La sombra (BPG): 13

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La Sombra
Capítulo III - Alejandro : 4

de Benito Pérez Galdós

-Pues si he de hablar a usted francamente, amigo D. Anselmo -dije-, esa aventura, lejos de aclararse a medida que se acerca el desenlace, se embrolla y obscurece más. Al principio, cuando la figura de Paris se apareció a usted en su cuarto, el caso podía pasar por una creación de la fantasía de usted, un extravío de su entendimiento. Aunque rarísimos, suele haber casos en que una imaginación enferma produce esos fenómenos que no tienen realidad externa, sino únicamente dentro del individuo que los produce. La figura desaparecida del lienzo, la voz que usted creyó escuchar en el cuarto de Elena, la sombra que vio ocultarse en el pozo, todo eso puede explicarse por una obsesión que, aunque rara, no es imposible. Pero después resulta que hay un ente real, un tal Alejandro, persona visible para todos, y que frecuenta la casa de usted; persona exactamente igual a la sombra entrometida, y que parece destinada a turbar la paz de los matrimonios, no con medios fantásticos, sino reales, según se desprende del diálogo de usted con su suegra y con su amigo. ¿En qué quedamos? ¿Qué relación existe entre Paris y Alejandro? Por una coincidencia que no creo casual, estos dos nombres son los que lleva el robador de Elena en la fábula heroica.

Ahora bien; usted dice que no conocía a ese Alejandro. Si usted le hubiera conocido, si antes de todas las apariciones, usted hubiera tenido celos de él, se comprende que su imaginación, dominada por tal idea, llegara a ese periodo patológico que origina tan grandes extravíos. Peor aquí lo primero ha sido la obsesión, y después ha venido la realidad a confirmarla. ¿No sería más lógico que precediera la realidad, y que después, a consecuencia de un estado real de su ánimo, aparecieran las visiones que tanto le atormentaron?

-Precisamente lo que usted dice fue lo que yo pensé cuando, serenado algún tanto, quise explicarme lo que me pasaba, de regreso a mi casa. He de advertir que, desde muy antes de ocurrir lo que he referido, mi cabeza se hallaba en un estado deplorable. Además de perder la memoria casi por completo, había tal extravío en mis juicios, que no acertaba a pensar con acierto ni a decir cosa alguna derechamente. Todo esto lo he observado después, y he venido a descubrirlo, cuando sondeando cuidadosamente lo pasado, he podido descubrir algo de lo que existía en mi cabeza en aquel periodo. Transcurrido algún tiempo, pude, a fuerza de recapacitar, a fuerza de atar cabos, restablecer los hechos, aunque no con la claridad que requerían. Por último, pude recordar que efectivamente yo había conocido a aquel Alejandro de que hablaban mis suegros, mi amigo, y por fin, Madrid entero.

-Pues entonces todo está explicado -dije yo-. Preocupose usted con aquel hombre, tuvo celos, pensó en eso noche y día, y ese pensamiento fue dominándole hasta el punto de ocupar todo su espíritu: la continua fijeza del pensamiento en una idea dio gran vuelo a su fantasía, debilitáronse sus fuerzas corporales con el predominio absoluto del espíritu, y de aquí ese estado morboso que lo mortificó tanto. Eso, aunque raro, pasa todos los días. Los místicos que han hablado de sus visiones con tanta fe, creyendo que han conversado con Jesús y la Virgen, son prueba de ese estado patológico que da preponderancia inmensa a la imaginación sobre todas las facultades.

Ahora bien, D. Anselmo, piénselo usted bien y procure hacer memoria: ¿antes de la aparición de Paris no ocurrió algún hecho que pudiera ser la primera causa determinante de esa serie de fenómenos que tanto le trastornaron a usted? La verdad es que aquel trastorno fue consecuencia de una perturbación anterior. Es preciso que usted diga lo que pasó antes de que viera desaparecer del lienzo la figura pintada.

