La sombra (BPG): 9

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La Sombra
Capítulo II - La obsesión : 5

de Benito Pérez Galdós

«Aún me parece que le estoy mirando y que le estoy oyendo -continuó el doctor un poco abstraído.

Después se puso a mirar atentamente el techo, como si allí arriba hubiera alguna cosa escrita. Abandonado a la meditación, los ojos se le iban al cielo, tomando todo él aquella actitud de santo que lo era peculiar. Después prosiguió la historia como sigue:

«No sé qué pensé entonces. Me ocurrió encerrarle allí, y esperar días, semanas y meses a ver si herido, solo, sin comer ni beber podía existir aquel ser maldito. Entre tanto, salía la sangre de su herida, sin que por eso se postrara más su cuerpo: por el contrario, animábase más cada vez, aumentando mi desesperación. Diga usted si el caso no era para volverse loco. ¡Estar constantemente perseguido por aquel demonio, que tampoco había podido matarme, y que concluía por instalarse en mi casa, junto a mí, siempre a mi vista, como mi conciencia, como mi pensamiento, como mi miedo! Mi rabia no tuvo límites cuando le vi incorporarse en el lecho, y exclamar:

-«Ya ves de qué modo has conseguido que no salga de tu casa. ¿Te atreverás a arrojar de ella a un hombre que has herido, a un hombre que se desangra y se muere? Si me echas de aquí no es posible que te libres de la nota de asesino. Se descubrirá que has intentado matar a un hombre, vendrá la justicia, habrá escándalo... Dirán que el bueno de D. Anselmo encontró a un galán en el cuarto de su esposa y le pegó un tiro. Ya ves ¡qué escándalo! Si quieres que me marche, me marcharé; pero bien te dije que al salir de esta casa me llevaría tu honor. Necio, en vano quieres prevalecer contra mí, contra lo inmortal, contra lo omnipotente, contra lo divino. Yo soy superior a los hombres; yo soy parte de ese mal que desde el principio pesa sobre vuestra existencia, y del cual no os podéis librar, porque una ley suprema le pone sobre vosotros y en vosotros como una faz de la vida. Aquí estoy, en tu casa; eso es lo que yo quería. Ella sabe que estoy aquí; muchos de fuera lo saben también. Pero esto es ahora un secreto guardado por muchos. Si quieres que haya escándalo, si quieres que mil voces hablen de mí, si quieres que esto se publique por calles y plazas, échame de aquí; yo me voy gustoso, pero ya sabes todo lo que me llevo».

-«Pero ¿qué fuerzas se han de emplear contra ti? -exclamé en el colmo de la turbación-. Sean morales o materiales, algunas fuerzas habrá que te venzan, demonio incomprensible, más fatal que cuantos se emplean en tentar a los hombres, llevándoles por los caminos de todos los vicios».

-«Contra mí no hay nada que prevalezca -contestó recobrando poco a poco su habitual buen humor y ligereza-. Ningún arma me puede herir; no tomes en serio lo que ha pasado: no creas que me has vencido, pobre loco: lo que has visto no ha sido más que un incidente preparado con objeto de atraparte mejor. Esta cama ya es mía; ya he penetrado en ella y no me puedes arrojar: todo el mundo sabe que Paris ha entrado en tu casa, y tú, aunque emplees todas tus facultades, todo tu dinero, cuanto existe y cuanto vale en la tierra, no podrás convencer a nadie de lo contrario...».

-«¡Oh! yo no sé lo que haré -grité desesperado-; yo voy a pegar fuego a esta case, para que perezcamos todos».

