Los miserables (Labaila tr.)/V.4.2
Marius permaneció mucho tiempo entre la vida y la muerte. Durante algunas semanas tuvo fiebre acompañada de delirio y síntomas cerebrales de alguna gravedad, causados más bien por la conmoción de las heridas en la cabeza que por las heridas mismas.
Repitió el nombre de Cosette noches enteras en medio de la locuacidad propia de la alta temperatura.
Mientras duró el peligro, el señor Gillenormand, a la cabecera del lecho de su nieto, estaba como Marius, ni vivo ni muerto.
Todos los días una, y hasta dos veces, un caballero de pelo blanco y decentemente vestido (tales eran las señas del portero), venía a saber del enfermo y dejaba para las curaciones un gran paquete de vendas.
Por fin, el 7 de septiembre, al cabo de tres meses desde la fatal noche en que le habían traído moribundo a casa de su abuelo, el médico declaró que había pasado el peligro. Empezó la convalecencia. Sin embargo, tuvo que permanecer aún más de dos meses sentado en un sillón, a causa de la fractura de la clavícula.
El señor Gillenormand padeció al principio todas las angustias para experimentar luego todas las dichas.
El día en que el facultativo le anunció que Marius estaba fuera de peligro, faltó poco al anciano para volverse loco; al entrar en su cuarto esa noche, bailó una gavota, imitó las castañuelas con los dedos y cantó.
Luego se arrodilló sobre una silla, y Vasco, que le veía desde la puerta a medio cerrar, no tuvo duda de que oraba. Hasta entonces no había creído verdaderamente en Dios. Marius pasó a ser el dueño de la casa; el señor Gillenormand, en el colmo de su júbilo, había abdicado, viniendo a ser el nieto de su nieto.
En cuanto a Marius, mientras se dejaba curar y cuidar, no tenía más que una idea fija: Cosette. No sabía qué había sido de ella. Los sucesos de la calle de la Chanvrerie vagaban como una nube en su memoria; los confusos nombres de Eponina, Gavroche, Mabeuf, Thenardier y todos sus amigos envueltos lúgubremente en el humo de la barricada, flotaban en su espíritu; la extraña aparición del señor Fauchelevent en aquella sangrienta aventura le causaba el efecto de un enigma en una tempestad. Tampoco comprendía cómo ni por quién había sido salvado. Los que lo rodeaban sabían sólo que le habían traído de noche en un coche de alquiler.
Pasado, presente, porvenir, nieblas, ideas vagas en su mente; pero en medio de aquella bruma había un punto inmóvil, una línea clara y precisa, una resolución, una voluntad: encontrar a Cosette.
Los cuidados y cariños de su abuelo no lo conmovían; quizá desconfiaba de aquella solicitud como de una cosa extraña y nueva, encaminada a dominarlo. Se mantenía, pues, frío. Y luego, a medida que iba cobrando fuerzas, renacían los antiguos agravios, se abrían de nuevo las envejecidas úlceras de su memoria, pensaba en el pasado, el coronel Pontmercy se interponía entre él y el señor Gillenormand, y el resultado era que ningún bien podía esperar de quien había sido tan injusto y tan duro con su padre. Su salud y la aspereza hacia su abuelo seguían la misma proporción. El anciano lo notaba, y sufría sin despegar los labios.
No cabía duda de que se aproximaba una crisis. Marius esperaba la ocasión para presentar el combate, y se preparaba para una negativa, en cuyo caso dislocaría su clavícula, dejaría al descubierto las llagas que aún estaban sin cerrarse, y rechazaría todo alimento. Las heridas eran sus municiones. Cosette o la muerte. Aguardó el momento favorable con la paciencia propia de los enfermos. Ese momento llegó.