A flor de piel: 12

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A flor de piel de Antonio de Hoyos y Vinent


Capítulo V[editar]


Chercheuses d'infini, dévotes et satyres!
CHARLES BAUDELAIRE.



De un cantar canalla
tengo el alma llena;
de un cantar canalla
que dice sangre y pena.


Entre el vibrar de las cuerdas de la guitarra al rasguear de los dedos femeninos, surgían las notas del cantar serrano, entonado por la voz, que quería ser trágica y era sólo desgarrada, de Herminia Álvarez.

Sentada en medio del cuarto sobre la tapa de un baúl, cruzada una pierna sobre otra, dejando ver el nacimiento de la fina y no mal torneada pantorrilla; echada hacia atrás la cabeza, a que la cabellera negra y rizada daba aspecto salvaje; descubierta la frente por el ala, violentamente remangada por una pluma de gallo, del borgoñón que tocaba, gorjeaba, frunciendo la cara en un esfuerzo gutural de cantaora, tratando de poner en sus ojos negros y grandes -ni tan negros ni tan grandes como ella creía- un reflejo nostálgico, mientras sus manos saltaban por las cuerdas de la guitarra como dos pájaros que picotearan en los alambres de la jaula.

Revuelta confusión de cosas llenaba el cuarto: ropas masculinas, calzado, sombreros, paquetes, libros con rimbombantes ofertorios, colecciones de postales, de vistas y fotograbados, chucherías recordatorias de cosmopolitismo ferial, fotografías de artistas de Music-halls en trajes casi primitivos y de eminencias de la política y de las artes embutidas en graves levitas o solemnes uniformes, tiernamente dedicadas unas -«A mi nene», «A mon bebe cheri», «A mi chaval». Pomposamente ofrecidas otras -«Al ilustre general americano», «Al héroe de la Pampa», «Homenaje de admiración»-, se desbordaban de los baúles, escalaban los muebles -imitación mala de ébano, tapizados de raso azul- en desorden, cubrían las mesas vestidas de tapetes, ni muy limpios ni muy elegantes, amontonábanse en confuso remolino sobre la cama, contribuyendo a aumentar lo poco hospitalario del aspecto de nido de paso de aquel hórrido cuarto de hotel madrileño. Por la ventana entreabierta penetraba el bochorno de la tarde primaveral, y con él, apagados por la distancia, subían el chapotear de las herraduras sobre el asfalto, los agudos de las bocinas automovilistas, los pregones de los vendedores, el rumor de conversaciones de la multitud que desfilaba del paseo por la concurrida calle, y sobre aquella horrísona algarabía alzábanse las notas, que querían ser trágicas y eran sólo desgarradas, del cantar:

De un cantar canalla
tengo el alma llena;
de un cantar canalla
que dice sangre y pena.

Aplaudieron todos. Doña Pacomia Álvarez, aquella buena señoras que, según Julito, habían cazado con lazo cuando se hallaba subida en un cocotero, surgió del fondo de la poltrona donde yacía anonadada, por imposible gordura, que su languidez americana acrecentaba, dificultando sus movimientos todos y dándole apariencias de colosal cetáceo, y volviendo hacia la condesa de Fuensalvada el rostro de luna llena, donde aun quedaban trazos de su belleza de criolla, en los ojos negros y hermosos, de bondadosa mirada, con viveza que hizo relampaguear los enormes solitarios fulgurantes en sus orejas y temblar sobre su cabeza el extravagante armatoste, cumplido muestrario de la fauna y flora del trópico, que lo servía de sombrero, dió suelta a su maternal entusiasmo en el fluir de su voz premiosa, lenta, ceceante, dulce como el agua del coco, languideciente en cada palabra.

-¡Josú! ¡Josú! ¡Bendita Virgen de Guadalupe, las cosas que aquella niña sabía! ¡Cantaba como un sinsonte, y más coplas que Santos Vega! ¡Y todito sacado de su cabeza.! ¡Era su orgullo, su bendición! ¡Cosa igual nunca se había visto! ¡Porque no sabía la condesa qué castigo son los hijos!