-«¡Fuego! -dijo él, riendo diabólicamente e incorporándose en el lecho-: ¡fuego! si ese es mi elemento, si vivo en él: fuego es mi sangre, mi aliento, mi mirada, mi palabra; quemo, devoro, aniquilo. No opongas a mi poder esos elementos venales que a un signo mío obedecen sumisos. Yo digo al aire: «agita sus cabellos, lleva a su oído ecos que la sumerjan en esas meditaciones vagas, de cuya confusión sale luminoso, inexorable el primer mal pensamiento», y el aire me obedece. Yo digo al agua: «ve y acaricia con irritante frialdad o calor suave su cuerpo que en las ondas del baño se abandona indolente; difunde en ese cuerpo la languidez, y altera la serenidad de su cabeza, produciendo el mareo voluptuoso que engaña la conciencia y hace accesible la fortaleza del recato», y el agua me obedece. Yo digo al fuego «corre por sus venas, enardece su corazón, y haz brotar en su pensamiento esa chispa incendiaria que es la abdicación postrera de la voluntad», y el fuego me obedece. Yo digo a la luz: «refleja en el esposo las hermosas líneas de su rostro, y lleva de su espejo a sus ojos la imagen del cuello, del labio, de la cabellera, del talle, para que aumente su amor propio, baluarte formidable que me defiende», y la luz me obedece. Aún más: yo soy ese aire murmurador, esa agua voluptuosa, ese fuego que inflama, esa luz que adula. Ciego: me estás viendo, crees que estoy aquí. No: yo estoy allá, junto a ella: yo no la abandono nunca, porque soy su idea, su mal pensamiento, su mal deseo: yo no me separo de ella jamás. En vano tratas de perseguir ese mal pensamiento, ese anhelo, cuando por un singular fenómeno se te presenta en forma humana. Torpe, ¿no comprendes que yo no puedo ser enterrado bajo un montón de piedras? ¿No vea que es imposible matarme de un tiro como se mata a un pájaro, a un ladrón?».

-«Calla por piedad, monstruo -exclamé angustiado-. ¿Qué delito he cometido para tan gran tormento? Porque esto es castigo, sí, de algún crimen ignorado. Yo que soy la probidad, el pundonor, la lealtad, la sobriedad, ¿por qué he merecido esta tortura, que produce un trastorno en todas mis facultades y acabará por volverme loco?».

-«Tú tienes la culpa -dijo Paris con serenidad, sin dar ya señales de postración, y como si un médico sobrenatural hubiera sanado por encanto su herida-; tú tienes la culpa, tú que me has llamado, que me has traído, que me evocaste con la fuerza de tu entendimiento y de tu fantasía».

-«Pues yo, con esa misma fuerza, te conjuro para que me dejes en paz. Yo no puedo vivir así, diablo, espíritu, pensamiento, o lo que seas. Vete: yo te arrojo de mi cabeza: yo te expulso de mí ya que no has querido darme la muerte, vete, porque esto es mil veces peor que morir».

-«¡Irme! no puede ser -contestó mi enemigo, encendiendo un cigarrillo de papel-. Ni yo, aunque quisiera, tengo poder para abandonarte. Mientras tú tengas ideas y sensaciones, yo estaré aquí. Renuncia a todo eso y me iré: resígnate a ser, en vez de hombre inteligente y sensible, una máquina automática, sin ninguna vida espiritual; resígnate a ser un bulto vivo, y entonces me marcho».

-«Me resignaré. Yo quiero morir o no pensar, yo quiero ser una bestia, y no sentir en mi cabeza esto que llevo desde el nacer para tormento mío».

-«No lo tomes así, tan a pechos -repuso-; estas cosas deben considerarse con calma: sé filósofo; ten esa grandiosa serenidad que ha hecha célebres a muchos maridos, y no quieras sobreponer un falso pundonor a ciertas leyes sociales que nadie puede contrariar».

-«No me trastornes más; yo quiero morir; quiero ser sacrificado a este pensamiento que me ha devorado, consumiéndome todo».

«Decía yo esto con la mayor sinceridad; deseaba morir o vivir sin conciencia ni entendimiento; si esto era vivir sin conciencia ni entendimiento; si esto era vivir, había en mí como un delirio, una exaltación tal, que nunca después he vuelto a experimentar cosa parecida. Fijaba mi vista en aquel hombre, le tocaba, le veía, tenía todos los fundamentos necesarios para creer en su existencia, y aún me parecía todo un sueño.