-Antes de contar a usted el fin de la aventura -respondió el doctor Anselmo-, referiré lo que me dijo un cierto amigo antiguo de mi familia, un viejo de quien yo, pasada mi niñez, me había olvidado un poco. Según él, mi padre había sufrido iguales tormentos, siendo de notar entre ellos uno en que estuvo a punto de perder la vida, porque las obsesiones le quitaron hasta el hábito y las ganas de comer, sumergiéndole en hondas melancolías. Díjome que mi padre fue perseguido también por una sombra, si bien aquella no era un perturbador del matrimonio, sino un acreedor fantástico que venía a pedirle gruesas sumas, hablándole de un litigio que no terminaba nunca. Mi padre tenía desde antes de eso un horror extraordinario a los pleitos; era su manía, su tema, su locura.

-Veo que es mal de familia -añadí-. Cuando se tiene propensión natural a la vida de fantasía, no seguir la carrera de santo es errar la vocación. Para el arte no es fecunda ni útil esa facultad desenfrenada, esa furia rebelde que no se sujeta a las leyes de la razón, ni se templa con la influencia del buen sentido. Sólo sirve para producir los deliquios y alucinaciones del misticismo: hace del hombre un ser fuera de sí, que no está nunca en sí mismo, sino en otro mundo que él puebla a su antojo de seres, dandoles vida incongruente e ilógica, como la suya, poniéndoles en acción, atribuyéndoles hechos raros, disparatados, absurdos, como los suyos.

-Pues otro amigo mío -continuó el doctor-, un sabio ilustre a quien yo conocía también desde muy atrás, me dijo que esto no era más que una enfermedad, y me habló de dislocación encefálica, de cierta disposición que tomaban los ejes de las celulillas del cerebro, polarizadas de un modo especial: me dijo también que los arseniatos obraban con eficacia en tal estado patológico, que los nervios ópticos sufrían una alteración sensible, y que producían las imágenes por un procedimiento a la inversa del ordinario, partiendo la primera sensación del cerebro, y verificándose después la impresión externa.

-Yo no entiendo de medicina -dije-, pero que se trata aquí de un estado morboso, no puede dudarse. Yo he leído en el prólogo de un libro de Neuropatía, que cayó al azar en mis manos, consideraciones muy razonables sobre los efectos de las ideas fijas en nuestro organismo. Aquel autor disertaba sobre las aprensiones de los enfermos, de un modo raro, pero a mi ver no destituido de fundamento. Decía que la atención, fija constantemente en una parte del cuerpo, producía en ella la alteración del tejido; y de este modo explicaba las célebres llagas de San Francisco, las cuales no eran otra cosa, según él, que una lesión producida por la convergencia de todas las facultades, de todas las fuerzas del espíritu hacia el punto en que aparecieron. Si estos efectos tan palpables producen las ideas fijas en la economía animal, si tienen poder bastante para alterar los tejidos, para trastornar lo que les es menos afine, la materia, ¿qué no harán en la vida espiritual, donde todas las facultades están en perpetuo y estrechísimo enlace? Yo me explico la obsesión de usted, y sus diálogos ser incomprensible; me explico el duelo, que fue el último grado de la alucinación. Todo lo comprendo menos la falta de antecedentes reales, de hechos que favorecieran esa predisposición de usted, determinando la serie de fenómenos psicológicos que ha referido.

-Hechos, sí; yo creo que los hubo -contestó-. Lo último de que conservaba memoria es haber oído hablar a mi mujer de aquel joven. Yo pienso que también le vi y le hablé. Pero no recuerdo más. Después, lo que mi memoria conserva de un modo indeleble, es la noche en que oí la voz en su cuarto; la desaparición de la figura del cuadro, en fin, todo lo que he referido.

-¿Y no reparó usted si volvió Paris a su sitio?

-Seguiré contando. Cuando volví a mi casa, conocí desde que entré que algo pasaba en ella. Iban y venían los criados con agitación: oí la voz de mi suegra, penetrante y aguda; y alternando con ella la del conde de Torbellino, bronca y sonora.

