Los miserables (Labaila tr.)/V.8.5
Oyendo llamar a la puerta, Jean Valjean dijo con voz débil:
- Entrad, está abierto.
Aparecieron Cosette y Marius. Cosette se precipitó en el cuarto. Marius permaneció de pie en el umbral.
- ¡Cosette! -dijo Jean Valjean y se levantó con los brazos abiertos y trémulos, lívido, siniestro, mostrando una alegría inmensa en los ojos.
Cosette, ahogada por la emoción, cayó sobre su pecho, exclamando:
- ¡Padre!
Jean Valjean, fuera de sí, tartamudeaba:
- ¡Cosette! ¡Es ella! ¡Sois vos, señora! ¡Eres tú! ¡Ah, Dios mío!
Y sintiéndose estrechar por los brazos de Cosette, añadió:
- ¡Eres tú, sí! ¡Me perdonas, entonces!
Marius, bajando los párpados para detener sus lágrimas, dio un paso, y murmuró:
- ¡Padre!
- ¡Y vos también me perdonáis! -dijo Jean Valjean.
Marius no encontraba palabras y el anciano añadió:
- Gracias.
Cosette se sentó en las rodillas del anciano, separó sus cabellos blancos con un gesto adorable, y le besó la frente. Jean Valjean extasiado, no se oponía, y balbuceaba:
- ¡Qué tonto soy! Creía que no la volvería a ver. Figuraos, señor de Pontmercy, que en el mismo momento en que entrabais, me decía: "¡Todo se acabó! Ahí está su trajecito; soy un miserable, y no veré más a Cosette". Decía esto mientras subíais la escalera. ¿No es verdad que me había vuelto idiota? No se cuenta con la bondad infinita de Dios. Dios dijo: "¿Crees que te van a abandonar, tonto? No. No puede ser así. Este pobre viejo necesita a su ángel". ¡Y el ángel vino, y he vuelto a ver a mi Cosette, a mi querida Cosette! ¡Ah, cuánto he sufrido!
Estuvo un instante sin poder hablar; luego continuó:
- Tenía realmente necesidad de ver a Cosette un rato, de tiempo en tiempo. Sin embargo, sabía que estaba de sobra, y decía en mis adentros: "No te necesitan, quédate en tu rincón, nadie tiene derecho a eternizarse". ¡Ah, Dios de mi alma! ¡La vuelvo a ver! ¿Sabes, Cosette, que tu marido es un joven apuesto? ¡Ah! Llevas un bonito cuello bordado, me gusta mucho. Señor de Pontmercy, permitidme que la tutee; será por poco tiempo.
- ¡Qué maldad dejarnos de ese modo! -exclamó Cosette-. ¿Adónde habéis ido? ¿Por qué habéis estado ausente tanto tiempo? Antes vuestros viajes apenas duraban tres o cuatro días. He enviado a Nicolasa, y le respondían siempre que estabais fuera. ¿Cuándo regresasteis? ¿Por qué no nos avisasteis? Os veo con mal semblante: ¡Mal padre! ¡Enfermo y sin decírnoslo! Ten, Marius, toma su mano y verás qué fría está.
- Habéis venido, señor de Pontmercy; ¡conque me perdonáis! -repitió Jean Valjean.
A estas palabras los sentimientos que se agolpaban al corazón de Marius hallaron una salida, y el joven exclamó:
- Cosette, ¿no lo oyes? ¿No lo oyes que me pide perdón? ¿Sabes lo que me ha hecho, Cosette? Me ha salvado la vida. Más aún, te ha entregado a mí. Y después de salvarme y después de entregarte a mí, Cosette, ¿sabes lo que ha hecho de su persona? Se ha sacrificado. Eso ha hecho. ¡Y a mí, el ingrato, el olvidadizo, el cruel, el culpable, me dice gracias! Cosette, aunque pase toda la vida a los pies de este hombre siempre será poco. La barricada, la cloaca, el lodazal, todo lo atravesó por mí, por ti, Cosette, preservándome de mil muertes, que alejaba de mí y que aceptaba para él. En él está todo el valor, toda la virtud, todo el heroísmo. ¡Cosette, este hombre es un ángel!
- ¡Silencio! ¡Silencio! -murmuró apenas Jean Valjean- ¿Para qué decir esas cosas?
- ¡Pero vos! -exclamó Marius, con cierta cólera llena de veneración-, ¿por qué no lo habéis dicho? Es culpa vuestra también. ¡Salváis la vida a las personas y se lo ocultáis! ¡Y bajo pretexto de quitaros la máscara, os calumniáis! Es horrible.
- Dije la verdad -respondió Jean Valjean.
