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A flor de piel: 02

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Libro primero

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Capítulo I

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Hay un trágico cotidiano que es mucho más real, mucho más
profundo y mucho más conforme con nuestro ser verdadero
que el trágico de las grandes aventuras.


MAETERLINCK.


... ... ... ... ...
 Tus lunares van a ser causa
que me echen a mí de esta casa.
... ... ... ... ...
Que me echen a mí de esta casa.


...Y Lucerito Soler, grácil y vibradora, se marcó un tango con toda la sal de la tierra de María Santísima y toda la voluptuosa, languidez de las danzas moras, haciendo destacarse lujuriantes las divinas formas de su cuerpo bajo el vergel florido de un mantón de Manila de largos flecos. Un brazo en alto, sosteniendo sobre los bandós de pelo negro, brillante y azulado, que recortaban la pura frente de helénico entrecejo, el redondo sombrero de color tabaco, y el otro un poco echado hacia atrás, dibujando armoniosa curva que remataba castañeteante la fina mano de corte aristocrático, mareaba con los piececitos de niña los compases del baile, mientras sus ojos, inmensos, misteriosos, nostálgicos, indefinibles, languidecían henchidos de picardías y deseos, y sus dientes, blancos y menudos, mordían ansiosamente la fruta prohibida de sus labios rojos, en vago prometer de voluptuosidades.

Hallábase el teatrucho aquella noche casi vacío. En la pequeña sala, pintada de verde claro y alumbrada por algunos brazos de bronce dorado, con tulipas de luz eléctrica, el director de orquesta, un anciano de plateada trova, luenga barba nevada y enorme nariz roja de alcoholizado, que evocaba en su apostura los retratos de los grandes genios musicales fotografiados en las fototipias de las cajas de cerillas, llevaba con la venerable cabeza el compás de la canallesca musiquilla, mientras sus torpes dedos corrían el teclado del destemplado piano; de los violines, el uno, adolescente, pálido, de rostro alargado, raído traje, corbata a la diabla y largas guedejas rojizas -hacía pensar en esas figuras semidolorosas, semigrotescas, que entrevemos al recorrer las páginas de un álbum de Gavarny -tocaba con aire ora arrobado, ora ensoñador; y el otro, un vulgar padre de familia, exornada la cara de dorados lentes y espesa pelambrera peinada en cepillo, arrancaba de mala gana desgarradas notas a su violín, ansioso de que llegase la hora de marchar, y maldiciendo de aquel público que hacía repetir una y otra, vez los mismos aires. En las primeras filas de butacas, unos cuantos viejos verdes y algunos niños calaveras pateaban, coreaban, aplaudían y gritaban obscenidades; dos o tres paletos permanecían embobados ante las artistas.

-Maño, ¡qué pantorrillas! ¡Si lo supiese la parienta!

Y allá, al final del patio, enamorada pareja -barbudo el galán, frágil la niña- departían tiernamente. Arriba, en el gallinero, hacinábanse algunos chulos -pianistas, vividores, maletas y follones-, que recordaban extrañamente los príncipes velazqueños, con soldados y prostitutas.

En un proscenio, el excelentísimo señor don Pomponio Augusto Gómez; el «Héroe de la Pampa» se inclinaba sobre el barandal en contemplación de aquellas curvas, amenazando con estrellar la cabeza ilustre, nimbada por la gloria, respetada por las balas, donde tantos admirables planes guerreros se habían incubado, contra los vulgares tablones del salón-concert.