¿Que no? -Y la condesa, con la amabilidad que le prestaba la tercera taza de té, que precedida y seguida de no escaso cortejo de emparedados y pastelitos se engullía -protestó. ¡Ya lo creo que lo sabía! Verdad que, a Dios gracias, había gozado la suerte de que sus hijas sa muriesen antes de tener tiempo de ocasionar otras molestias que las naturales del parto, y aun esas disminuidas en todo lo posible, pues a la mayor la había dado a luz en el tren, en una excursión de placer entre Niza y Mónaco, y a la pequeña Chichita, la que murió del mal de San Vito, en el portal de casa de Ponferrada, la noche de un baile de trajes a que acudió la dama vestida de diosa de la fecundidad; pero ya sabía madame Álvarez el refrán -¿no lo sabía?- «Al que Dios no le da hijos...», y allí estaba Charito, su sobrina -llena a los veinticinco años de candores de colegiala-, asomada al balcón, riéndose con estrépito, mirando a los hombres y diciendo las mayores atrocidades al majadero de Rosendo Calvet, colado allí como en todas partes, que le daba cuerda con la santa intención de contar luego los desatinos de aquella grandísima loca como pruebas de la gran confianza en él depositada, que no la dejaría por embustera. Gracias que ella no se preocupaba. ¿Y para qué? ¡Al fin y al cabo, acabaría por hacer lo que lo diese la gana! Alguna atrocidad sería; pero tanto valía una como otra. ¡Si encontrase algún necio (como la condesa -buena cristiana- le pedía a Dios todos los días) que cargase con ella! Porque primos sí los encontraba; pero eran todos carnales.

Ellas, con las Álvarez y Masgda Florián, que apoyada en la chimenea, donde, por bajo un montón de calcetines escoceses y dos libros de pornografía boulevardesca, aparecía la egregia efigie del rey de Italia dedicada «Al héroe invicto del fuerte de San José», charlaba con Julito Calabrés -eran los únicos restantes allí de la numerosa concurrencia que acudiera a despedir al caudillo, al anuncio ingerto en los «Ecos de sociedad» de El Imparcial, de que partía para su país con objeto de poner en orden sus asuntos y contraer matrimonio con la bellísima señorita Herminia Álvarez, hija única del millonario mexicano del mismo apellido, para luego, en compañía de su gentil consorte, venir a instalarse entre nosotros, donde tantas simpatías cuentan ambos». Noticia que completaba otra, inserta tres líneas más abajo, dando cuenta de la adquisición de terrenos en la Castellana, y el encargo dado por los señores de Álvarez a reputado arquitecto de construir un hotel.

Al cebo de los millones mexicanos en manos del general, con el necesario y natural cortejo de palacio, bailes y comidas, había invadido la fonda medio Madrid. Lina y María fuéronse pronto; tenían abajo el club, pues con pretexto del automóvil había la Monreal quitado el coche, y el dichoso automóvil se pasaba la vida descompuesto, obligando a su dueña a hacer uso de un destartalado alquilón del Círculo, y no podían detenerse. La Wladimirosky, también de despedida, pues se largaba Dios sabe dónde no había hecho más que entrar y salir, cargada con sus retratos de toreadores (unos dedicados, otros no), y sus trofeos taurinos, marchándose en busca de un calañés que no podía encontrar, y que deseaba para dar golpe en París; la Pancorbo, con Elisita a remolque, se fue a las Flores de Mayo en San Pascual, y casi en cuadro, había la futura generala agarrado la guitarra, y dejándose llevar por su afición por lo flamenco, arrancado por soleares con su voz un poco bronca, pero no desagradable:

De un cantar canalla
tengo el alma llena;
de un cantar canalla
que dice sangre y pena.

El veterano miraba a su novia, y sonreía satisfecho. No estaba mal con aquel su airecito entre golfo y gaucho y aquel gracejo canalla, sobre todo para acompañada de cien mil pesos anuales. Verdad que era una loca, que estaba muy mal educada, y que casándose con ella corría el peligro que la Montaraz clasificara como «peligro de pasar a la mitología en vez de a la historia»; pero ¡bah!, el general tenía la amplia filosofía de los maridos shakespearianos, y si en alguno de los personajes del semidiós hubiese de hallar su igual, seguramente que no sería el Otelo, y sí tal vez en Falstaff.