- No -replicó Marius-; la verdad es toda la verdad, y no habéis dicho sino parte. Erais el señor Magdalena, ¿por qué callarlo? Habíais salvado a Javert, ¿por qué callarlo? Yo os debía la vida, ¿por qué callarlo?
- Porque sabía que vos teníais razón, que era preciso que me alejara. Si os hubiera referido lo de la cloaca, me habríais retenido a vuestro lado. Debía, pues, callarme. Hablando, todo se echaba a perder.
- ¡Se echaba a perder! ¿Qué es lo que se echaba a perder? ¿Por ventura os figuráis que os vamos a dejar aquí? No. Os llevamos con nosotros, ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Cuando pienso que por casualidad he sabido estas cosas! Os llevamos con nosotros. Formaréis parte de nosotros mismos. Sois su padre y el mío. No pasaréis un día más en esta horrible casa. Mañana ya no estaréis aquí.
- Mañana -dijo Jean Valjean-, no estaré aquí, ni tampoco en vuestra casa.
- ¿Qué queréis decir? -dijo Marius-. Se acabarán los viajes. No os volveréis a separar de nosotros. Nos pertenecéis, y no os soltaremos.
- Esta vez -añadió Cosette-, emplearé la fuerza si es necesario.
Y riéndose, hizo ademán de coger al anciano en sus brazos.
- Vuestro cuarto está tal como estaba -continuó-. ¡Si supieseis qué bonito se ha puesto ahora el jardín! ¡Cuántas flores! Un petirrojo anidó en un agujero de la pared y un horrendo gato se lo comió. ¡Lloré tanto! Padre, vais a venir con nosotros. ¡Cómo va a alegrarse el abuelo! Tendréis vuestro lugar propio en el jardín y lo cultivaréis, veremos si vuestras fresas valen tanto como las mías. Una vez en casa, yo haré cuanto queráis, y vos me obedeceréis. ¿Verdad que sí?
Jean Valjean la escuchaba sin oírla. Percibía la música de su voz sin casi comprender el sentido de sus palabras y una de esas gruesas lágrimas, sombrías perlas del alma, se formaba lentamente en sus ojos.
- ¡Dios es bueno! -murmuró.
- ¡Padre querido! -dijo Cosette.
Jean Valjean prosiguió:
- No hay duda que sería delicioso vivir juntos. Tenéis árboles llenos de pájaros. Me pasearía las horas con Cosette. ¡Es grata la vida en compañía de las personas que uno quiere, darles los buenos días, oírse llamar en el jardín! Cada cual cultivaría un pequeño trozo. Ella me haría comer sus fresas, y yo le haría coger mis rosas. Sería delicioso pero...
Se detuvo, y luego dijo bajando más la voz:
- Es una pena.
La lágrima no cayó sino que entró de nuevo en la órbita y la reemplazó una sonrisa.
Cosette tomó las manos del anciano entre las suyas.
- ¡Dios mío! -exclamó-. Vuestras manos me parecen más frías que antes, ¿os sentís mal?
- ¿Yo? No -respondió Jean Valjean-, me siento bien. Sólo que...
Se detuvo.
- ¿Sólo qué?
- Sólo que me estoy muriendo.
Cosette y Marius se estremecieron.
- ¡Muriendo! -exclamó Marius.
- Sí -dijo Jean Valjean.
Respiró y sonriéndose repuso:
- Cosette, ¿no estabas hablando? Continúa, háblame más. ¿Conque el gato se comió a tu petirrojo? Habla, ¡déjame oír tu voz!
Marius petrificado, miraba al anciano. Cosette lanzó un grito desgarrador.
- ¡Padre! ¡Padre mío! Viviréis, sí, viviréis. Yo quiero que viváis. ¿Oís?
Jean Valjean alzó los ojos y los fijó en ella con adoración.
- ¡Oh, sí, prohíbeme que muera! ¿Quién sabe? Tal vez te obedezca. Iba a morir cuando entrasteis, y la muerte detuvo su golpe. Me pareció que renacía.
- Estáis lleno de fuerza y de vida -dijo Marius-. ¿Acaso imagináis que se muere tan fácilmente? Habéis tenido disgustos y no volveréis a tenerlos. ¡Os pido perdón de rodillas! Vais a vivir, y con nosotros y por largo tiempo. Os hemos recobrado.
Jean Valjean continuaba sonriendo.
