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La sombra (BPG): 12

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La Sombra
Capítulo III - Alejandro : 3

de Benito Pérez Galdós

Estas y otras razones cambiamos mi suegra y yo en aquel diálogo memorable. Ella se fue, porque le avisaron que Elena estaba con un síncope, y al poco rato, cuando aún no había yo tenido tiempo de aclarar un poco las ideas que lo indicado por mi suegra me sugería, entró un amigo mío muy querido, el cual me habló también cosas que no debo pasar en silencio, para mejor inteligencia de este raro suceso.

-«Venía a saber de tu mujer -dijo-; oí decir que estaba mala».

-«Sí -contesté-, no está buena. Desde hace días tiene no sé qué. ¿Por quién lo supiste?».

-«No recuerdo dónde lo oí decir».

-«Yo sé que hablan de mí por ahí» -indiqué, porque había conocido que mi amigo quería contarme algo, y que esperaba que rodase la conversación sobre aquel punto.

-«¿Que hablan de ti? No sé -dijo vacilando-: Bien; no te lo negaré: al contrario, obligado por nuestra amistad te hablo de este asunto, y si te digo que no he venido a otra cosa, no miento de seguro».

-«Vamos a ver».

-«Por supuesto que debes despreciar ciertas cosas, mejor dicho, no despreciarlas del todo; conviene hacerse cargo de ellas, meditarlas y resolver después maduramente lo que se debe hacer. Esto no es nuevo. Todo el que vive aquí en cierta posición, como tú, está expuesto a las hablillas. Hay que resignarse y no enfurecerse, porque si alguna cosa hay que deba tomarse con calma, es esa».

-«¡Con calma! -repuse yo perdiéndola completamente-, ¡con calma he de mirar mi deshonra! Yo buscaré al infame autor de esa calumnia».

-«Luego, ya estás tú enterado».

-«Sí -dije-; no sé, lo he presumido, lo he adivinado».

-«Pues sí, amigo -repuso él-, no te precipites. Las reputaciones más sólidas no se libran de esos ataques».

-«Te juro -dije-, que yo he de matar a quien ha difamado mi casa, ya sea uno, ya sean muchos, esa vileza no ha de quedar sin castigo».

-«Mal hecho; eso no se hace así. Conviene tratar con la Fama en buena amistad para que no nos maltrate; conviene capitular con los murmuradores y hacer ciertas concesiones para que no acaben de deshonrarnos. Para alejar a esa víbora maligna no de ha de luchar con ella; es preciso adularla con los dulces sonidos de un instrumento músico. El vulgo viperino es invencible cuerpo a cuerpo, y débil cuando al defensa ciega se sustituye la maña astuta».

-«Yo no puedo adular a esos infames. Mi honra esta sobre ellos».

-«Todo eso es muy santo y muy bueno; pero se dice una cosa... bien... En estos tiempos es más temible el dicho que el hecho. Ya comprendes la fuerza que tiene un 'dicen'. Si quieres seguir mis consejos, márchate de aquí por algún tiempo. Cuando vuelvas, todo está olvidado. Es la mejor manera de que te libres de ese hombre, cuya presencia continua en tu casa tanto te daña. Es lo mejor; así se acaba sin escándalo, porque el escándalo, amigo, graba los hechos en la mente del público, y hechos estereotipados de este modo no se borran fácilmente».

-«¿Pero qué hombre es ese? -pregunté».

-«¡Qué hombre! -dijo con estupor, admirado de que yo no lo conociera-. Alejandro X. Estoy seguro de que sus visititas aquí han sido inocentes; pero le ven entrar, y como tiene tan mala fama...».

-«¿De veras? -dije para obligarle a explícarse mejor».

-«Sí -contestó-, es de estos que hacen gala de sus costumbres licenciosas. Buena figura, gracia, cierta depravación. No tiene más oficio que hacer el amor, ni más aspiración que ser objeto de las necias alabanzas de la multitud, siempre gozosa por cada honra que se pierde y cada nombre que se mancha».

-«¿Y dices que debo salir de aquí?».

-«Sí: es urgente. Déjate de medios violentos. Matar, desafiar; todo eso aumenta el escándalo y las habladurías...».

-«No: yo quiero matar a ese hombre -grité con furia, olvidando en aquel momento que Paris era inmortal».

-«¡Matar! ¿Y a quién? ¿a ese? ¿Y estás seguro de que al matarle castigas a un delincuente? Tú ya das por supuesto que ha habido delito, y no es esa la cuestión. Se trata sólo de ciertas voces que debemos suponer no tienen fundamento alguno. Ahora di si esas voces se acallan matando gente».

-«Pues yo no puedo salir de aquí -dijo recordando la amenaza de Paris de seguirme a todas partes-, él irá tras nosotros».

-«¿Cómo puede ir contigo? -dijo mi amigo-. Y si va, en tu mano está evitar que te siga mucho tiempo. Aquí, no es fácil que sin escándalo puedas echarle de tu casa, mientras que viajando ya es más posible librarte de él por cualquier medio».

