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Historia general de la medicina en Chile/Capítulo XXXII

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CAPÍTULO XXXII. LORENZO SAZIE

Doctor en medicina de la Facultad de Paris.
Antiguo alumno de 1.ª clase de la Escuela Práctica.
Bachiller en ciencias de la Academia de Paris.
Interno de los hospitales y hospicios civiles.
Miembro titular de la Sociedad Frenológica y de la Sociedad Anatómica de Paris.
Profesor de obstetricia y cirugía operatoria de la Escuela Médica de Chile.
Médico en jefe de los hospitales de Santiago.
Presidente de la Junta de Beneficencia.
Miembro fundador y Decano de la Facultad de Medicina.
Caballero de la Legión de honor.



«Señores:[1]

Grande es sin duda el embarazo que experimento al cumplir con la grave misión de hacer el elogio de la más alta reputación médica que ha existido entre nosotros. Este embarazo se aumenta al considerar que están todavía calientes las cenizas del hombre extraordinrrio que durante treinta años fue el alma de la Escuela de Medicina, la cabeza de la Facultad, el apoyo de los establecimientos de beneficencia, el astro de esperanza y de consuelo pronto siempre á esparcir su benéfica luz sobre la frente del desgraciado. Todas las personas que me escuchan hallarán pálido el retrato del sabio cuya distinguida intelijencia pudieron apreciar en expléndidas manifestaciones; todos hallarán fria la palabra que ensalza al filántropo, al pensar que en cada choza hay un recuerdo más elocuente de su proverbial desinterés, que mi voz apagada y sin brillo. Y yo, que comprendo lo difícil de mi situación, sientá no tener el acento inmortalizador de Pariset para trasmitir o la posteridad la imájen de ese hombre singular, que tuvo el raro privilejio de ser entre nosotros la más alta personalidad de la intelijencia y de la virtud.

No podéis dudarlo, señores: voy á hablaros del señor doctor don Lorenzo Sazie, voy á hablar del sabio que supo elevar su modestia á la altura de su incomparable habilidad, voy á hablar del amigo noble y sincero, del cirujano sereno y brillante, del médico experimentado y sensible, del maestro afable y profundo. Historiador de una vida tan bien llenada, me congratulo de poder decir la verdad y de poder con ella sola despertar en el corazón de las personas que me escuchan las más ardientes simpatías hácia un noble carácter y hácia un talento incontestable.

Una misión tan difícil no podría ser desempeñada sin el apoyo de vuestra benevolencia; ni yo lo habría echado sobre mis débiles hombros sin el mandato de la Facultad de Medicina. Hoy que vengo á cumplir con este sagrado deber, espero que el recuerdo de aquel hermoso corazón y de aquella luminosa intelijencia prestará vida y calor á la imajen que voy á poner á vuestra vista: El Dr. don Lorenzo Sazie nació el 16 de Julio de 1807, en Mompezat, departamento de los Bajos Pirineos. Su padre, que era un honrado propietario, quiso dedicarlo á la carrera eclesiástica; pero las tendencias de su hijo hácia los estudios de ciencias naturales, se le presentaron como un obstáculo insuperable para la realización de sus planes.

El joven Sazie se desarrolló lentamente; su constitución delicada inspiraba serios temores á su familia, y en aquella época nadie habría podido figurarse basta qué punto la enerjía física de aquel niño tendría que robustecerse con el trabajo. Sus rápidos progresos estimularon al padre para dejarle seguir sus inclinaciones, y en medio de triunfos incesantes el joven Sazie recibió el grado de Bachiller en humanidades el 7 de Noviembre de 1825. Entonces fué cuando emprendió la lectura de los filósofos antiguos y de los clásicos de su país, que hacía su conversación tan amena y su instrucción tan sólida y variada.

Era ya tiempo deque Sazie fuera á establecerse en París, donde había de encontrar infinitos elementos de estudio; y en efecto, el joven fué confiado á los cuidados de un tío que debía enorgullecerse bien pronto de su protejido. Su protector, M. J. Cassaigne, consejero de la corte de Casación, oficial de la legión de honor; era un hombre influyente y reunía siempre en su casa abogados notables, diputados, literatos, una sociedad escojida, en que el joven Sazie vivió por algún tiempo, y que era propia para estimularle al trabajo, para despertar en él la mas justa de las ambiciones, la de ser algún dia un hombre eminente.