- Señor de Pontmercy, aunque me recobraseis ¿me impediría eso que sea lo que soy? No; Dios ya ha decidido, y él no cambia sus planes. Es mejor que parta. La muerte lo arregla todo. Dios sabe mejor que nosotros lo que nos conviene. Que seáis dichosos, que haya en torno vuestro, hijos míos, lilas y ruiseñores, que vuestra vida sea un hermoso prado iluminado por el sol, que todo el encanto del cielo inunde vuestra alma, y que ahora yo, que para nada sirvo, me muera. Seamos razonables; no hay remedio ya; sé que no hay remedio. ¡Qué bueno es lo marido, Cosette! Con él estás mejor que conmigo.
Se oyó un ruido en la puerta. Era el médico que entraba.
- Buenos días y adiós, doctor -dijo Jean Valjean-. Estos son mis pobres hijos.
Marius se acercó al médico y lo miró anhelante. El médico le respondió con una expresiva mirada. Jean Valjean se volvió hacia Cosette y se puso a contemplarla como si quisiera atesorar recuerdos para una eternidad. En la profunda sombra donde ya había descendido, aún le era posible el éxtasis mirando a Cosette. La luz de aquel dulce rostro iluminaba su pálida faz. El médico le tomó el pulso.
- ¡Ah! ¡Os necesitaba tanto! -dijo el anciano dirigiéndose a Cosette y a Marius.
E inclinándose al oído del joven, añadió muy bajo:
- Pero ya es demasiado tarde.
Sin apartar casi los ojos de Cosette, miró al médico y a Marius con serenidad. Se oyó salir de su boca esta frase apenas articulada:
- Nada importa morir, pero no vivir es horrible.
De repente se levantó. Caminó con paso firme hacia la pared, rechazó a Marius y al médico que querían ayudarle, descolgó el crucifijo que había sobre su cama, volvió a sentarse como una persona sana, y dijo alzando la voz y colocando el crucifijo sobre la mesa:
- He ahí al Gran mártir.
Después sintió que su cabeza oscilaba, como si lo acometiera el vértigo en la tumba, y quedó con la vista fija. Cosette sostenía sus hombros y sollozaba, procurando hablarle.
- ¡Padre! No nos abandonéis. ¿Es posible que no os hayamos encontrado sino para perderos?
Hay algo de titubeo en el acto de morir. Va, viene, se adelanta hacia el sepulcro y se retrocede hacia la vida. Jean Valjean después del síncope, se serenó, y recobró casi una completa lucidez. Tomó la mano de Cosette y la besó.
- ¡Vuelve en sí, doctor, vuelve en sí! -gritó Marius.
- Sois muy buenos -dijo Jean Valjean-. Voy a explicaros lo que me ha causado viva pena. Señor de Pontmercy, me la ha causado que no hayáis querido tocar ese dinero. Ese dinero es de vuestra mujer. Esta es una de las razones, hijos míos, por la que me he alegrado tanto de veros. El azabache negro viene de Inglaterra y el azabache blanco de Noruega. En el papel que veis ahí consta todo esto. Para los brazaletes inventé sustituir los colgantes simplemente enlazados a los colgantes soldados. Es más bonito, mejor y menos caro. Ya comprenderéis cuánto dinero puede ganarse. Por tanto, la fortuna de Cosette es suya, legítimamente suya. Os refiero estos pormenores para que os tranquilicéis.
Había entrado la portera y miraba desde el umbral. Dijo al moribundo:
- ¿Queréis un sacerdote?
- Tengo uno -respondió Jean Valjean.
Es probable, en realidad, que el obispo lo estuviera asistiendo en su agonía. Cosette, con mucha suavidad, le puso una almohada bajo los riñones. Jean Valjean continuó:
- Señor de Pontmercy, no temáis nada, os lo suplico. Los seiscientos mil francos son de Cosette. Si no disfrutaseis de ellos, resultaría perdido todo el trabajo de mi vida. Habíamos conseguido fabricar con singular perfección los abalorios, y rivalizábamos con los de Berlín.
Cuando va a morir una persona que nos es querida, las miradas se fijan en ella como para retenerla. Los dos jóvenes, mudos de angustia, no sabiendo qué decir a la muerte, desesperados y trémulos, estaban de pie delante del anciano.
Jean Valjean decaía rápidamente. Su respiración era ya intermitente e interrumpida por un estertor. Le costaba trabajo cambiar de posición el antebrazo y los pies habían perdido todo movimiento. Al mismo tiempo que la miseria de los miembros y la postración del cuerpo crecían, toda la majestad del alma brillaba, desplegándose sobre su frente. La luz del mundo desconocido era ya visible en sus pupilas. Su rostro empalidecía, pero continuaba sonriendo. Hizo señas a Cosette de que se aproximara, y luego a Marius. Era sin duda el último minuto de su última hora, y se puso a hablarles con voz tan queda que parecía venir de lejos, como si en ese momento hubiera ya una pared divisoria entre ellos y él.