Tenía el general, con aquel rostro (tan moreno de color que le hacía parecer mulato) en que brillaban torvos los negros ojos, cobijados por enormes cejas, y en que la nariz de presa se inclinaba buscando por encima de los enhiestos mostachos los gruesos labios, y aquella estatura, que el ademán de noble fiereza agigantaba, el aspecto heroico de un bandolero italiano del siglo XVII, o de un guerrillero español de la epopeya de la Independencia. Su historia debió de ser aventurera y romancesca, y fue una de tantas borrosas historias como circulan por cuenta de los personajes sudamericanos. De origen desconocido, apareció, primero, como modesto industrial; después, acaparando todas las acciones (las malas, según María Montaraz) de varias Compañías de seguros sobre vidas y capitales, Compañías que dieron al traste con no pocas existencias y fortunas; prófugo después de declararse en quiebra, se alzó un buen día con la presidencia de la República después de la acción del fuerte de San José, en que, al frente de un pelotón de cincuenta jinetes, tomó el famoso reducto que se tenía por inexpugnable, y que defendían veinte cañones y dos mil quinientos hombres, según él, pues malas lenguas (Tinita Franqueza y la Pancorbo) afirmaban saber de buena tinta que los cañones no disparaban y que los hombres eran veinticinco, contando nueve, enfermos y once borrachos. Ahora viajaba por Europa en estudio de costumbres, que con trascendentales reformas deseaba implantar en su país, y el marqués de San Balandrán -embustero y lioso, que, cosa rara, sabía sacar partido de su vanidad en provecho propio-, siempre esclavo del protocolo, le servía de cicerone y sujetaba en aquel momento por los faldones del frac. El guerrero volviose, brillantes los ojos y congestionado el rostro:

-Es curioso... curioso... típico -y se frotó las manos satisfecho.

San Balandrán, gran amante, como buen español, de las tradiciones castizas -¡le importaban un bledo las tales tradiciones, pero posaba de serio y de castizo!-, habló de nuestros bailes.

-¡Oh el tango! ¡hermosa danza! ¡Lástima grande que lo hayan adulterado bailándolo mujerzuelas! ¡Y para qué público! ¡Había que ver qué publiquito!... Soez...

Bien lo sabía el general: era aquél achaque de los pueblos de raza latina.

-La sangre, querido marqués, la sangre.

Y satisfecho de su profundo sentenciar, hizo un gesto de suficiencia, y volviose para seguir contemplando a la bailaora.

Mientras una sonrisa concupiscente profanaba la noble majestad del rostro heroico, el marqués seguía lamentándose con homéricos acentos de la dolorosa decadencia habida en las danzas clásicas españolas. ¡Oh! los peregrinos bailes que tenían algo de las vetustas danzas sagradas, y algo de las lánguidas danzas moras. No conocía el general la de los Seises de la catedral de Sevilla. -La tradición...- Y el marqués seguía, seguía disertando latamente sobre el acabamiento de las verdaderas costumbres nacionales, sin que el héroe, a caza de algún encanto entrevisto en los rápidos movimientos del baile, prestase atención a sus palabras.

-Es doloroso -jeremiaba el marqués-, bailes tan artísticos caídos tan bajo.

-Un dolor, mi amigo -asintió el general-. Porque la tal Lucerito ¡será una pieza...!

¡Una bribona de la peor especie! Se contaban de ella verdaderos horrores: se decía que mató a otra mujer por celos. ¡Una hembra bravía! Y eso que apenas si cumplirá los veintiún años.

Los ojos del general brillaron, mientras sus manos hacían un gesto de trágico espanto y sus labios formulaban trémulos:

-¿Veintiún años? ¡Qué horror! -y luego, distraídamente, como quien no quiere la cosa-: ¿Y dónde vive esa desdichada?

¡Pch! San Balandrán no la trataba; pero, si el general tenía empeño en conocerla, Julito Calabrés podía presentarle.

¿Empeño? ¡Ninguno! Curiosidad, mera curiosidad... Como había venido a estudiar costumbres...

-Claro está. ¡Naturalísimo!