Al punto me enteraron de que mi esposa estaba gravemente enferma, y así lo demostró la presencia de dos afamados médicos y la consternación de cuantos la rodeaban. Su malestar se había agravado repentinamente, determinándose una congestión cerebral, cuyas consecuencias, al decir de los médicos, no serían nada lisonjeras. Yacía en su lecho con muestras de una profunda alteración, inquieta y delirante a veces, exánime y como muerta otras. Su madre no cesaba de hablar, lamentando aquella desventura en el tono más destemplado y chillón. «¿Cuál otra puede ser la causa de este funesto ataque, sino las extravagancias de Anselmo, que la lleva al sepulcro con las mortificaciones incesantes a que la tiene sujeta? Es imposible que una naturaleza delicada resista a esa lenta inquisición». Y después lloraba con sinceras lágrimas, porque a pesar de ser una vieja desenvuelta y coqueta, no carecía de sentimientos maternales. Elena se ponía cada vez peor. Los auxilios de la ciencia parecían ineficaces, y por fin, después de verla padecer horriblemente por mucho espacio de tiempo, todos comprendimos que se moría sin remedio, a no ser que un milagro la salvara.

-¿Y Paris? -pregunté, porque me parecía extraño que el endiablado burlador no se presentase en aquel cuadro final, donde le correspondía uno de los principales papeles.

-¿Paris? Ya verá usted. Aquel demonio no debía tardar en presentarse para decir la última palabra. El espectáculo de la agonía de Elena me daba tanta pesadumbre, que no pude permanecer mucho tiempo en su cuarto. Érame imposible fijar los ojos en ella sin estremecerme, sintiendo un gran dolor unido a cierto remordimiento intensísimo que mi corazón no podía dominar. Al ver cómo espiraba tan hermosa, en la flor de la edad, en lo más risueño de la vida, pensaba si yo, como dijo mi suegra entre sollozos, era el único autor de tan triste fin, que ella seguramente no merecía. Yo consideraba que la muerte está sobre todos y nos elige, sin atender a las razones que contra ella podamos tener; pero aún así, yo creía que, no estando unida a mí, Elena no hubiera muerto tan pronto. No pudiendo resistir aquel espectáculo, como he dicho, me retiré a mi cuarto traspasado de dolor; allí estaba Paris, sentado, fumando y golpeandose con el bastón en la suela de la bota, con ademán distraído y algo descortés, impropio de la situación en que se hallaba mi casa. Cuando entró, se volvió hacia mí y me dijo:

-«Me voy: al fin lo has conseguido; pero ¡a qué precio! Para librarte de mí has tenido que matarla!».

-«¡Yo! -repuse sin poder contener mi ira-. ¡Yo... Dices que yo la he matado!».

-«Sí, tú, que las has traído al estado en que se halla con tus violencias, con tus acometidas, con esos bruscos allanamientos de morada que has hecho en su cuarto, con el horror que le inspiraste, con la turbación moral que has producido en ella. Yo he leído, no sé dónde, que estos sacudimientos, causados por fuertes impresiones y sorpresas, si se repiten con alguna frecuencia, alteran de tal modo las funciones del cuerpo, lo desquician y desequilibran de tal modo, que al fin el estado normal no puede restablecerse y la muerte es segura.

-«No he sido yo, demonio aborrecido -exclamé-, no he sido yo quien la ha matado, has sido tú, tú que has traído el desorden a esta casa, que me has vuelto loco. Tu misión es luto y vergüenza: tú me has deshonrado, me has perdido, me has lastimado en lo que para mí había de más caro; has pisoteado mi corazón; has hecho escarnio de mis sentimientos; me has hecho aborrecible lo que más amaba en el mundo; y de aquello que era para mí de más valor que la misma vida, mi honor, tú has hecho una burla, un epigrama, una gacetilla puesta en boca de los ociosos y de los libertinos.

-«Ese es mi destino -dijo sin alterarse por los improperios que le dirigí; y en verdad yo estaba furioso y elocuente. Sin saber por qué, iba desapareciendo el terror que aquel demonio me causaba... Después le dije:

-«Tú eres la más grande aberración de la sociedad; eres una de esas monstruosidades que acompañan al hombre como un duro castigo de no sé que delito, que perennemente y sin conciencia de ello estamos cometiendo.