Con una intelijencia clara y flexible, con una actividad extraordinaria se le vió emprender el estudio de las ciencias naturales y distinguirse en todos sus cursos. Al mismo tiempo seguía las clases de medicina con un éxito brillante. Amigo del arte, ocupaba sus ratos de ocio en aprender la música, y en medio de la noche, cuando todos sus compañeros se entregaban al descanso, él trataba de imitar las inimitables melodías que había sentido exhalarse del májico violin de Paganini. El fruto de tan sorprendente actividad no podía dejarse esperar. El 10 de Julio de 1828 el joven Sazie recibía el grado de Bachiller en Ciencias y obtenía por oposición el honor de ser externo del Hotel-Dieu y del hospital de la Piedad; en 1830 se presentó á hacer oposición al internado, y después de una prueba brillante, fue admitido como interno en el hospital Necken y en el de San Luis.

Entregado ya exclusivamente al estudio de las ciencias médicas, su talento variado debía buscar otra fuente que calmase un tanto la sed insaciable de su espíritu. Desde entonces, apenas salia de sus clases, se le veía visitar ora el taller de un pintor, ora las cortes de justicia, donde podía oir la palabra de los más célebres abogados, ora la cámara de diputados, donde podía admirar la lójica severa y tranquila de Benjamin Costant ó la voz ardiente é incisiva de Casimiro Perier.

Entre tanto, Sazie era conocido de sus profesores mucho más de lo que su incomparable modestia pocha imajinar. El 12 de Febrero de 1831 recibía un pliego cerrado que contenia su nombramiento de Miembro de la Sociedad Anatómica, cuyo presidente era entonces el célebre anatomista M. Cruveilhier, y algunos dias más tarde se le nombraba Miembro de la Sociedad Frenolójica. En 1832 el cólera hacía grandes estragos en Paris, y Sazie iba á dar una prueba incontestable de abnegación y de valor. En medio de los horrores de un azote tan espantoso, no abandona el hospital, aumenta su ya prodijiosa actividad, hace autopsia de los coléricos que mueren, para estudiar las lesiones cadavéricas de la enfermedad; y las mujeres embarazadas que sucumben al peso de la formidable plaga, despiertan en la mente del joven problemas que trabajan incesantemente su espíritu.

¿Podría salvarse el producto de concepción practicando la operación cesárea en las mujeres recien muertas por el cólera y que llevan en el vientre un feto viable? ¿Podria conseguirse el resultado practicando la operación ántes de la muerte de la madre? El primero de los problemas es resuelto negativamente por el valeroso joven; quedaba por resolver el segundo. Su habilidad quirúrjica lo impulsa á hacer una tentativa, su sensibilidad detiene la mano atrevida del cirujano. Vacila; no es más que interno de los hospitales, no se atreve á echar sobre sus hombros tan grande responsabilidad; pera la idea queda torturándole por mucho tiempo y le mantiene triste y pensativo.

Sazie, á pesar de su modestia, debía comprender que no sería difícil realizar su noble propósito.

Una circunstancia particular debió aumentar su confianza. M. Emery era médico de la casa del banquero Perier y un dia rogó á Sazie que fuera á sustituirlo en esa casa, donde había un enfermo muy grave. El joven Sazie, después de ver al enfermo, se abstuvo de recetar manifestando que daría cuenta á M. Emery del estado en que el paciente se hallaba, pero la familia le expresó el deseo de que prescribiera algún remedio, pues M. Emery les había dicho que podían tener tanta confianza en el joven que les iba á mandar, como la que tenían en él mismo. Estas palabras de la familia demostraban claramente la alta estimación que le profesaba un hombre tan notable como M. Emerv.

Con la idea fija de hacer algo por la ciencia, Sazie habia permanecido siendo interno de los hospitales, á pesar de haber terminado sus estudios, pero la muerte de su tio y protector le causó tan gran pesadumbre que concibió la resolución de abandonar la Francia.

