La sombra (BPG): 4
«Lo primero que voy a hacer es darle a usted una idea de cómo era mi palacio, aquel palacio que heredó de mi padre, el más entusiasta coleccionador de obras de arte que ha existido. Comprenderá usted, al conocer por mi relato aquella vivienda, que bien podía esperar la felicidad quien tales medios tuvo de satisfacerla: y al mismo tiempo le causará asombro que yo, joven, rico, dotado, aunque me esté mal el decirlo, de cualidades apreciables, fuera el más desgraciado ser de la tierra. Yo me casé muy a mi gusto, me casé satisfecho, lleno de entusiasmo, enamorado como un mozalbete: mi mujer habitó conmigo aquella casa hasta que murió. Verá usted cuántas cosas pasaron en tan pocos meses. ¡Qué inquisición, qué tormentos, qué horrible tortura moral!
»Mi casa estaba construida muy misteriosamente; al exterior no aparentaba nada de notable, pues no era más que un caserón de estos que han quedado en Madrid del siglo pasado. Interiormente estaban todas sus maravillas: como los alcázares de los árabes, fue construida por un gran egoísmo o una extremada reserva. Mi padre realizó allí un sueño, expresó todo lo que sabía o todo lo que había soñado. No sé qué medios empleó para ello, ni qué artífices trabajaron en la obra: parecía más bien cosa forjada por fuerzas superiores, obra salida de las entrañas de la tierra al empuje de una voluntad diabólica. Examinada detenidamente, se veía allí como la historia y el proceso del arte en todos tiempos.
»Mi padre era grande admirador de la antigüedad, y había querido representarla allí: más que delirio de un poderoso, era su casa la realización de un sueño de artista, delirio simbolizado en la opulencia, verdadera estética del millón. El jaspe, las estatuas, los relieves, las líneas entrantes y salientes, las molduras y reflejos, la tersa superficie del mármol del piso, que proyectaba a la inversa la construcción toda, la concavidad mitad sombría mitad luminosa de las bóvedas, la comunicación de las arquerías, el corte geométrico de las luces, la amplitud, la extensión, la altura, deslumbraban a todo el que por primera vez entraba en aquel recinto. A medida que se avanzaba, era más grandioso el espectáculo y se ofrecían a la contemplación espacios mayores y más bellos. Cada arquería abría paso a otro recinto, se entrecortaban las cornisas, engendrando en sus choques curvas más atrevidas; los arcos se transmitían sucesivamente la luz; y esa luz, corriendo de nave en nave para iluminar espacios cada vez mayores, parecía reproducir en escala creciente un sencillo plantel, como si obrara allí la potencia refractiva de enormes, y disimulados espejos.
-Bueno debía de ser eso -dije en un instante en que el doctor se detuvo para tomar aliento.
-No he hablado todavía más que del vestíbulo -afirmó-, lo demás...
-Pues si esto no es más que el vestíbulo, lo demás será cosa tan bella, que excederá a todo encarecimiento -observé sin poder contener mi asombro, al ver que las mentiras e hipérboles de mi amigo no tenían límite, y superaban a todo lo que en las cabezas más extraviadas y llenas de necedad estamos acostumbrados a ver.
-Internándose -continuó-, se veía que la arquitectura antigua dominaba allí, variando sus más hermosos estilos. El decorado era cada vez más bello, sin que la profusión perjudicara la pureza y armonía. Primero es reflejaba allí toda la graciosa sencillez de los antiguos templos de Atenas; las mismas formas adquirían después esbeltez y gallardía modificadas por la mano del arte jónico. Más adelante, la monótona tersura del mármol desaparecía entre los colores del jaspe, el dorado brillaba en los acantos del capitel corintio, en las dentículas y en las grecas. La figura humana principiaba a manifestarse en las claves del arco, en los relieves triangulares de las pechinas, en los monstruos híbridos que galopaban sobre el friso, en las cabezas de sátiro, en las máscaras grotescas, cuyas bocas, contraídas por la hilaridad anacreóntica, vomitaban flores y festones. Más allá, las hijas de la Caria soportaban el arquitrabe adornado con severidad; y ya la figura humana aparecía completa en el muro: los centauros a un lado, las amazonas a otro, sostenían sus luchas encarnizadas. Las ninfas agrupadas en el frontón coronaban de rosas la cabeza de la víctima propiciatoria; los atlantes sostenían encorvados el techo, mientras en los relieves se desarrollaban, magníficamente esculpidas, las fábulas todas de los grandes desfacedores de agravios de la Grecia, Hércules y Tosco. Las figuras eran mayores aquí, y las actitudes y formas tocaban el límite de perfección del ideal antiguo. Todas las figuras eran divinas, desde Prometeo a Dejanira; todos los monstruos eran hombres, desde Polifemo hasta Briareo... El cuadrúpedo mismo, modelado por tan hábil cincel, tenía una especie de humana expresión. Allí Pegaso, era un rey que trota y vuela, Cervero un esclavo, que ladra por tres bocas.