-«¡Necio! -exclamó-, tú me has llamado. Tú me has dado la vida: yo soy tu obra. Te haré recordar, aunque la comparación sea desigual, la fábula antigua del nacimiento de Minerva. Pues bien, yo he salido de tu cerebro como salió aquella buena señora del cerebro de Júpiter: yo soy tu idea hecha hombre. Mas no creas por eso que no tengo existencia real: yo ando por ahí como tú, me conoce todo el mundo, soy un Fulano de Tal, como cualquiera. Para el mundo hay un Alejandro, persona muy conocida y nombrada; para ti hay este Paris que te atormenta, esta sombra que te persigue, esta idea que te tortura. ¡Adiós! ya nada tengo que hacer aquí; tu esposa se muere. ¡Abur!».

En aquel momento sentí gritos agudísimos en el interior de la casa. Elena había muerto, Paris desapareció, yo me sentí libre, respiré. Parecíame que no había respirado en tres días; de tal modo se complacía mi pecho en aquella expansión descansada y reparadora. Al mismo tiempo, una pena profunda me llenaba el alma, al considerar la existencia que había de menos en mi casa, aquel espíritu que se había ido, huyendo de mí. En aquel momento de supremo dolor me pareció que la vi pasar como ráfaga, como nube ligera, no tan tenue ni tan rápida que me impidiera ver sus facciones alteradas por ese misterioso sello que pone la muerte a las caras más hermosas. Aquello pasó por delante de mis ojos, dejándolos deslumbrados un momento.

-¿Y Alejandro? -pregunté en el mismo tono y con la misma intención con que antes había preguntado: ¿Y Paris?

-Aquel Alejandro fue inmediatamente a casa cuando supo la muerte de Elena, y según oí decir, estaba el pobre muy consternado y algo lloroso. Fue al entierro, presenció la inhumación, y hasta me dijeron que había llevado luto algunos días.

-Ese caballerito -dije yo-, era verdadera expresión material de aquel Paris odioso que le martirizó a usted. Ese es el verdadero Paris.

-Sí -afirmó él-; le he visto muchas veces después, aunque jamás he querido saludarle. Siempre que lo encuentro me estremezco. Hoy es un viejo verde, lleno de lamparones y algo cojo. En resumen: los celos que me inspiró ese hombre tomaron en mi cabeza aquella forma de visión que he referido a usted. La cosa es rara: bien dije a usted que mi fantasía era una potencia frenética y salvaje, una enfermedad más bien que una facultad.

-El orden lógico del cuento -dije-, es el siguiente: usted conoció que ese joven galanteaba a su esposa; usted pensó mucho en aquello, se reconcentró, se aisló: la idea fija le fue dominando, y por último se volvió loco, porque otro nombre no merece tan horrendo delirio.

-Así es -contestó el doctor-, sólo que yo, para dar a mi aventura más verdad, la cuento como me pasó, es decir, al revés. En mi cabeza se verificó una desorganización completa, así es que cuando ocurrió la primera de mis alucinaciones, yo no recordaba los antecedentes de aquella dolorosa enfermedad moral.

-¿Y Elena...? -dije con intención de hacer una pregunta atrevida; pero me contuve por temor de herir la delicadeza del doctor.

-Ya sé lo que usted me quiere preguntar -contestó-: usted quiere saber lo que creo acerca de su conducta: si fue infiel o no. Sobre este punto arrojo un velo: no me lo haga usted levantar. Nada sé ni he querido averiguarlo: prefiero la duda.

Después de decir esto, el doctor calló, sumergiéndose en sus ordinarias cavilaciones. Yo no quise hacerle más preguntas, y, después de saludarle, me retiré; porque, a pesar del interés que él quería imprimir a su narración, yo tenía un sueño que no podía vencer sin dificultad. Al bajar la escalera me acordé de que no le había preguntado una cosa importante y que merecía ser aclarado, esto es, si la figura de Paris había vuelto a presentarse en el lienzo, como parecía natural. Pensé subir a que me sacara de dudas satisfaciendo mi curiosidad; pero no había andado dos escalones cuando me ocurrió que el caso no merecía la pena, porque a mí no me importa mucho saberlo, ni al lector tampoco.

MADRID: Noviembre 1870.

FIN



Prólogo

Capítulo I - El doctor Anselmo : I - II - III - IV

Capítulo II - La obsesión : I - II - III - IV - V

Capítulo III - Alejandro : I - II - III - IV