El año de 1833 don Miguel de la Barra, Encargado de Negocios de Chile en Paris, se dirijió á M. Orfila, pidiéndole un joven profesor, para la Escuela de Medicina de Chile, y M. Orfila señaló á don Lorenzo Sazie como el más á propósito para llenar los deseos del Gobierno de la República. Sazie aceptó, y viendo la necesidad de recibir el grado de doctor, escribió una tesis que lleva por título: «Propositions de Chirurgie et de Médicine practiques.» Para presentarla necesitaba un padrino, y seguro del valor de su trabajo, se dirijió á casa del barón Dupuytren, que lo recibió con la severidad con que el gran cirujano acostumbraba recibir á sus alumnos. Después de haber oído la súplica del joven Sazie, Dupuytren dejó la tesis sobre la mesa y le rogó volviera en algunos dias más. Ocho dias pasaron sin que Sazie se atreviera á volver á casa del barón Dupuytren; al cabo se decidió á hacerle una visita con el fin de saber si el altivo monarca de la cirugía se había dignado pasar la vista por su tesis. Grande fué la sorpresa de Sazie, cuando al dar su nombre al portero, supo que Dupuytren había encargado que apenas él se presentara fuese introducido á su gabinete. El portero cumplió con su consigna, y un instante después Sazie se hallaba en presencia del gran cirujano. Imposible sería pintar la angustia del jóven en esos primeros momentos en que Dupuytren le dijo: «he leído vuestra tesis y no sólo tendré un placer en ser vuestro padrino, sinó que me sentiria honrado si me dedicáseis vuestro trabajo.» Sazie salió lleno de satisfacción por semejante recibimiento, y el 14 de Noviembre de 1833 obtenía el grado de Doctor en Medicina de la Facultad de Paris. El 23 de Noviembre del mismo año firmaba un contrato con el Encargado de Negocios de Chile, don Miguel de la Barra, y á principios de 1834 se hallaba entre nosotros.

¿Quien era Sazie, para que Orfila, Decano de la Facultad de Medicina de Paris, lo recomendase al Gobierno de Chile?

Sazie era un hombre extraordinario. Con un talento incontestable, con una gran laboriosidad había tenido la suerte de escuchar la palabra autorizada de los más grandes maestros en las artes y en las ciencias. En filosofía había oido á Larromiguiére, en Química y Física á Thenard, Gay-Lussac y Orfila, en Botánica á Richard, en Zoología, Antropología, y Anatomía comparada, á Cuvier, Virey y Blainville, en Fisiología á Richerand y Magendie; en Medicina á Broussais, Andral, Aliber; en Cirugía á Dupuytren, Lisfrane y Velpau; en Obstetricia al barón Dubois. Versado en los clásicos latinos y franceses, que sabía de memoria, noble, valiente, abnegado, modesto, no creo que se me tache de exajerado si le llamo un hombre extraordinario. No sería yo tampoco el que caería en la exajeración, serian sus maestros.

Broussais decía, hablando de él: «que estaba dotado de una sólida instrucción y que tenía todas las cualidades necesarias para ser exelente profesor;» M. Emery: «que había dado pruebas de una alta capacidad médica, y quirúrgica, y que durante el tiempo que había estado como interno en su servicio, había desempeñado sus funciones con un celo y talento digno de los mas grandes elogios;» el barón Dubois: «que el celo y abnegación del joven Sazie sólo podían compararase con la solidez de sus conocimientos;» Jobert decía: «que en su servicio se había distinguido por su talento, no solo como médico práctico, sino como un hombre erudito y sabio;» M. Maury: «que estaba á la altura de todas las misiones que se le confiaran, y que era digno de todo interés que por él se tuviera.» He ahí las razones que me autorizan á llamarle un hombre eminente; he ahí las razones que determinaron á recomendar al Gobierno de Chile como la persona más á propósito para llenar sus exijencías.