Frente por frente, en una platea, se desbordaba procaz la cocotesca elegancia de «aquellas locas». En primer término, María Montaraz, vistiendo roja falda, blusa blanca con almidonado cuello y sangriento corbatín torero, coronados los rizos, negros como el azabache, por ladeado sombrerillo del mismo color que la corbata, adornado con enorme pluma, se abanicaba escandalosamente con el «perico» de taurómaco país, y flechaba con sus ojos de sacerdotisa de Osiris al Niño de las Verónicas, que tres filas más atrás lucía su empaque torero. Junto a María, inquietante en aquella su belleza de ocaso, la princesa Wladimirosky, de paso en Madrid, lucía la artificiosa blancura de su escote ubérrimo entre los terciopelos de un traje verde obscuro, ostentaba sobre sus cabellos de color de lino pequeño birrete negro adornado con dos plumas esmeraldinas que le caían hasta media espalda, y entusiasmada aplaudía las españolas danzas. Detrás de la Montaraz, y un poco al abrigo de las miradas insolentes del público, Lina Monreal, envuelta en gasas de un tono bleu Sèvres, al pecho enorme ramo de rosas rojas de Bengala, entre los rubios cabellos rosas y plumas a modo de lambalesco tocado, miraba con frecuencia al fondo del palco, donde se adivinaba fina silueta donjuanesca.

Había envejecido mucho Lina Monreal desde aquel glorioso triunfo que le costara la vida a Adolfo Luna. Junto a la jocunda cara de la alocada morena, resaltaba más la tristeza do sus ojos verdes, donde el sufrimiento esparciera una sombra melancólica. En su frente, antes tersa como hojas de magnolia, el beso trágico del sufrimiento que floreciera en el declinar de su vida, había impreso un pliegue doliente. Su rostro se crispaba en gesto sobresaltado, casi ansioso, y sus movimientos, antaño gatunos, plenos de sutil gracia, eran ahora lentos, con un no sé qué de dejadez que impresionaba.

El telón acababa de alzarse nuevamente, y en el centro del reducido escenario, alumbrado por algunas luces rojas y verdes, reapareció Lucerito Soler. Falda sedeña de color musgo, mediana cola, y anchos volantes, descendía de su cintura grácil; un mantón verde también, donde florecían enormes rosas amarillas, de calentura, ceñía, el cuerpo andrógino, casi impúber, dibujando las suaves curvas de los senos y las más opulentas de las caderas. No podía decirse si era bella; era inquietante, perversa; turbadora en la alegría de su gracia gitana; reveladora en la divina languidez de su melancolía moruna. Tenía terso el pecho de niña o de adolescente, marcándose apenas el nevado montículo de las sagradas colinas; el cuello no muy largo, fino, lechoso, filigranado de venas azules, se erguía sosteniendo ladeada la bella cabeza. La frente clásica, tal ateniense estatua de Minerva; el pelo negro, de un negro azulado como las alas del cuervo, encrespado, formaba cortos rizos en torno a la cabeza. Sus ojos eran bellos y eran trágicos; ojos de misterio, ojos de lujuria, ojos de dolor. No eran negros como la noche, ni celestes como el ensueño; eran sombríos y brillantes. Guardados en el cofrecillo de alabastro de sus párpados que las pestañas de seda cerraban, cobijadas por el arco armonioso de la ceja, tenían fulgores de negra luz. Hacían pensar a veces en las carceleras, en las soleares, en los cantares serranos donde se llora a la madre muerta y al amor que pasa, donde se canta el azulado flamear de las navajas y las rejas carcelarias, a las calladas ternuras y a los amores trágicos en que la sangre corre mezclada con los vinos de oro, y otras evocaban los fieros ojos de las heroínas bíblicas, los fieros ojos de Judith, matadora. Y desgarrando la palidez marmórea del rostro, se abría, tal sangrienta herida, la boca, de finos labios bermejos.

La orquesta preludiaba las notas de la Farruca, y había en el aire como una evocación de guzlas morunas tañendo en Alhambras filigranadas como encajes, añorar de canciones entonadas por el agua al caer en los tazones de mármol del patio de los Leones, nostalgias del cielo de Damasco y de los cármenes de Granada. Tenía aquella música voluptuosidades y misterios: primero notas temblorosas, como despertar de sensualidades; después más intensas, sostenidas en trémolos interminables, como palpitaciones de contenida pasión; luego violentas, brutales, agudas, vibradoras, tempestades de lujuria demoníaca, para concluir en una nota temblorosa, interminable, cansada, gemidora.

