundamento sucesos de la vida actual, que él elevaba a lo maravilloso con el vuelo de su fantasía. Al contar estas cosas, siempre referentes a algún pasaje de su vida, ponía en juego los más caprichosos recursos de la retórica y un copioso caudal de retazos eruditos que desembuchaba aquí y allí con gran desenfado. Su estilo no carecía de arte, siendo por lo general difuso, vivo y pintoresco.
Esto hará creer al lector que tenemos que habérnoslas con algún literato desahuciado de la crítica, desheredado de los favores populares, uno de esos que entregan a la miseria y al hastío una vida incapaz de emplearse en el ejercicio del arte y en el pleno goce de la gloria. No: el doctor Anselmo no era literato, ni sabemos que de su pluma saliera nunca otra cosa que unas cuentas mal pergeñadas de las pérdidas de su casa, y algún memorial para hacer valer sus derechos a la pensión: era un hombre que tenía metida en la cabeza una idea insana. Tal vez conociendo algunos detalles de su vida, y prestando atención al incidente que él mismo nos va a referir, sepamos cómo llegó aquel entendimiento a tal grado de desbarajuste, y cómo se aposentaron en su cerebro tantas y tan locas imágenes, mezcladas de discretos juicios, tanta necedad unida a grandes concepciones, que parecen fruto del más sano y cultivado entendimiento.
Tuvo el tal una juventud muy borrascosa, y desde su primera edad se notó en él gran violencia de sentimientos, desbarajuste en la imaginación, mucha veleidad en su conducta, y alternativas de marasmo y actividad que le dieron fama de hombre destartalado y de poco seso. Cuentan que se pasaba semanas enteras retirado de las gentes, triste, aburrido como un santo, perdido en vanos éxtasis, de que no salía ni aun solicitado por sus amigos: otras veces era tal su animación y alegría, que rayaba en delirio, siendo difícil sustraerse a sus travesuras. Pero esto duraba poco, y a lo mejor le veían otra vez solitario y abstraído, hecho un santo de palo, de esos que miran al cielo y estiran un dedo como en expectación de alguna voz de arriba. De esta manera le encontró la muerte de su padre, el cual le dejó considerable fortuna y entre otras cosas una casa magnífica, donde el viejo, gran coleccionador de obras de arte, había reunido infinidad de primores del Renacimiento. Su familia era de las más nobles de Andalucía: llevaba el apellido de Afán de Ribera, siendo por la línea materna de la casta de los Silíceos, por lo cual se enorgullecía de ser pariente del arzobispo de este nombre.
Al describir el palacio que le dejó su padre, el doctor empleaba los más brillantes colores; daba a su relato tales visos de cosa fantástica, que no era posible creerlo, ni dejar de pensar que la imaginación del narrador era el principal arquitecto de tan hermosa vivienda.
Casose mi hombre con una joven, de cuya hermosura hablaba siempre pomposamente. Lo que pasó en este matrimonio, nadie lo sabe; y si es verdad lo quo de boca del mismo doctor vamos a oír, fuerza es confesar que el caso es raro y merece ser puesto entre las más curiosas aventuras que han ocurrido en el mundo. Cuentan personas autorizadas, que en los meses que estuvo casado, la enajenación, la extravagancia de nuestro personaje llegaron a su último extremo: se le veía entonces apartado de todo trato humano, buscando sitios solitarios, a veces dominado por cólera inextinguible, a veces sumergido en profunda melancolía, especie de somnolencia que le daba todo el aspecto de un hombre sin sentido. Pocas veces le vieron con su mujer, para quien no tenía ni aun las más ligeras amabilidades que el más adusto marido tiene con la suya. Renegaba de sus suegros, hacia mil tonterías, hasta el punto de que la maledicencia, afanosa por saber lo que allí pasaba, entró en su casa y no dejó a nadie con honra.
La verdad no se sabe: murió Elena, que así se llamaba su esposa, a los pocos meses de casada, y entonces empezó Anselmo a ser el absurdo personaje que ahora conocemos. No volvió a tener reposado y claro el juicio, siendo desde entonces el hombre de las cosas estrafalarias o inconexas, cada vez más incomprensible, enfrascado en sus diálogos internos, y agitado siempre por la idea insana, que llegó poco a poco a formar parte de su naturaleza moral.
Perdió su fortuna, no sólo por abandono, sino porque suscitado un pleito insignificante por un pariente suyo, supo la curia aprovecharse tan bien, que en poco tiempo quedaron todos los litigantes en la miseria. Hubo quien dijo: «Es un gran filósofo; ved con qué resignación resiste los golpes de la suerte». Otros decían: «Es un loco; mirad con qué indiferencia olvida sus asuntos». Su estoicismo era objeto de burlas. Alguien quiso favorecerle, compadecido de su desgracia; pero parece que le encontraron orgulloso y poco dispuesto a admitir limosnas. También hubo jóvenes de candidez tan extremada, que le creyeron iniciador de un nuevo sistema filosófico que había de pasmar al orbe. Esto provenía de que después de su pobreza se había remontado a las alturas del bohardillón, donde encendió una lámpara y se puso a devorar libros noche tras noche sin darse reposo. Pero viendo todos la ninguna substancia de aquel trabajo incesante, encontrábanle cada vez más loco. Huyeron de él los que antes le tenían afecto o lástima, y sólo había un reducido número de personas que iban a oírle contar peregrinas aventuras, soñadas por él sin duda, pues no existía un ser cuyo papel en la sociedad hubiera sido más pasivo.
El calificativo de doctor no provenía de ningún grado académico, como en la mayor parte de los sabios; fue más bien un apodo con que los amigos gustaban de satirizar sus hábitos de erudito. Los que iban a oírle contar sus historias no carecían de gusto, porque estas eran un tejido asombroso de hechos inverosímiles, pero de gran interés; hechos amenizados por pintorescas digresiones, y que tratados y escritos por pluma un poco diestra, tal vez serían leídos con placer. Referíanse por lo general a apariciones de alguna sombra que venía a pasearse por este mundo con el mayor desparpajo, y él la presentaba como representación simbólica de alguna idea; tenía afición por toda clase de símbolos, y en sus cuentos había siempre multitud de seres sobrenaturales que formaban como una mitología moderna.
En todo esto entraba por mucho la erudición adquirida en sus asiduas lecturas, que era en él como los archivos en que todo está revuelto, sin concierto ni orden. ¡Quién sabe, gran Dios! Tal vez si en aquella cabeza hubiera habido un catálogo, el doctor Anselmo sería uno de los más extraordinarios talentos conocidos.