Rarísimo es encontrar reunidas en un solo individuo las cualidades que adornaban al doctor Sazie; el hombre que las posee es un hombre extraordinario. Veinte y siete años tenia cuando había dado ya tantas pruebas de intelijencia, y al llegar á nuestro suelo nadie sospechaba siquiera que aquel joven médico era algo más que un estudiante aventajado. Sin embargo, era mucho más que eso; era una alta esperanza de la Escuela de Medicina de París, era una gran intelijencia y un gran corazón.

Tal era Sazie cuando llegó á Chile, y aun cuando su carrera había sido brillante durante su permanencia en Francia, lo fue mucho menos que en los treinta y un años que vivió entre nosotros.

Al pisar nuestros playas, era esbelto y bien conformado; su fisonomía, animada por la juventud y embellecida por su alma, tenia, con todo, la severidad meditabunda del hombre serio y experimentado, y esa fué una de las causas de la confianza que se depositó en él desde un principio, á pesar de sus pocos años.

Profesor de Medicina desde su llegada al país tuvo en poco tiempo una clientela imposible de conservar para cualquiera otra persona que no hubiera poseído su expléndida enerjía física; y los médicos de entonces, que lo habían mirado sólo como á un joven intelijente y modesto, principiaron á comprender, sobre todo cuando pudieron apreciarlo como cirujano, que aquel joven no había escuchado en vano la palabra de los más grandes maestros del arte.

En poco tiempo hablaba con singular facilidad la lengua española, y su palabra elocuente é incisiva, que caía de sus labios con el prestijio de un alto entendimiento y de una instrucción vastísima, desconcertaba siempre á sus adversarios en las consultas á que era llamado con frecuencia.

Las familias escuchaban su opinión con la inquietud de un reo que se halla delante de un juez, porque sabían que tarde ó temprano los resultados la justificarían plenamente; en cualquiera situación en que el enfermo se encontrase, por más desesperada que fuera, la del doctor Sazie tranquilizaba á la familia; todos sabían leer en aquella frente serena y espaciosa un recurso inesperado, uno de esos razgos de jenio que le caracterizaban,

¿Cual era el secreto de esa confianza ciega que sabía inspirar? El secreto de esa confianza es preciso buscarlo en el talento indisputable del doctor Sazie, en sus inmensos conocimientos, en su investigadora tranquilidad, en su fisonomía llena de intelijencia y de dulzura, en su fisonomía que al inclinarse sobre el lecho del moribundo, parecía la última visión anjélica que tienen los niños al dormirse con el sueño de la muerte. Recorramos lijeramente estos títulos con que ganó entre nosotros la más alta, la más justa, la más pura y la más sólida de las reputaciones.

Sazie era un gran médico.

Educado en la escuela de Paris, en que el diagnóstico es toda la medicina, en que el conocimiento de las enfermedades es la jimnástica diaria de la juventud médica, rara vez se equivocaba en la naturaleza de la afección que era llamado á tratar. Sereno, frio en la observación de los fenómenos mórbidos, los interpretaba siempre con una sorprendente rectitud, y si algunas veces había que reprocharle una profusión exajerada de remedios, cuando se trataba de la curación del enfermo, eso se explicaba fácilmente: lo desesperaba no poder encontrar en la terapéutica médica la sencillez, la precisión, la certeza que él hallaba en la semeiología; y todos los medios de acción que su prodijiosa memoria conservaba, se agrupaban en su mente y caian de su pluma más como un anhelo febril de salvar al paciente que como la tranquila elaboración de su activa intelijencia. Esos mismos remedios eran, por lo demás, agrupados con tanta habilidad, con tanta maestría, que no tardaban los enfermos en experimentar sus benéficos efectos. Tranquilo, amable, jeneroso, instruido, espiritual, tenía todas las virtudes que exije el ejercicio del arte.

Sazie era un gran cirujano.