»¿A usted no le ha pasado que al sufrir los tormentos de una pesadilla, se muestra íntimamente incrédulo ante tantos dolores, y dice «esto es sueño», como si una chispa de razón velara cuando todas las facultades se nublan, menos la fantasía, que lo domina todo a sus anchas? Pues lo mismo yo, en aquel delirio angustioso, decía para mí a veces: «esto es un sueño». Pero la realidad me desmentía: hallábame en mi casa; me reconocía, despierto, como ahora me reconozco vivo. Iba y venía, presa de una horrible ansiedad, y todo lo que me rodeaba era real, las personas las mismas, idénticos los objetos. Salía de mi cuarto a ver si la impresión de cosas externas me daba alguna luz; pero nada lograba. Por fin determiné ausentarme de allí: cerré el cuarto, dejando dentro al herido, y fui a la habitación de Elena. Cuando entré, mi mujer se sobrecogió de espanto, tembló, y después me dijo algunas palabras mal articuladas, porque el terror le embargaba la voz. No sé qué íntimo convencimiento me obligó a mirar todo, a registrar todos agitado, convulso, demente. La infeliz gemía: creo que la maltraté. Después, andando de un lado para otro, registraba con afán, y era tal mi trastorno, que hasta debajo de las sillas, dentro de los vasos de su tocador y entre las hojas de los libros quería encontrar lo que buscaba. Allí no había nada; yo nada vi; pero tenía la convicción profunda de que allí estaba: en el aire, en la sombra, en el perfume, en el eco de nuestras voces, en todo me parecía sentir la presencia de aquel maldecido. «¿Dónde está? -grité-... ¡aquí hay alguno!». -«¿Quién?» -dijo desesperada. -«¡Ese -contesté yo-, ese monstruo, ese espíritu, ese hombre! Yo sé que está aquí, yo le siento, yo le oigo. Sí, Elena, está aquí: tú le tienes. Le veo en tus ojos, le oigo en tu voz, está aquí».

»Y en efecto, la sombra de todos los objetos me parecía su sombra, el eco de nuestras voces parecíame su voz, y en los vagos accidentes de la luz, del sonido, del tacto, me parecía encontrar algo de la persona, del aliento de aquel genio execrable. Elena lloraba con tanto desconsuelo, que me fue imposible recriminarla. Únicamente le decía: «Sí, aquí está, aquí está». Por fin, salí de allí, porque me trastornaba más cada vez, y volví a mi cuarto, donde le había dejado cerrado con llave. Al entrar di un grito: el herido no estaba allí. Mi espanto fue tal, que no pude dar un pago, y me dejé caer en un sillón. Las fuerzas me faltaban ya por efecto de las continuas y dolorosas impresiones de aquel día; me desvanecí, me desmayé, y a no haberse entregado espontáneamente mi naturaleza al reposo, no sé qué hubiera sido de mí. Quedé inactivo, y como muerto durante largas horas. En el momento de recobrar el tino, amanecía. Sentí ruido en la puerta, miré, y era Paris, que entraba de bata, pantuflas, y con el cabello en desorden, como quien se levanta de la cama. Pasó delante de mí mirándome con la diabólica sonrisa que era en él constante. Yo le miré también largo rato, y el estupor, cierto marasmo moral que yo sentía, impidiéronme dirigirle la palabra en mucho tiempo.

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Cuando esto decía el doctor, hallábase también poseído de aquel marasmo moral que refería. Tenía turbios los ojos, lenta la voz, difícil el aliento; estaba fatigado, y sin duda el recuerdo de los sucesos referidos le producía muy fuerte emoción. Por eso, y considerando lo que padecía el infeliz al traer a la memoria su insana idea, no me atreví a hacerle las mil observaciones que sobre el caso se me ocurrían; reflexiones que hubieran entibiado mucho el entusiasmo y fe con que refería tales locuras.


Prólogo

Capítulo I - El doctor Anselmo : I - II - III - IV

Capítulo II - La obsesión : I - II - III - IV - V

Capítulo III - Alejandro : I - II - III - IV