Volvió a mirar a su novia, y tornó a sonreír; decididamente, no resultaba mal así, sentada con descoco en el baúl, la guitarra entre los brazos, echada hacia atrás la cabeza, mostrando la carita morena, a que la nariz chata y remangada, los ojos negros y pícaros y la boca grande, de labios gruesos y rojos y dientes un poco separados, daban desvergonzada gracia. Cierto que no podía compararse aquel truhanesco gracejo con la trágica belleza de Magda Florián, pero ésta no era más que la realización de un goce, el amor; un amor excelso, semidivino llevado a ultrahumana, exaltación, sí, pero al fin y al cabo sólo el amor, y Herminia era la vida, con sus goces todos que la fortuna le procuraría, era un ocaso espléndido que se le ofrecía después de un día -¿qué es lo vida sino un día?- de tormenta, una retirada cómoda, y triunfal después de la batalla; y él, que era lo que en lenguaje literario se llama un epicúreo, y en vulgar un vividor, pensaba en la suma de placeres que aquellos millones, que el destino ponía en su mano, podían proporcionarle, traídos a Europa a cubierto de los vientos que en aquellas lejanas tierras alzaban y demolían caprichosamente fortunas y poderes. Y entre todos aquellos goces, el supremo de en su vejez verse rodeado del respeto de las gentes, él que tan poco respetable se sentía. Además, ¿a qué hacerse ilusiones? Era ya viejo, y entregado a la exaltación de amor a que aquella insaciable de voluptuosidad física y moral le arrastraba, podría durar dos o tres años, para luego caer inútil ya, vencido, anonadado, piltrafa humana, mientras ella, victoriosa en su perpetua e inmutable belleza, seguiría su camino.

Allí, a dos pasos de él, la vampiresa exponía a Julito Calabrés su ideal de amor, aquella hiperestesia pasional que ardía en ella, consumiéndola y dándola nueva vida como a fénix de amor.

Era no muy alta, esbelta, aérea, sutil a pesar del moldeamiento maravilloso de su feminidad, que se dibujaba excitadora bajo el fino paño del traje negro, plegado, sencillo, que ceñía su cuerpo aristocratizado por la soberbia piel de marta echada por cima de sus hombros. Sus cabellos brillantes, ligeramente ondulados, negros hasta reflejar azul, nimbaban de sombra el rostro pálido, casi cadavérico, donde la boca, marcada con un rictus doloroso, era sólo fina pincelada de púrpura, y los ojos sombríos y brillantes abismos de pasión. Pequeño sombrero negro, con dos enormes plumas que le caían por la espalda, completaban su figura. Y sus manos de madona angélica, largas y blancas, pero no yertas y agarrotadas, sino nerviosas, en perpetua movilidad, revoloteaban semejantes a dos mariposas de nieve.

-Créeme -decía con su voz cálida, pastosa, húmeda de voluptuosidad-, el amor es lo único que vale la pena en la vida, lo único que puede llenar la existencia y romper la anonadante monotonía de nuestro vegetar cotidiano. Yo no comprendo existir más que del amor y para el amor, y te aseguro que cuando veo la imbecilidad del vivir de cuantos me rodean me siento orgullosa de ser como soy. Pasar por este mundo bastándole a uno para llenar días y días luchas de vanidades, emulaciones, chismes, envidias, no lo comprendo.

Y añadió melancólica:

-¡Y no me comprenden a mí tampoco!

-Ahí está el mal -asintió Julito-. No te comprenden.

-¿Y qué más da? Me comprendo yo, y basta. Te juro que cuando paso entre ellos, entregados a la lucha por mil miserias que constituyen la urdimbre de su vida, y siento en el ambiente flotar esa cobarde hostilidad hacia mí, que he sabido hacerme un yo y vivir mi vida, la mía, la que yo me he creado y no la que me dieron hecha con molde, me siento tan alto, tan por cima de ellos, que un orgullo satánico se apodera de mí y pienso que los dioses y los genios son únicos, y pienso que cuando un Dios sintió el capricho de bajar entre los hombres lo crucificaron. Yo -prosiguió exaltándose- respeto todo lo que es sincero, todo lo que nace de un sentimiento, una creencia, o una pasión, pero no lo que sacrifica la verdad de nuestro creer o de nuestro sentir a convencionalismo estúpido nacido en la hipocresía de los unos, alimentado en la cobardía de los otros.

Magnífica en su exaltación, sus gestos teatrales, abarcadores, su boca húmeda, jadeante, y sus ojos en que brillaba el genio o la locura -¿qué más da? ¿no es la locura prolongación del genio o el genio encauzamiento de la locura?- dábanle el aspecto de iluminada.