-Pero diga usted, para que hubiera tantas cosas era preciso un espacio inmenso -le dije, picado ya de las enormes bolas que me quería hacer tragar el bueno de D. Anselmo, y deseoso de hacerle comprender, por si quería burlarse de mí, que no era tan crédulo para embucharme aquella máquina de desatinos.
La verdad era que ya estaba mareado con la pomposa descripción de columnas, jaspes, cariátides y otras mil baratijas engendradas en la mente de mi amigo. Yo sabía, por lo que oí referir a algunos viejos, que el tal palacio no tenía de particular más que algunos cuadrejos, algunos vasos y dos o tres estanterías vetustas que el padre de D. Anselmo había comprado en una almoneda. No podía menos de extrañar que a la riqueza artística del palacio diera tales proporciones el alucinado narrador. Hícele algunos argumentos, extrañando que aquí, en Madrid, existiese tan copioso caudal de obras de arte; pero él no se dio por entendido y siguió en sus trece.
-En lo que parecía ser centro del edificio -añadió con cierta gravedad que no se podía ver sin ser tentado a risa-, y bajo elevadísima bóveda, veíanse innumerables obras de estatuaria. Había grupos representando los hechos más famosos de la fábula helénica, y figuras típicas de incomparable hermosura, significadas con los nombres de las divinidades que tienen atributos y representación más generales. Con los desastres de Áyax Oileo, y los horrores de Tántalo y Prometeo, formaba juego una serie de esculturas que expresaban las aventuras igualmente célebres del D. Juan del Olimpo. Las pobres víctimas de su intemperancia eran gallardísimas figuras, en quienes se podían ver los efectos de una misma pasión con rasgos distintos, según el distinto aspecto con que se les presentaba el burlador inmortal. Todas eran igualmente bellas, sin que Europa se pareciese en nada a Latona, ni Leda tuviera semejanza alguna con Sémele. Júpiter era siempre el mismo Dios de concupiscencia y descaro, ya cuando aparecía en toda su majestad olímpica, ya convertido en toro, o disfrazado con las plumas del palmípedo.
-¡Qué diablo de Júpiter! Ese señor no perdonó casada ni doncella -observé yo, a ver si por las burlas le obligaba a cortar el vuelo de su disparatada fantasía.
Ni por esas. D. Anselmo continuó:
-Esto que he descrito no es en realidad más que un museo, la parte visible de la casa. La parte interior, lo habitable, era más curioso aún.
-¡Más curioso aún! -dije para mi capote-; ¡más curioso aún! ¡Medrados estamos! ¿A dónde vamos a parar? Pues sí todavía falta palacio, este hombre me va a marear esta noche.
-¡Lo que he descrito no es más que galerías!
-¡Nada más que galerías! ¡Qué horror! ¡Qué habrá en las salas y en las alcobas!- exclamé alarmado.
-La gran sala no se parecía en nada a aquellas magníficas construcciones donde imperaba la arquitectura. En sus paredes no había estilo: dominaba el detalle, y eran tan diversas las preciosidades allí acumuladas, que en vano intentaría describirlas y enumerarlas el más cachazudo clasificador.
-Buena me espera -pensé.