- Acércate; acercaos los dos. Os quiero mucho. ¡Ah! ¡Qué bueno es morir así! Tú también me quieres, Cosette. Yo sabía que lo quedaba siempre algún cariño para tu viejo. ¡Cuánto lo agradezco, niña mía, esta almohada! Me llorarás ¿no es verdad? Pero que no sea demasiado. Quiero que seáis felices, amados hijos. Los seiscientos mil francos, señor de Pontmercy, es dinero ganado honradamente. Podéis ser ricos sin repugnancia alguna. Será preciso que compréis un carruaje, que vayáis de vez en cuando a los teatros. Cosette, para ti bonitos vestidos de baile, para vuestros amigos buenas comidas. Sed dichosos. Estaba hace poco escribiendo una carta a Cosette, ya la encontrará. Te lego, hija mía, los dos candelabros que están sobre la chimenea. Son de plata; mas para mí son de oro, de diamantes, y convierten las velas en cirios. No sé si el que me los dio está satisfecho de mí en el Cielo. He hecho lo que he podido. Hijos míos, no olvidéis que soy un pobre, y os encargo que me hagáis enterrar en el primer rincón de tierra que haya a mano, con sólo una piedra por lápida. Es mi voluntad. Sobre la piedra no grabéis ningún nombre. Si Cosette quiere ir allí alguna vez se lo agradeceré. Vos también, señor Pontmercy. Debo confesaros que no siempre os he tenido afecto; os pido perdón. Os estoy muy agradecido, pues veo que haréis feliz a Cosette. ¡Si supieseis, señor Pontmercy, cuánto ha sido mi cariño hacia ella! Sus hermosas mejillas sonrosadas eran mi alegría; en cuanto la vela un poco pálida, ya estaba triste. Hay en la cómoda un billete de quinientos francos. Es para los pobres. Cosette, ¿ves tu trajecito allí sobre la cama? ¿Te acuerdas? No hace más de diez años de eso. ¡Cómo pasa el tiempo! Fuimos muy dichosos. Hijos míos, no lloréis, que no me voy muy lejos; desde allá os veré. Con sólo que miréis en la noche, mi sonrisa se os aparecerá. Cosette, ¿te acuerdas de Montfermeil? Estabas en el bosque y tenías miedo. ¿Te acuerdas cuando yo cogí el asa del cubo lleno de agua? Fue la primera vez que toqué tu pobre manita. ¡Y qué fría estaba! Entonces vuestras manos, señorita, tiraban a rojas, hoy brillan por su blancura. ¿Y la muñeca, lo acuerdas? La llamaste Catalina. ¡Qué de veces me hiciste reír, ángel mío! ¡Eras tan traviesa! No hacías más que jugar. Te colgabas las guindas de las orejas. En fin, son cosas pasadas. Los bosques que uno ha atravesado con su amada niña, los árboles que les han resguardado del sol, los conventos que les han resguardado de los hombres, las inocentes risas de la infancia; todo no es más que sombra. Se me figuró que esas cosas me pertenecían, y ahí estuvo el mal. Los Thenardier fueron muy perversos; pero hay que perdonarlos. Cosette, ha llegado el momento de decirte el nombre de tu madre. Se llamaba Fantina. Recuerda este nombre, Fantina. Arrodíllate cada vez que lo pronuncies. Ella padeció mucho, y te quería con locura. Su desgracia fue tan grande, como grande es tu felicidad. Dios lo dispuso así. Dios nos ve desde el cielo a todos, y en medio de sus brillantes estrellas sabe bien lo que hace. Me voy ahora, mis queridos hijos. Amaos mucho, siempre. En el mundo casi no hay nada más importante que amar. Pensad alguna vez en el pobre viejo que ha muerto aquí. Cosette mía, no tengo la culpa de no haberte visto en tanto tiempo; el corazón se me desgarraba, estaba medio loco. Hijos míos, no veo claro. Aún tenía que deciros muchas cosas; pero no importa. Vosotros sois seres benditos. No sé lo que siento, pero me parece que veo una luz. Acercaos más. Muero dichoso. Venid, acercad vuestras cabezas tan amadas para poner encima mis manos.
Cosette y Marius cayeron de rodillas, inundando de lágrimas las manos de Jean Valjean; manos augustas, pero que ya no se movían. Estaba echado hacia atrás, de modo que la luz de los candelabros iluminaba su pálido rostro dirigido hacia el cielo. Cosette y Marius cubrían sus manos de besos.
Estaba muerto.
Era una noche profundamente obscura; no había una estrella en el cielo. Sin duda, en la sombra un ángel inmenso, de pie y con las alas desplegadas, esperaba su alma.