Lucerito, de pie en el centro del escenario, ligeramente ondulado el cuerpo, un brazo en alto, a la par del pecho el otro, danzaba lentamente, moviendo el cuerpo con ritmo ofidiano, entornados los ojos y entreabiertos los labios por leve jadear. Danzaba despacio, con espasmos interminables de cansada lujuria; después más deprisa, sacudida por un vendaval de pasión, retorciéndose, descoyuntándose, flageladora la cabellera de enroscadas sierpes, en blanco los ojos y crispada la boca en un gesto casi doloroso; y de pronto, como poseída de un vértigo de locura, saltaba prodigiosamente, iba y venía en giros rapidísimos, caía y tornaba a levantarse, desbaratándose, en el claroscuro rembrantesco de la luz roja y verde, las líneas divinas de su cuerpo, para volver presto a unirse con apariencias monstruosas de goyesco capricho. Y al fin, en un desesperado chirriar de los violines, caía de rodillas para seguir retorciéndose, presa de diabólico maleficio, hasta quedar inerte en supremo desfallecer.

La silueta del que en el fondo del palco yacía aburrido, fumando cigarrillo sobre cigarrillo, se había ido incorporando. Ahora Willy Martínez miraba interesado, y en su enfermiza imaginación desnudaba a aquella mujer. El escultor dejaba paso al hombre, y éste se recreaba, en imaginar la leve gracia del cuerpo casi infantil. Sin querer había mirado dos o tres veces a Lina, y comparaba aquella pubertad semejante a espléndido amanecer de los trópicos con la cansada belleza de otoñal crepúsculo veneciano de la Monreal. E hizo un parangón entre los ojos que tenían el fulgor de los brillantes negros con las pálidas esmeraldas que tantas veces viera veladas de lágrimas, y la sangrienta herida de la boca con las pálidas rosas que florecían en los marchitos labios de su amiga. Y pensó en las pasiones fuertes que consumen con su llama todas las demás pasiones, como el incendio de un bosque anula fundiendo en sí pastoriles hogueras, y en aquellas otras pobres pasiones que tenían la vergonzosa tristeza de un Calvario. Y Willy, egoísta como todos los que se sienten muy amados, pensó en la molestia de ayudar a soportar la cruz a quien por él la llevaba, y ansió vivir y ser dichoso, pensando con brutal egoísmo: «Antes estoy yo que ella».

Los ojos tristes se posaban en él interrogantes con inquieta sorpresa. Al fin, Lina, no pudiendo contenerse más, fue hacia donde él estaba. Apoyó la rodilla en el diván y la mano en su hombro.

-¿Qué te pasa?

-Nada.

-¿Te aburres?

-¡Pch!

Callaron. Ella cubría la vista del escenario y le miraba ansiosa. El se inclinó para seguir contemplando a la gitana que en el tablado ritmaba sensualidades.

-Willy...

-¿Qué quieres?

La voz del galán tenía dejos de impaciencia. La pobre mujer, con esa clarividencia de los que aman mucho, notolo, y sus ojos tornáronse más tristes.

-Siento que hayamos venido -dijo-. Si hubiese sabido que ibas a aburrirte... Pero, por obsequiar a Edda.

-Ahora no me aburro. Déjame ver.

Con la garganta seca preguntó la dama:

-¿Te gusta la Soler?

Y aunque quería aparentar alegre ironía, la voz sonaba, con extraño timbre metálico.

Hizo él un gesto de impaciencia.

-¡Qué me va a gustar!... Baila. bien... Déjame ver.

-¡Hijo, que aproveche! -la voz de la dama era desgarrada, llena de despecho; pero no se movió.

El calló, deseando acabar la cuestión, y siguió mirando.

Lina rompió el silencio:

-¿Ves? ¿Lo ves como no se puede ir contigo a ninguna parte?

Willy clamó, impaciente:

-Contigo es con quien no se puede ir ni a la esquina, ¿oyes?, ¡ni a la esquina! Lo único que nos faltaba, un escandalito delante de ese demonio de extranjera. ¡Si acabaremos por no poder estar con nadie! Tendremos que pasar todo el día solos, como los amantes de Teruel, tonta ella, y tonto él.