-Era un museo de artes de ornamentación, y aquí cada objeto era una maravilla, y la excelencia de cada uno disimulaba la abigarrada pero sorprendente perspectiva del conjunto. Muebles soberbios del Renacimiento, fecundo en prodigios de ebanistería; cornucopias venecianas; relojes del tiempo de Luis XV, adornados con figuras mitológicas, relieves de finísimo estuco, representando cacerías y bailes campestres; candelabros, bustos, trípodes y medallones se hallaban aglomerados en la pared y junto a ella, dejando entrever apenas la rica tapicería flamenca, cuyos colores, siempre frescos, revelaban el cartón de Teniers o de Brueghel. No faltaban esas caprichosas papeleras, cuyos diminutos repartimientos ostentan pequeñas figuras de consumado gusto, mosaicos e incrustaciones con palos de diferentes colores, y al lado de estas piezas, veladores con planchas de porcelana, en las cuales un delicado pincel había representado infinidad de célebres cortesanas. No lejos de estas bellezas terribles, había vasos antiguos y modernos, ánforas doradas con la filigrana del cincel arábigo, y jarros de la India y Oceanía, donde se enroscaban lagartos verdosos y alimañas de imaginación, toscamente labradas. Ídolos malabares de vientre hinchado, ombligo profundo y orejas descomunales se reían en un rincón con hilaridad de beodo o de simple; y más alla vistosos pájaros de América disecados, alternaban con conchas africanas, ramos de coral, un tríptico de la Edad Media, una cruz bizantina y relicarios egipcios, que...
-Basta, basta -grité levantándome-, basta; que ya se me trastorna la cabeza. Esa diabólica confusión de cosas que usted tenía no es para contada.
Sin duda todos los calderos y cachivaches de su casa se le antojaban al doctor vasos egipcios y cruces bizantinas. Él no se dio por ofendido con mi brusca interrupción, y muy entusiasmado prosiguió:
-Buscar la simetría en este museo hubiera sido destruir su principal encanto, que era la heterogeneidad y el desorden. Después de los primores geométricos de las galerías; después de la simetría cruel del dórico y de la regularidad deslumbradora del corintio, aquella mezcolanza de objetos diversos...
-No es tan grande como la que tú tienes en la cabeza -dije para mí, envidiando la suerte del gato, que dormía tranquilamente sin verse obligado a admira las maravillas del Renacimiento.
-Aquella mezcolanza de objetos, en algunos de los cuales se observaban órdenes multiplicados, la aglomeración de piezas, muebles, vasos, adornos, con el sello de países distintos y artes diferentes, la amalgama de cosas bellas, curiosas o raras halagaba el entendimiento oprimido hasta entonces por la simetría, y daba libertad a la vista, antes subyugada por la línea. Aquí los objetos reunidos con acertado desorden, las infinitas soluciones de continuidad, la ausencia completa de proporciones, producían inmenso agrado, y borrando todo punto de partida, evitaban al espectador la fatiga que produce el involuntario medir a que se entrega la vista en presencia de la arquitectura. Los interiores, cuando son bellos, son como los abismos: fascinan la vista, y el espectador no puede prescindir de arrojar mentalmente una plomada y trazar en el espacio multiplicadas líneas con que su imaginación trata de sondear el diámetro del arco, la altura de la fuste, y el radio de bóveda. En este involuntario trabajo mental, producido por la armonía, la simetría, la proporción y la esbeltez, se fatiga la mente y flaquea entre el cansancio y el asombro. Cuando no hay estilo y sí detalles; cuando no hay punto de vista, ni clave, la mirada no se fatiga, se espacia, se balancea, se pierde; pero permanece serena, porque no trata de medir, ni de comparar; se entrega a la confusión del espectáculo, y extraviándose se salva.
Al decir esto calló para tomar aliento. Tragueme la lección de perspectiva como Dios me dio a entender: la lección me parecía el colmo de lo confuso y embrollado; pero no puedo menos de confesar que el doctor me infundía respeto, y no me atreví a decir cosa alguna que pudiera ofenderle. Así es que, a pesar de mi aburrimiento, tuve que inclinar la cabeza. Después de descansar un momento, prosiguió.
«De este salón se pasaba a otros aposentos llenos de cuadros.
-Sí... ya comprendo: cuadros muy bonitos. Yo he visto muchos cuadros -indiqué para obligarle a apartar de mí la nueva tormenta que ya sentía venir encima.
-En una de estas habitaciones hallábase la clave del acontecimiento que voy a referir. Aún me parece que lo veo, y que está allí todavía, con su elocuente mirada, su sonrisa llena de perfidias y engaños.
-¿Quién estaba allí?