No podia ser de otro modo; la cirugía con la exactitud de sus procedimientos, con la sencillez de su terapéutica franca y decisiva, debía ser el gusto de su espíritu recto y severo; con el escalpelo en la mano se transformaba como por encanto, y en los últimos años de su vida, se le veía ájil, risueño empuñar todavía el litotomo del hermano Cosme para penetrar en la profundidad de los tejidos y arrancar á la muerte uno de esos desgraciados calculosos cuya única esperanza es un cirujano de talento. Tenia, como operador, una incomparable tranquilidad; los accidentes más inesperados y más graves parecían no inquietarle siquiera, y en medio de los mayores peligros se le veia ejecutar sereno los más difíciles procedimientos operatorios. Pero que mucho que tal hiciera, él, que tan raras veces ejecutaba un procedimiento que no hubiera sido modificado por su jenio artístico, por su talento improvisador. Tenia, en efecto, esta envidiable facultad; sabía improvisar un aparato, un instrumento, un método operatorio á la cabecera del enfermo, y esto era en él una cosa habitual. Espíritu independiente, jamás se dejó arrastrar por la opinión ajena, jamás se le vió entusiasmarse por las innovaciones; antes, al contrario, las recibía con una fria reserva. El bisturí era todo su arsenal de cirugía porque bastaba un bisturí á su reconocida habilidad. Sazie amaba las dificultades; un dia que debia extirpar las amígdalas á una joven, uno de sus alumnos le dijo: «Señor, he traido el amigdalotomo de Fahnestock y está á vuestra disposición.»—Es una exelente invención para los que no conocen la situación de la carótida,» contestó el doctor Sazie, sacando del bolsillo un bisturí gastado y un gancho que él mismo había hecho, y que manejaba con singular maestría.

Sazie era admirable en la tocotecnia.

El arte de los partos le debe sus más expléndidos triunfos entre nosotros; no había oído en vano al barón Dubois. Las operaciones más difíciles de la tocotecnia eran para él un placer; las ejecutaba siempre con una asombrosa destreza. Y no vaya á creerse que practicaba bien las operaciones que el arte de los partos exije, por el hábito de practicarlas; de ninguna manera. Cada posición, cada movimiento, eran el resultado de un profundo conocimiento de la organización humana y de la situación particular de la enferma á quien se operaba.

Sazie era, además, un gran profesor.

No hacía un discurso cada vez que entraba en el anfiteatro, los hacía muy rara vez; pero, en cada cuestión importante, tomaba la palabra, y con una instrucción que tenía algo de prodijioso, con una lójica incontestable, con viril elocuencia no abandonaba el problema hasta haberlo resuelto bajo todos sus puntos de vista. El alumno no podía menos de quedar satisfecho.

Habilísimo en el arte de los partos, gran médico, gran cirujano, gran profesor, he ahí cualidades que pueden, cada una por sí sola, hacer la reputación de un hombre.

Pues bien, Sazie las poseía todas, y á pesar de la admiración que causa tan aventajada intelijencia, es preciso confesar que tenía algo más grande que esa intelijencia...: su corazón.

Ah! yo daría cualquier cosa porque se encargara de probar esta proposición uno de esos pobres que viven en los barrios apartados de Santiago; él os podría decir, con las lágrimas en los ojos, cuantas veces fué él á darle un remedio salvador y un pan para su familia. Esos pobres, que le vieron llegar siempre á su casa como una providencia y que lo han llorado como á un padre, saben su historia. Vais á permitirme, señores, relataros una anécdota que os probará más que todas mis aseveraciones.

En una noche del mes de Julio en que la lluvia corría á torrentes, el doctor Sazie salía á caballo de su casa; daban las dos y cuarto de la mañana; el jinete llevaba por delante un objeto que parecía ocultar cuidadosamente. Una persona tuvo la rara idea de seguirle y la paciencia de llegar con él hasta una de las calles, entonces casi despobladas del barrio de Yungay. Sazie dió algunos golpes á la puerta de una miserable vivienda, y pronto acudieron á abrirle; entró y volvió á salir un instante después.

«Está mejor», dijo al hombre que le había abierto, montó á caballo y regresó á su casa. ¿Sabéis, señores, lo que era aquel objeto que el doctor Sazie defendía de la lluvia ocultándolo debajo de su capa? Era la ropa de su lecho, que llevaba á una pobre parturienta que habia operado aquel mismo dia, á una pobre mujer que tenia frio porque habia perdido mucha sangre y porque el invierno no consulta para enviarnos su nieve la desnudez de los pobres. Yo vengo á denunciar ante la Facultad de Medicina á este jeneroso infractor de las leyes hijiénicas, que dormia sin cubrirse en el invierno cuando habia un infeliz que reclamaba la ropa de su lecho.