-¡Ojalá! -y aquella palabra, que apenas formularon sus labios, cobraba en los de aquella mujer no sé qué grandeza, como ráfaga de un gran misterio de dolor que rompía la corteza de su frívolo vivir.

Cada vez más irritado, prosiguió:

-Pues, ¿para qué me has traído aquí? Será para lucirme como a un faldero, o para estar mirándote toda la noche como a retablo gótico.

-¿Y por qué no?

Y había lágrimas en su voz y en sus ojos.

-Vamos, déjame en paz o me voy.

Un «canalla» desfloró apenas sus labios; luego murmuró, doliente:

-¡Qué felices son las mujeres honradas!

María Montaraz se daba a todos los demonios (ninguno la quería). ¡Aquella Lina estaba desatinada! Iba a llegar día en que no se podría ir en su compañía. Cuidado, que ella -María- no era estrecha, de manga (¡qué había de ser!); pero aquellas escenas eran tan desagradables, de un mal gusto... Y más, delante de gente extraña... ¿Qué pensaría la princesa? (que, dicho sea entre paréntesis, la tal princesa era una cualquier cosa). Y se volvió a ella para explicar la conducta un poco extraña de su amiga; pero, ¿cómo? Si la decía que Lina y Willy vivían englobaos, no la iba a entender. Buscó mentalmente en su diccionario... Si la decía que eran amoureux mentía a sabiendas... Un menage... ¡Justamente! ¡al pelo! un menage. Y comenzó a explicárselo con todos sus pelos y señales. Ya podía comprender, ponerse en su caso. (¡Se habría puesto tantas veces, que una más...!)

Sí, sí. La princesa lo comprendía todo (según la Pancorbo, a fuerza de estudiarlo). Ella no se asustaba (estaba curada de sustos). En aquellas cosas... María volvió por los fueros de aquellas cosas.

-No, si se suelen llevar muy bien; pero hoy...

Y, nerviosa, dejó escapar el abanico que aleteaba entre sus dedos, y que, chocando primero contra los forjados hierros del barandal, fue a estrellarse contra el entarimado del suelo, moviendo gran estrépito. Al verlo caer, lanzó débil grito acompañado de un gesto de cómica consternación.

Una voz allá, en el gallinero, repitió el grito, y luego otra y otra. Un «no te asustes, prenda» fue acompañado de algunos ¡olés! La morena, se volvió a Julito Calabrés, que de pie en el palco exhibía su empaque lorrainesco, satisfecho de verse objeto de la pública expectación.

-Se están pitorreando de nosotros -dijo.

-Si eres atroz... Estoy azorado.

Y se volvía a todas partes, sonriendo satisfecho, buscando alguien conocido que contase al día siguiente la aventura de «aquellas locas», incluyéndole a él como principal actor.

En butacas estaba Rosendo Calvet -chismoso como una portera- con aquella toilette de pretenciosa cursilería, que pregonaba a la legua el quiero y no puedo, y aquél sería su Homero...

Mientras, el escándalo iba en crescendo. Los gritos, las risas, los aplausos aumentaban por momentos. El general habíase salido del palco. Él, como guerrero invicto y caballero ilustre, no podía ver afrentar a damas en su presencia, y por eso... al comenzar un peligro, se ausentaba discretamente. María se puso en pie, aproximándose a Lina.

-Hija, ¿qué pasa? -preguntó ésta-. ¿La degollación de los Santos Inocentes?

-De los santos indecentes, querrás decir.

Y rió alocadamente.

La Wladimirosky estaba encantada. ¡Oh, qué cosa tan española! ¡Qué bello país galante! Porque aquella dama no comprendía más que una España de pandereta, la España de navaja y alamares que amaron Dumas y Gautier. Era una extravagante por carácter y por pose. Polaca, casada con un gran señor ruso, sintiose arrebatada por las evangélicas doctrinas de Tolstoi, y tan honda compasión sintió por los siervos, y tales fueron sus aproximaciones a ellos, que su marido, que aun conservaba algo de la brutalidad de sus antepasados, quiso que con sus esclavos compartiera, el knut, de que (y -habla la Pancorbo- no era cosa de dudarlo, cuando tantos amigos afirmaban haberlas visto) aun conservaba en su cuerpo las señales. Divorciada después de esta aventura, y errante por Europa, la vida fue para ella, perpetuo correr de sensacionales lances. Conspiradora en Polonia, apóstol del feminismo en Norte-América, sportwoman en Inglaterra, 'dilettanti en Italia, había viajado por Andalucía, acariciando la secreta esperanza de hacerse amar de un toreador y secuestrar por un facineroso con patillas de boca de hacha, calañés y polainas.