-Diré a usted; mi padre poseía una buena colección de cuadros un tanto licenciosos. Abundaban las desnudeces provocativas, casi deshonestas; había jardines de amor, bacanales, festines campestres y tocadores de Venus. El fundador de tal galería fue gran epicúreo, y gustaba de recrearse en aquellos mudos testigos y compañeros de sus orgías. Entre estas pinturas había una que sobresalía y cautivaba la atención más que las otras; representaba a Paris y Elena reposando en una fresca gruta de la isla de Cranaé. Hermoso era el rostro de la mujer de Menelao; pero el del joven troyano era más hermoso aún: habíale dado tal animación el pincel, que parecía que hablaba y que infundía a Elena sus pérfidos pensamientos. Siempre creí ver algo de viviente aquella figura, que a veces por una ilusión inexplicable parecía moverse y reír. A todos impresionaba, y especialmente a mí. Recuerde usted bien esto, para que no lo sea difícil comprender la narración que va a seguir. Voy a contar la espantosa historia.
-¿Con que en ese cuadrito de Paris comienza la historia? Debe de ser bonita.
-Ahora verá usted: yo me casé. Mi mujer vivía allí conmigo. ¡Cuánto la amaba! Al principio asaltábame el sentimiento de que mi vida sería corta, y apenas podría disfrutar de tanta felicidad; pero al poco tiempo de casado me entraron melancolías, di en cavilar... Yo soy un cavilador sempiterno. Adoraba a mi esposa, y tenía celos hasta del aire que respiraba.
-Ya se empieza a embrollar el asunto -dije entre mí-; el casamiento, el cuadro de Paris, el amor caviloso que tenía usted a su esposa... Esto es más confuso que el salón de antigüedades.
Y en verdad, ya me pesaba haber provocado la enfadosa relación del doctor, en la cual no encontraba interés alguno. Digresiones, extravagancias: a esto se reducía todo. Me resigné, sin embargo, a escuchar.
«Hubo en los primeros días de mi matrimonio -continuó-, momentos de inefable felicidad: me creí elevado, espiritualizado, loco; sentía como una inflamación cerebral, e impulsos de correr, gritar, hablar a todo el mundo. Mas de pronto caía en el abismo de mis cavilaciones, sumergiéndome en mi propia tristeza. Nadie me hacía decir palabra. Tenía clavada en el pensamiento mi idea, mi tormento. ¿No sabe usted lo que era?
-¿Qué he de saber, por mis pecados?
-¡Oh! -exclamó cerrando los puños, inflamado el rostro y con un vivísimo fulgor en sus ojos-, era que yo pensaba... Un día entré tarde en mi casa, entré y vi...
El doctor se paró un momento, absorto, ocultando la cabeza entre las manos, y permaneció un rato en silencio.
Este silencio me permitió un momento de descanso, y miré en derredor mío, donde todo era tranquilidad. Un gruñido sordo turbaba el silencio de la habitación: era doña Mónica, que roncaba, la cabeza como enterrada en el pecho, libre de cuidados, feliz, dando rienda suelta a su espíritu, que volaba libremente quién sabe por dónde. Sus labios, sombreados por un bigotillo, se extendían formando hocico, y por allí y por su aplastada y carnosa nariz, convertida por la violencia de la respiración en verdadero caño de órgano, salía la ruidosa sinfonía que turbaba el profundo silencio del laboratorio. El doctor, alzando de nuevo la cabeza, continuó:
«Mi boda fue repentina: no habían precedido más relaciones íntimas, furtivas, que enlazan las almas moralmente antes de ser atadas las personas por el nudo religioso y civil. Yo no había sido su novio; y aquello fue más bien cosa concertada por los padres, guiados por la conveniencia, que unión espontánea de dos amantes que se cansan de la vida platónica. Nos casamos no muchos días después de habernos conocido; y de aquí creo yo que provinieron todos mis males. Yo, no obstante, la amé mucho desde que resolví unirme a ella. Pero llegó el día, y no sé por qué, creí ver en su semblante más bien las señales de la resignación que las de la alegría, lo que me contristó sobremanera, y me hizo meditar; mas cuando vino a sospechar si habría hecho mal, ya estaba casado. Esto no impidió que tuviera momentos de felicidad como antes he dicho; pero pasaban rápidamente, dejándome después sumergido en mis meditaciones. ¿Sabe usted cual fue el tema de mi eterno cavilar? Pensaba de continuo en mi esposa, sospechando de su fidelidad para lo futuro; esta idea se clavó con tanta tenacidad en mi cerebro, que no me dejaba reposar. Me ocurrió que debía ser un tirano para ella, encerrarla, evitar todas las ocasiones de que pudiera engañarme: a veces fijaba mis ojos en los suyos, y quería leerle el pensamiento. El asombro con que ella ve a estas cosas mías, precisamente al poco tiempo de casados, no es para referido: por último empezó a tenerme miedo; y a la verdad, yo lo infundía a cualquiera con mi siniestra austeridad y reconcentración. Pugnaba por echar de mí aquella idea; llamaba a la razón; pero esta parecíame a veces más loca que la fantasía, y entre las dos me llevaban al último grado de tormento.