Y Julito, estudiándole atentamente y asintiendo a cuanto decía con aquel ademán suyo, muy chic, muy afectado, pensaba, para su capote: «¡Pero, qué loca estás, hija! ¡Por menos llevan otras camisa de fuerza!» Y convirtiéndolo todo en literatura, estudiaba el tipo, gran tipo para uno de aquellos cuentos imitación de Lorraine, que eran su especialidad.

El general también la contemplaba, pero inquieto, temeroso del giro que podía dar a las cosas aquella desequilibrada. ¡Si iría a meter la pata y a echarlo todo a perder con alguna de sus salidas de tono! ¡ Era triste cosa pasar la vida en acecho de una ocasión propicia para asir la fortuna, y cuando era llegada verse a merced de aquella cabeza donde cabía todo menos el sentido común! De ella se podía temer cualquier locura; decididamente, no estaría tranquilo hasta verse en alta mar.

Aquellos días los había pasado en hacer equilibrios para evitar la escena de rompimiento; pero habían sido de prueba para él. Más de una vez en su transcurso sintió loco prurito de huir y de ponerse a salvo; pero temió que su fuga, excitando a Magda, le hiciese atropellar por todo y provocase la catástrofe. Así, ni lo bastante noble para fiar en el sacrificio y el perdón si se ponía en sus manos, ni bastante osado para provocar la tragedia, ni lo suficientemente dueño de sí para vencer con maquiavélicas artes, sufría un suplicio de terror, llegando a desear a veces que el drama surgiera aun a riesgo de perderlo todo, con tal de descansar y vivir libre de aquel perpetuo sobresalto.

De un cantar canalla
tengo el alma llena;
de un cantar canalla
que dice sangre y pena.

La condesa se levantó... ¡Fastidio igual! Comía en casa de Marianita Pomarés, y tenía que irse... A ver dónde se había metido Charito... ¡Cabeza como aquélla! Nada, ¡barbarizando en el balcón!

Había entablado palique con un inglés que ocupaba el cuarto de al lado, y le estaba epatando... «¿No querías españolerías?... ¡Pues chúpate esa!»

Doña Pacomia también se iba. Con el viaje no estaba para nada... Luego, aquellos dichosos criados... Si no estaba ella... Y a ella le entraba una pereza... un cansancio... Con Herminia no había que contar. En cuanto entraba en casa, trincaba la guitarra, y ya que no la buscasen. ¡Cosa igual! Pero, eso sí, ¡tocaba como los propios ángeles!

Rosendo Calvet les acompañaba, llevado del prurito de exhibirse en compañía de tan excelsas damas, y Julito comía en casa del príncipe Cesaroff, un extravagante, taumaturgo y oculista, que conoció en París, en casa de Colette Willy, y también se largaba.

El general tembló. ¿Irían a dejarlo solo con Magda? Pero ésta avanzaba lentamente hacia él, tendidas las manos en ademán de amical despedida.

-General, ¡feliz viaje, y hasta la vuelta, que espero sea pronto!

Hablaba tranquila en apariencia, frívola, mundana, sin que ni un solo músculo de su cara traicionara la interna tempestad, muy caídos los párpados para ocultar la llama de pasión que brillaba en el fondo de sus ojos. Don Pomponio, casi tranquilo, estrechó las manos frías, viscosas, como las de un cadáver. Ella, con voz firme formuló:

-Adiós. ¡Que seas muy feliz!

Le tuteó por primera vez, cínica, brutal, alta la cabeza y abiertos los ojos.

Aquel tuteo hollador de las conveniencias pareció pasar inadvertido para la condesa y doña Pacomia; «ocasionó un codazo de Charito a Calvet, que tomó nota -¡un chisme más!-, y rebajó a los ojos de Julito a la Florián tres codos. ¡Valiente venganza! ¡Mucho le importaría al general! ¡Como si no estuviesen todos al cabo de la calle!... Aquello lo que hacía era darle cartel!

Salieron. El viajero les acompañó solícito. En la escalera aun se repitieron los saludos.

-Adiós, adiós... Buen viaje...Volver pronto.

Comenzaron el descenso; Magda se detuvo.

-Los guantes... Los dejé...

-Voy por ellos.

Y el guerrero, casi a la carrera, entró en el cuarto.