Estos hechos, que podria multiplicar fácilmente, elevan la figura del doctor Sazie á una inmensa altura. En efecto, jamás la historia del arte, vió reunidas en uno solo de sus representantes tantas y tan admirables cualidades; jamás la ciencia, la dulzura y la paciencia del gran médico, la habilidad, la audacia y la prudencia del gran cirujano, el desprendimiento y la jenerosidad del filántropo, la nobleza, la lealtad y la modestia de un gran corazón tuvieron una personificación mas digna que el doctor Sazie. Durante treinta años le hemos visto, soldado infatigable del bien, trabajar incesantemente sin tener un solo dia de reposo; durante treinta años le hemos visto á caballo, amonestado siempre por el rico que exijia una preferencia que Sazie daba sólo á la desgracia; durante treinta años le hemos visto, sufriendo con una paciencia santa el frio del invierno y el fuego de la temperatura estival, recorrer las calles de Santiago mientras los transeúntes echaban sobre él una mirada de respeto.

Nada era más difícil que encontrar á Sazie cuando le buscaba un potentado, pero el pobre le hallaba siempre dispuesto á servirles sin remuneración. Un dia, al salir de su casa, un joven se le acerca; «señor», le dice, «mi padre está gravemente enfermo, es preciso que vayais á verle ahora mismo.» «Imposible!,» contesta Sazie, «vuestro padre es rico y puede tener á su lado á todos los médicos de Santiago; yo tengo que ir á ver á un joven estudiante, que es la única esperanza de su madre sumida en la miseria. Si mas tarde soi todavía necesario, hacedme avisar.» Hé ahí una contestación que pinta al doctor Sazie.

Un hombre semejante debia alcanzar bien pronto gran celebridad y justa veneración. Sazie las alcanzó en breve. Nadie se pudo libertar de la lejítima influencia ejercida por su carácter y su talento; y si hubo alguien que no tuviera por Sazie la más sincera estimación, no vacilo en decirlo, ese era incapaz de comprenderle. La representación nacional le decretó la ciudadanía, porque quien así sabía servir á Chile merecía esta espontánea muestra de una alta distinción.

Algún extranjero preguntará talvez en donde está situado el palacio donde vivia tan noble personaje.

Todo Santiago lo sabe, pero acaso no saben sino mui pocos lo que contenían aquellas pobres habitaciones en las que pasaba muy pocas horas de la noche. Me vais á permitir conduciros hasta el interior de su casa.

Detrás del hospital de San Juan de Dios, vivia el Doctor Sazie en una pequeña casa, de la cual sólo ocupaba tres piezas. Las dos primeras estaban adornadas de estantes llenos de libros, de periódicos, de instrumentos de cirugía y de todos los elementos necesarios para el ensaye de metales. La tercera pieza, la más pequeña de todas, le servía de alcoba, y allí dormía rodeado de armarios henchidos de papeles en que había tenido la prolijidad de apuntar los nombres de los enfermos que habla tratado desde su llegada á Chile, las enfermedades de que padecieron, y los resultados obtenidos de los métodos curativos que habia empleado. En las dos primeras piezas se veian los retratos de Cuvier, Orfila, Dupuytren y Broussais. Del techo colgaba un cesto en el que habia un pedazo de carne fria, un pan y una botella de vino. Este cesto, que podía hacerse subir y bajar á voluntad por medio de una polea fijada en el techo, caia sobre la esquina de una mesa literalmente cubierta de instrumentos y periódicos. Sazie solia llegar á comer á la una ó dos de la mañana, pero cualquiera que fuera la hora, hacia bajar el cesto y comía un pedazo de carne y bebia un vaso de vino. Tan frugal alimentación le bastaba; y entonces, si aun no habian dado las dos ó tres de la mañana, trabajaba hasta esa hora, ya en estudios mineralójicos, á que era muy aficionado, ya estudiando los autores clásicos del arte de curar, autores que, según su expresión, eran la mina inagotable en donde tantos médicos modernos habian hallado sin gran trabajo todo lo que necesitaban para pasar por innovadores, publicando en bellas ediciones las viejas ideas de los maestros del arte.

