Los miserables (Labaila tr.)/III.8.14
Al día siguiente, un niño caminaba en dirección a Fontainebleau. Era noche oscura. El muchacho era pálido, flaco; iba vestido de harapos, con un pantalón de lienzo en pleno invierno, y cantaba a voz en grito.
En la esquina de la calle del Petit-Banquier, una vieja encorvada rebuscaba en un montón de basura, a la luz del farol. El niño la empujó al pasar, y luego retrocedió, exclamando en tono burlón:
- ¡Qué te parece! ¡Y yo que había tomado esto por un perro enorme, ENORME!
La vieja, sofocada de indignación, se levantó, y el resplandor de la luz dio de lleno en su cara angulosa y arrugada, con patas de gallo que le bajaban casi hasta la boca. El cuerpo se perdía en la sombra, y sólo se veía la cabeza. Hubiérase dicho que era la máscara de la decrepitud dibujada por una luz en la noche.
El niño la miró atentamente.
- Esta señora -dijo- no es mi tipo de belleza.
Y prosiguió su camino, cantando:
montado en una perra.
Mambrú se fue a la guerra
no sé cuándo vendrá.
Al acabar el cuarto verso se detuvo. Había llegado delante del número 50-52, y hallando cerrada la puerta, comenzó a descargar sobre ella golpes y taconazos que llegaban a retumbar, y que eran testimonio más bien de los zapatos de hombre que llevaba que de los pies de niño que tenía.
Entretanto, la anciana que había encontrado en la esquina del Petit-Banquier corría detrás de él, lanzando gritos y haciendo gestos desmesurados.
- ¿Qué es eso?, ¿qué es eso? ¡Buen Dios! ¡Echan abajo la puerta! ¡Están derribando la casa!
Las patadas continuaban. La mujer gritaba a más no poder. De pronto se detuvo; había reconocido al pilluelo.
- ¡Ah, claro, tenías que ser tú, Satanás!
- ¡La vieja otra vez! -dijo el muchacho-. Buenas noches, tía Burgonmuche. Vengo a ver a mis antepasados.
La vieja respondió con una mueca:
- No hay nadie aquí, patán.
- ¿Dónde está mi padre?
- En la cárcel de la Force.
- ¡Vaya! ¿Y mi madre?
- En la de Saint-Lazare.
- ¿Y mis hermanas?
- En las Madelonnettes.
El niño se rascó la oreja, miró a la señora Burgon, y exclamó:
- ¡Qué te parece!
Luego hizo una pirueta, giró sobre sus talones, y un segundo después la mujer, que se había quedado en el umbral de la puerta, lo oyó cantar con voz clara y juvenil, perdiéndose entre los álamos que se estremecían al soplo del viento invernal:
montado en una perra.
Mambrú se fue a la guerra
no sé cuándo vendrá.
Si volverá por Pascua,
o por la Trinidad.