Poco más hablamos; pero lo que he referido fue lo bastante para confundirme más de lo que estaba. El principal tema de mi cavilación consistía en esto que repetía sin cesar: «Luego Paris es un ser real; ese que llaman Alejandro no es una sombra, no es una aparición, sino un hombre que entra en mi casa y es conocido de todo el mundo. Alejandro y Paris son dos personas distintas; el que yo he visto es representación o remedo del primero». Cansado ya de aquel suplicio, resolví salir para buscar en la confianza y en el consejo de personas afectas a mí un alivio a tan terrible pena. Pensé dirigirme a varios amigos de lealtad probada, y además muy conocedores de las cosas de la vida, esperando sacar de ellos alguna luz para alumbrar tan pavoroso enigma.

Salí. Según después me han contado, andaba yo por la calle con la vista extraviada, el andar inseguro y torpe, puestos el sombrero y los vestidos de muy singular manera. Hacía reír a las gentes; y aun los acostumbrados a ver en mí un hombre no parecido a los demás, se paraban a mi paso, señalándome como una curiosidad. Aunque había hecho propósito de consultar con determinadas personas, yo no encaminaba derechamente mis pasos a lugar alguno. Iba de aquí para allí, a la ventura, ciegamente. Figuraos cuál sería mi sorpresa cuando, al atravesar no sé qué calle, tropecé... iba a caer, y una mano asió vigorosamente mi brazo. Me volví y era Paris que me sostenía. No sé lo que sentí en aquel momento. En otra situación de espíritu le hubiera dado de golpes en presencia de todo el mundo; pero ya la maldecida figura no me inspiraba sino temor: en su presencia mi alma se sobrecogía, mi palabra enmudecía, flaqueaban mis fuerzas. Desde que se ponía a mi lado, mi espíritu se subordinaba al dominio de aquel ser infernal, doblegándose tristemente como si sintiera su inferioridad. Desde aquel momento yo no me pertenecía, estaba en sus manos, en su poder. Él me tomó el brazo, y anduvimos largo trecho por las calles más concurridas sin hablar una palabra. Mirábanos la gente: muchos conocidos míos encontramos al paso, y yo observaba que al pasar cuchicheaban señalándonos. Sin saber cómo, y sin que mi voluntad obrara para nada en ello, el diabólico Paris me arrebató hacia el Prado, que por ser el día de los más hermosos de otoño, estaba concurridísimo. Los grupos se apartaban para dejarnos pasar, y muchos se sonreían con disimulo fijando la vista en los dos. En aquel instante Paris era visible para todos; ya no era aquella sombra, sólo percibida por mí, que en mi habitación surgía de la tela de un cuadro; era un sujeto real, y todos le veían, le saludaban, nos saludaban, observando con malignidad, mas no con sorpresa, que anduviéramos juntos.

Así atravesamos el Prado; seguimos hacia Recoletos sin que yo pudiera detenerme. Arrastrábame de tal modo que a veces parecía que una fuerza extraña movía mis pies. La gente era en mayor número cada vez, y la malignidad la misma en todos los semblantes conocidos. Parábanse algunas personas y nos miraban un buen rato: otras pareciome que se reían; y en tanto nosotros siempre andando, andando. Yo estaba rojo de vergüenza; el rostro me quemaba como si tuviera en él carbones encendidos, y en el fondo de mi corazón latía un odio terrible, una pena profunda, una sombría angustia que no podía estallar, porque aquel demonio me lo tenía oprimido. Dentro del pecho sentía yo como una mano de fuego que me apretaba con fuerza, conteniendo en su puño ardiente cuanto en mí había de vida y sentimiento... Andábamos siempre sin descanso: gruesas gotas de sudor corrían de mi frente, y sentía una gran fatiga, aunque puramente moral, pues mi cuerpo no estaba cansado, y marchaba movido por una fuerza en mí desconocida. Atravesamos toda la Castellana, donde había más gente aún, mayor número de conocidos y más insistencia en mirarnos, sonriendo son malicia que rayaba en insolente. Caminábamos siempre, recorriendo el paseo de un extremo a otro, varias veces, hasta que la tarde iba cayendo, la gente se retiraba, y mi alma se cubrió de luto; nubláronse mis ojos, no vi más que sombras, y glacial frío corrió por todo mi cuerpo. No pude menos de detenerme: estábamos on el extremo del paseo: a nuestra espalda se oía el ruido de los coches alejándose y las pisadas de algún paseante rezagado. Entonces parece como que recobré el uso de la palabra, y sentí dentro de mí una especie de libertad, algo como descanso, como si la acción infernal de aquel ser abominable dejara de obrar sobre mí. No sé por qué atrajo mis miradas la extraordinaria brillantez de la luz crepuscular que por Occidente teñía el cielo de vivísima púrpura. Miré aquello con cierto deleite, no experimentado por mí desde algún tiempo; y cuando volví los ojos hacia mi lado, Paris ya no estaba allí, se había desvanecido como el humo. Por una ilusión fácil de explicar, volviendo a mirar hacia el Ocaso, me pareció ver dibujada con ráfagas de luz rojiza y cárdenas nubes, su faz aborrecida. Hallábame solo, enteramente solo; había recobrado el dominio de mí mismo; pero entonces el cansancio moral que antes experimenté se extendió a mi cuerpo, y caí sobre un banco aturdido y exánime.


Prólogo

Capítulo I - El doctor Anselmo : I - II - III - IV

Capítulo II - La obsesión : I - II - III - IV - V

Capítulo III - Alejandro : I - II - III - IV