En esas pobres habitaciones, en medio de cuyo desorden creia uno ver levantarse la figura simpática de Clainville, el doctor Sazie no recibía sinó al pobre que necesitaba de sus servicios; no quería que nadie fuera á sorprenderle en medio de tan incesante trabajo, de su virtud severa, y cuando algún amigo íntimo se atrevía á romper la consigna, la frente del sijiloso filántropo se enrojecía viendo que le habian sorprendido haciendo un bien que él quería ocultar.

Nada faltaba á hombre tan notable para vivir eternamente en la memoria de la sociedad que honró con su servicios; y sin embargo, como si no hubiera querido vivir un instante que no se consagrara al trabajo y al bien, resolvió, en medio de una epidemia desvastadora, entrar como simple soldado en esa gran batalla en que tantos jóvenes intelijentes cayeron para no volverse á levantar.

El tifus reinaba en la población de Santiago, y hacia numerosas víctimas en todas las clases de la sociedad.

La epidemia se propagó á las provincias y amenazaba tomar jigantescas proporciones. Los hospitales estaban llenos de enfermos. El hospital de mujeres, sobre todo, veia con dolor que los médicos que lo servían estaban ya exesivamente recargados de trabajo. Una nueva sala se abrió, y al dia siguiente estaba ya llena de febricitantes pero no tenia médico, el doctor Sazie, entonces médico en jefe de los hospitales, se presentó á servirla sin remuneración, y en esa sala, que asistía con su asuidad característica, el hábil cirujano debia encontrar la muerte. Aquella grande intelijencia debia morir en el trabajo y por el trabajo. El 20 de Noviembre, el doctor Sazie experimentó los primeros síntomas del tifus; desde aquel instante, cesó de asistir al hospital y pasó cinco dias tomando remedios sin dar aviso de su estado. El dia 24 estaba ya gravemente enfermo. El dia 25 se pudo entrar en sus piezas; habla ya cierta perturbación de sus facultades mentales y notable somnolencia.

El cuerpo médico, alarmado con tan fatal noticia, corrió á su lado, pero era tarde. A pesar de sus esfuerzos, la enfermedad siguió su marcha, y el 30 de Noviembre de 1865, á las 10 de la noche, el doctor Sazie nos abandonó para siempre.

Con la frente serena del pensador que no ignora que la muerte no es más que la transformación incesante del universo, con la serena resignación del que siente que su tarea ha sido bien desempeñada, Sazie vió llegar sin inmutarse á su antigua enemiga. El vigoroso atleta no podia ya luchar con ella: la enfermedad, esa Dalila traicionera, le tenia postrado á sus pies. Y sin embargo, la muerte no pudo borrar las huellas que dejaba su noble corazón; Sazie habia dicho al morir que no tenia bienes de fortuna y lo que es más raro todavía, que nadie le debia.

En sus piezas se encontraron cartas que contenian billetes de banco y que no hablan sido abiertas; se halló algún dinero en monedas que ya no circulaban y de cuya existencia Sazie no tenia conocimiento alguno. ¡Desprendimiento admirable de que sólo son capaces los que no aceptan la vida sino como un fugaz episodio del movimiento universal de la creación!

Así desapareció aquel espíritu poderoso.

La terrible nueva se comunicó como por encanto á toda la población, y al dia siguiente la ciudad estaba de duelo. Los alumnos de la Escuela de Medicina tiraban el carro que conducian sus restos á la mansión de los muertos; la Facultad de Medicina y una multitud inmensa formaban expontáneamente la comitiva fúnebre; sobre su tumba el reconocimiento y la amistad alzaron su voz para elojiar sus talentos y sus virtudes. Aquellas manifestaciones no tenian nada de oficial, eran el grito que arranca un dolor verdadero, porque las lágrimas no se decretan. Nada más justo que aquellas lágrimas: la Facultad médica habia perdido su alma, la Escuela de Medicina un gran maestro y los pobres un padre.