El vocerío amainaba; pero Lina, impaciente, más por los celos que por temor al escándalo, se quería ir.

-Esto se acabó. ¿Vamos?

Y se puso en pie.

María se acercó al barandal, y miró a su pobre abanico caído.

-Julito, mi vida, ¿sabes lo que debías de hacer? Bajar por mi abanico.

-Estás fresca. Jamais de la vie!

-¡Qué amable!

Y fijó sus ojos, llenos de pena, en el abanico, y luego en el Niño de las Verónicas. Este se alzó de su asiento, y lento, con andares toreros, se aproximó al palco, recogió del suelo el «perico» y se lo tendió a la dama, llevándose la mano al sombrero. Ella rió, flechando en él los ojos, que quiso hacer matadores (y no fueron más que banderilleros); después murmuró:

-¡Al pelo!... Gracias.

En el teatro resonó una salva de aplausos.



Bajo los focos de luz eléctrica, mezclados los negros gabanes de los caballeros con los llamativos abrigos de las damas, formaban grupo, bulliciosos y parleros, junto al Panhard de Lina, que trepidaba de impaciencia.

Algunos golfos comentadores les contemplaban con impertinente curiosidad; a unos cuantos pasos de ellos, el Niño de las Verónicas ponía varas a María Montaraz, que reía escandalosamente y se timaba con una desvergüenza admirable. Entre las risas en sordina, vibraban como notas agudas el hablar exótico de la Wladimirosky, que arrastraba las erres y se comía las jotas, y las notas agudas, ceceantes, de María. La morena les embromaba con sus proyectos para aquella noche, y las palabras, llenas de frívola banalidad, se clavaban en el corazón de Lina, que disimulaba, fingiendo regocijo.

¡Ay, general! -chillaba la Montaraz-. ¡Dios sabe dónde irán ustedes ahora!

-A la cama.

-Detalles no, ¡por Dios!

Y fingió pudoroso espanto. Luego, volviéndose a Julito:

-Hijo, no sé cómo os gusta iros con esas prójimas. ¡Tan brutas!

El caballero murmuró algo que sonó a la dama, como rivalidades del oficio o competencias.

-No, si es un pendón. No compares, haz el favor. A mí todavía no me han sacado en ninguna procesión.

-¡Qué injusticia! ¡Estás postergada!

-¡Guasón!

-¡No te apures, que ya te llegará el turno!

-¡Magras!

Mientras, Lina hablaba acaloradamente con Willy.

-¿Vienes en el auto?

-¿No ves que no cabemos?

-Como caber...

El hizo un gesto de impaciencia.

-Como no me siente encima de la Wladimirosky...

Ella preguntó con voz que, pese a sus esfuerzos por parecer natural, denunciaba su inquietud:

-¿Te vas a tu casa?

-Sí.

Fue un «sí» largo, nervioso, aburrido.

-¿Vendrás a almorzar mañana?

-Iré.

-No me des mico.

El galán se impacientaba.

-No, no. Iré, sin falta.

Subieron al automóvil. Sonaban las voces de los caballeros, protestando débilmente, y las risas locas de las damas, en banvillesca algarabía. De pronto, una nota más hueca, más sonora, rasgó el melódico concierto. ¡Bah!, nada. A Lina, que se le habría desgarrado la risa. María la miró. Las tristezas que vivían en el fondo de su corazón se asomaban a las ventanas de sus ojos, y perlaban una lágrima en el borde de las pestañas de oro.


Épigraphe pour un lyre condamné - Libro primero: I - II - III - IV
V - VI - Libro segundo: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - El tiempo - Libro tercero: I