Los miserables (Labaila tr.)/III.8.5
En ese momento dieron un ligero golpe a la puerta; el hombre se precipitó hacia ella, y la abrió, exclamando con profundos saludos y sonrisas de adoración:
- Entrad, señor, dignaos entrar, mi respetable bienhechor, así como vuestra encantadora hija.
Un hombre de edad madura y una joven aparecieron en la puerta del desván.
Marius no había dejado su puesto. Lo que sintió en aquel momento no puede expresarse en ninguna lengua humana. Era Ella.
Todo el que haya amado sabe las acepciones resplandecientes que contienen las cuatro letras de esta palabra: Ella.
Era ella, efectivamente. Marius apenas la distinguía a través del luminoso vapor que se había esparcido súbitamente sobre sus ojos. Era aquel dulce ser ausente, aquel astro que para él había lucido durante seis meses; era aquella pupila, aquella frente, aquella boca, aquel bello rostro desvanecido, que lo había dejado sumiso en la oscuridad al marcharse.
La visión se había eclipsado y reaparecía.
Reaparecía en aquel desván, en aquella cueva asquerosa, en aquel horror.
La acompañaba el señor Blanco.
Había dado algunos pasos en el cuarto, y había dejado un gran paquete sobre la mesa. La Jondrette mayor se había retirado detrás de la puerta, y miraba con ojos tristes el sombrero de terciopelo, el abrigo de seda y aquel encantador rostro feliz.