Bibliografía

Dedicado el Dr. Sazie á la enseñanza y al ejercicio profesional, no tuvo tiempo para cultivar la literatura médica. Entre varios informes, como Protomédico y Decano, se hallan los interesantes opúsculos siguientes:

Memoria sobre la reunión inmediata y sobre las ventajas de retardar la renovación del primer aparejo en las heridas que resultan de las grandes operaciones de cirugía.—«El Mercurio.»—Valparaiso, Agosto 23 y Noviembre 11 de 1836.

Es una erudita historia de los sistemas de curación quirúrgica. El autor dice que ha sido el primero en hacer experiencios de retardación en la renovación de apósitos y vendajes. Propagó su sistema en Francia, hasta tener la satisfacción de ver que los más eminentes cirujanos siguieron su consejo.

Informe del Protomédico, el la Facultad de Medicina.—Arch. de Id.—1844.

En este documento sobre higiene y policía sanitaria trata, principalmente, del mal venereo que puede ser avivado por nuevas infecciones. No limita las diferencias de estas afecciones, como era común en la época, y abarca con el nombre genérico de lúes ó venéreos, no sólo la sífilis, sino también la blenorragia, el chancro blando etc.

Al tratar del servicio hospitalario dice: «Monumentos del celo y la filantropía de los antepasados, los hospitales de Santiago han quedado ceñidos á sus antiguos límites en medio del incremento de la población y de las enfermedades. A pesar de su primitiva y bien entendida disposición, hace tiempo que son insuficientes y aun en ciertas estaciones los infelices pacientes son depositados en un verdadero lugar de infección.»

«El carácter grave de la disenteria, y de otras afecciones, la tenaz persistencia de la gangrena hospitalaria, de apariencia reciente, el pronto desarrollo de la escrófula, en individuos apenas predispuestos, son debidos á la acumulación de los enfermos, cuyas camas, escasamente compuestas, son casi siempre duplicadas en todas las salas.»

La reglamentación de la prostitución, propuesta por Sazie, no fué tomada en cuenta. A este respecto decía este profesor: «Las medidas precautorias, para librarse del mal y las coercitivas necesarias para impedir su propagación y continuación, apartándose de los usos establecidos entre nosotros, que podrán talvez traer la crítica de observadores superficiales y de una equivocada filantropía, consistirían en la inserción, en registros privados de la policía, de las mujeres públicas, que esta pudiese tener de continuo el ojo abierto sobre ellas, conocer á tiempo sus mudanzas de habitación, y de dirijir, oportunamente, al hospital las que hubiesen manifestado algún síntoma de venereo á la visita que se mandaría practicar, por médicos, sobre todas ellas, una ó dos veces cada semana.»

Determinación de los caracteres distintivos de la muerte aparente é indagación de los medios de prevenir los entierros anticipados.—Comunicación del Dr. Sazie, á la Facultad de que es Decano.—9 pág. A U.—1859.

Interesante resumen de la célebre Memoria del Dr. Bouchut, premiada, en 1846, por la Facultad de Medicina de Paris, acerca de la muerte aparente, que tan vivas discusiones produjo á principios del siglo XIX, en toda Europa. Tiene citas curiosas ó importantes, y una exposición, de los caracteres que hay que tomar en cuenta para comprobar la muerte y saber diferenciarla de la aparente.


  1. «Elogio» del Dr. Lorenzo Sazie, pronunciado por el Dr. Adolfo Valderrama, en la «Función Universitaria y Sesión de claustro pleno, celebrada el domingo 6 de Octubre de 1867, en el gran salón del nuevo edificio de la Universidad, para rendir homenaje á la memoria del Señor Decano de Medicina Dr. don Lorenzo Sazie.»

    Como un homenaje á la memoria del Dr. Sazie y de su ilustre biógrafo el Dr. Valderrama, honramos nuestras páginas publicándolo íntegramente.

Historia general de la medicina, tomo I de Pedro Lautaro Ferrer

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