-¿Pero en qué se fundaba usted, hombre de Barrabás, para esa descabellada sospecha? -le pregunté, buscando un rayo de lógica en las cavilaciones del doctor Anselmo.
-En nada positivo por de pronto. Luego verá usted. Ella me tenía miedo: yo lo conocía. Pero esto es inexplicable, usted no puede comprenderlo.
Y en efecto, nada comprendía de semejante jerigonza, de aquellos hechos en que todo era confusión.
-Nada puede usted comprender por ahora, sino después, cuando le explique todo lo que me pasó. Un día estaba ella en esa habitación que he descrito últimamente; hallábase en pie junto al magnífico lienzo de Paris y Elena, de que hablé a usted. -«¡Qué hermosa figura!» -dijo señalando a Paris. -«Sí», repliqué yo mirándola también. Y los dos contemplamos un rato la belleza singular del incomparable mancebo. Después ella se marchó, y yo tras ella...
-Cada vez entiendo menos -dije para mis adentros.
-Esto que acabo de contar explicará un poco mi sorpresa, mi terror, cuando una noche entré en casa y vi...
-¿Pero qué? -pregunté, deseando saber lo que vio el doctor alucinado.
-Para que usted se haga cargo bien de esto, debo ponerle en antecedentes de muchas cosas que influyeron mucho en el nunca visto estado de mi espíritu. Aún recuerdo su alcoba, iluminada por misteriosa luz. Entro y veo allí sus ropas arrojadas en desorden, sus joyas... Presto atención y siento el ruido de su aliento: me acerco, tomo con trémula mano la cortina del lecho, la levanto, la veo... Me siento junto a la cama... sus labios se mueven, me parece que va a hablar... no dice nada, nada; pero a mí me parece que sus labios han articulado silenciosamente una palabra que no llega a mi oído... me acerco más... me parece que frunce las cejas y que después las dilata... fijo más la atención... me parece que se sonríe.
-Todo eso no explica nada -observó con cierto enojo al ver que de la boca del sabio no salían que embrollos.
-Todo eso, amigo mío, sirve para explicar a usted cuál sería mi estupor, mi espanto, cuando vi...
-¿Qué vio usted, hombre? Sepamos -dije con impaciencia.
-Vi, vi...
El doctor no pudo continuar, porque un ruido instantáneo, horroroso, una detonación tremenda, resonó en la habitación, y claridad vivísima, rojiza, infernal, nos iluminó a todos. Lanzamos un grito de terror. Era que una de las retortas que se calentaban en el hornillo reventó con estrépito: el doctor, con su narración, había olvidado el experimento, y el líquido, dilatándose considerablemente, y no encontrando salida, se abrió espacio, inflamándose al contacto del fuego. Hubo un instante en que aquello parecía un infierno y todos unos demonios. Doña Mónica despertó despavorida gritando: «¡Fuego, fuego!» y se desmayó en seguida, cayendo como un saco, y aplastando con su cabeza la guitarra que muy cerca de ella estaba. El gato, que recibió en su cuerpo una gran cantidad del líquido hirviente, saltó de donde estaba lanzando chillidos de desesperación: el pobre mayaba, corría con el polo inflamado, los ojos como llamas, quemados los bigotes; corría por toda la pieza con velocidad vertiginosa; subió, bajó, encaramose al Cristo, saltándolo de los pies a la cabeza, de un brazo a otro brazo, cayó sobre un caracol, resbaló por las botas de montar, enredose en las ramas de coral, brincó sobre el esqueleto, cuyos huesos sonaron rasguñados frenéticamente; cayó de nuevo al suelo, se abalanzó sobre un ave disecada, cuyas plumas volaron por primera vez después de un siglo de quietud; se estiró, se dobló, se retorció el infeliz, porque sus carnes rechinaban como si estuviera puesto en parrillas; corría, corría sin cesar, huyendo de sí mismo y de sus propios dolores, y por último fue a caer, hinchado, dolorido, convulso, sediento, erizado, rabioso, en medio de la sala, donde pateó, mayó, clavó las uñas, azotó el suelo con el rabo, y dio mil vueltas en su lenta y horrorosa agonía.