Los miserables (Labaila tr.)/I.2.5
Tratemos de explicarlo.
Es preciso que la sociedad se fije en estas cosas, puesto que ella es su causa.
Jean era, como hemos dicho, un ignorante; pero no era un imbécil. La luz natural brillaba en su interior; y la desgracia, que tiene también su claridad, aumentó la poca que había en aquel espíritu. Bajo la influencia del látigo, de la cadena, del calabozo, del trabajo bajo el ardiente sol del presidio, en el lecho de tablas, el presidiario se encerró en su conciencia, y reflexionó.
Se constituyó en tribunal. Principió por juzgarse a sí mismo. Reconoció que no era un inocente castigado injustamente. Confesó que había cometido una acción mala, culpable; que quizá no le habrían negado el pan si lo hubiese pedido; que en todo caso hubiera sido mejor esperar para conseguirlo de la piedad o del trabajo; que no es una razón el decir: ¿se puede esperar cuando se padece hambre? Que es muy raro el caso que un hombre muera literalmente de hambre; que debió haber tenido paciencia; que eso hubiera sido mejor para sus pobres niños; que había sido un acto de locura en él, desgraciado criminal, coger violentamente a la sociedad entera por el cuello, y figurarse que se puede salir de la miseria por medio del robo; que es siempre una mala puerta para salir de la miseria la que da entrada a la infamia; y, en fin, que había obrado mal.
Después se preguntó si era el único que había obrado mal en tal fatal historia; si no era una cosa grave que él, trabajador, careciese de trabajo; que él, laborioso, careciese de pan; si, después de cometida y confesada la falta, el castigo no había sido feroz y extremado; si no había más abuso por parte de la ley en la pena que por parte del culpado en la culpa; si el recargo de la pena no era el olvido del delito, y no producía por resultado el cambio completo de la situación, reemplazando la falta del delincuente con el exceso de la represión, transformando al culpado en víctima, y al deudor en acreedor, poniendo definitivamente el derecho de parte del mismo que lo había violado; si esta pena, complicada por recargos sucesivos por las tentativas de evasión, no concluía por ser una especie de atentado del fuerte contra el débil, un crimen de la sociedad contra el individuo; un crimen que empezaba todos los días; un crimen que se cometía continuamente por espacio de diecinueve años.
Se preguntó si la sociedad humana podía tener el derecho de hacer sufrir igualmente a sus miembros, en un caso su imprevisión irracional, y en otro su impía previsión; y de apoderarse para siempre de un hombre entre una falta y un exceso; falta de trabajo, exceso de castigo.
Se preguntó si era justo que la sociedad tratase así precisamente a aquellos de sus miembros peor dotados en la repartición casual de los bienes y, por lo tanto, a los miserables más dignos de consideración.
Presentadas y resueltas estas cuestiones, juzgó a la sociedad y la condenó.
La condenó a su odio.
La hizo responsable de su suerte, y se dijo que no dudaría quizá en pedirle cuentas algún día. Se declaró a sí mismo que no había equilibrio entre el mal que había causado y el que había recibido; concluyendo, por fin, que su castigo no era ciertamente una injusticia, pero era seguramente una iniquidad.
Los hombres no lo habían tocado más que para maltratarle. Todo contacto con ellos había sido una herida. Nunca, desde su infancia, exceptuando a su madre y a su hermana, nunca había encontrado una voz amiga, una mirada benévola. Así, de padecimiento en padecimiento, llegó a la convicción de que la vida es una guerra, y que en esta guerra él era el vencido. Y no teniendo más arma que el odio, resolvió aguzarlo en el presidio, y llevarlo consigo a su salida.
Había en Tolón una escuela para presidarios, en la cual se enseñaba lo más necesario a los desgraciados que tenían buena voluntad. Jean fue del número de los hombres de buena voluntad. Empezó a ir a la escuela a los cuarenta años, y aprendió a leer, a escribir y a contar. Pensó que fortalecer su inteligencia era fortalecer su odio; porque en ciertos casos la instrucción y la luz pueden servir de auxiliares al mal.
Digamos ahora una cosa triste: Jean, después de juzgar a la sociedad que había hecho su desgracia, juzgó a la Providencia que había hecho la sociedad, y la condenó también.
Así, durante estos diecinueve años de tortura y de esclavitud, su alma se elevó y decayó al mismo tiempo. En ella entraron la luz por un lado y las tinieblas por otro. Jean Valjean no tenía, como se ha visto, una naturaleza malvada. Aún era bueno cuando entró en el presidio. Allí condenó a la sociedad y supo que se hacía malo; condenó a la Providencia, y supo que se hacía impío.
¿Puede la naturaleza humana transformarse así completamente? Al hombre, creado bueno por Dios, ¿puede hacerlo malo el hombre? ¿Puede el destino modificar el alma completamente, y hacerla mala porque es malo el destino? ¿No hay en toda alma humana, no había en el alma de Jean Valjean en particular, una primera chispa, un elemento divino, incorruptible en este mundo, inmortal en el otro, que el bien puede desarrollar, encender, purificar, hacer brillar esplendorosamente, y que el mal no puede nunca apagar del todo?
¿Tenía conciencia el presidiario de todo lo que había pasado en él, y de todas las emociones que experimentaba? Preguntas profundas y obscuras para que este hombre rudo a ignorante pudiera responder. Había demasiada ignorancia en Jean Valjean para que, aun después de tanta desgracia, no quedase mucha vaguedad en su espíritu. Ni aun sabía exactamente lo que por él pasaba. Jean Valjean estaba en las tinieblas; sufría en las tinieblas; odiaba en las tinieblas. Vivía habitualmente en esta sombra, a tientas, como un ciego, como un soñador. Solamente a intervalos recibía súbitamente, de sí mismo o del exterior, un impulso de cólera, un aumento de padecimiento, un pálido y rápido relámpago que iluminaba toda su alma y que le mostraba, entre los resplandores de una luz horrible, los negros precipicios y las sombrías perspectivas de su destino.
Pero pasaba el relámpago, venía la noche, y ¿dónde estaba él? Ya no lo sabía.
Jean Valjean hablaba poco y no reía nunca. Era necesaria una emoción fuertísima para arrancarle, una o dos veces al año, esa lúgubre risa del forzado que es como el eco de una risa satánica. Parecía estar ocupado siempre en contemplar algo terrible.
Y en aquella penumbra sombría y tenebrosa en que vivía, no dejó de destacarse su increíble fuerza física. Y su agilidad, que era aún mayor que su fuerza. Ciertos presidiarios, fraguadores perpetuos de evasiones, concluyen por hacer de la fuerza y de la destreza combinadas una verdadera ciencia, la ciencia de los músculos. Subir por una vertical, y hallar puntos de apoyo donde no había apenas un desnivel, era solamente un juego para Jean Valjean.
No sin razón su pasaporte lo calificaba de "hombre muy peligroso".
De año en año se había ido desecando su alma, lenta, pero fatalmente. A alma seca, ojos secos. A su salida de presidio hacía diecinueve años que no había derramado una lágrima.