La Florián esperó un momento; luego miró hacia abajo. Nadie le aguardaba. Las Álvarez y Calvet se habían ido ya; Julito y las Fuensalvada bajaban lentos, cuchicheando y arrancándoles tiras de pellejo a las otras (por eso se quedaban siempre los últimos, para ser los postreros en hablar mal). Rápida subió los escalones ya descendidos, y avanzando por el pasillo se deslizó en el cuarto, cerró la puerta con doble vuelta de llave y se abrió de brazos con un bello gesto dramático de crucificada, mientras al ruido el caudillo alzaba la cabeza.

-Soy yo.

Quiso él aparentar tranquilidad, y, sonriendo forzadamente, murmuró con voz que trató de que fuese natural y que, pese a su esfuerzo, sonó temblorosa:

-¿Tú?... Pues no parecen los guantes.

Y aparentó buscarlos. Él, el caudillo invicto del fuerte de San José; él, que no temblara ni ante las hordas gauchas ni ante los acreedores de aquella famosa «Tranquilidad», Sociedad de seguros, tenía miedo, lo que se llama miedo, y ante aquella mujer, rosa cogida en el jardín del amor para aromar algunas de sus horas otoñales, sentía erizarse sus cabellos y un escalofrío correr por su espalda. Decididamente, la vida no tiene otro valor que el de aquello que podemos perder con ella. Con supremo esfuerzo se acercó a su amadora.

-Pues nada, no parecen -dijo, y añadió con jovial galantería-: ¿Sabes que estás muy guapa, pero muy guapa?

Le miró, ansiosa, interrogadora, al fondo de las pupilas, y con voz doliente, llena de anhelo, preguntó:

-¿De veras me encuentras guapa?

-¡Guapísima! -afirmó, mundano.

No tomaban mal giro las cosas. ¡Más valía así! Y, egoísta, pensó: «Me quiere aún, y cederá».

Tornó ella a interrogar:

-¿Muy guapa?... ¿No mientes?... Y ya, ¿para qué? -añadió melancólica.

-Guapísima -afirmó, rotundo.

Con voz temblorosa preguntó aún:

-¿Más que ella? ¿Más que Herminia?

-¡Mil veces más! -ratificó presuroso, sincero ahora.

Ella se miró en sus ojos para leer verdad o mentira. Leyó verdad.

-Entonces, ¿por qué me dejas? -formuló, trémula.

Él se acercó a ella y le cogió las manos; después, lentamente, le condujo al sofá y se sentó a su lado, como en la escena de amor de una comedia romántica.

-¿Que por qué te dejo? -formuló lentamente-. Yo no te dejo, porque nadie deja lo que constituye su dicha... Es la vida, la vida implacable que nos separa... ¡Si vieses qué triste estoy!

Y había en sus palabras sentimental resignación y verteriana melancolía.

-La vida -prosiguió- es muy cruel a veces, y lo es ahora con nosotros... ¿No ves que todo es imposible? Yo soy viejo, pobre, en una palabra, nada, y ¿quieres tú, joven y hermosa, atar tu suerte a la mía?... ¡Qué sería de nosotros juntos, ligados para siempre, aislados, pobres, olvidados!... Soy sincero -y sus palabras, vestidas de lealtad y nobleza, vibraban realmente sinceras-; debo serlo contigo, que me has dado los mejores días de mi vida; soy pobre y viejo, y cuando las cosas llegan al grado que entre nosotros han llegado, no hay sino romperlas o romper con el mundo, olvidar familia, nombre, posición, amigos... y no por mí, que eso no importa -mentía a sabiendas-, sino por ti. ¿Qué voy a darte en cambio de lo que te quito? Mi vejez y mi miseria. El amor en sí solo no basta, créeme. Hace falta, o juventud, que hace verlo todo bello, o dinero, que lo embellece todo.

Con voz desgarrada, húmeda de amargura, protestó:

-¡Si me quisieses...! Pero razonas, y cuando se razona no se quiere.

-Eso es en un amor -rectificó- impulsivo, ciego.

-El amor es siempre ciego -afirmó contundente.

Se hizo más insinuante:

-¿Quieres que lo eche todo a rodar, que lo dejo todo?... Si tú lo quieres lo haré... ¿Sí? ¡Pues ya está! Me quedo. Pero oye, ¿no ves que vamos a ser muy desdichados? ¿no ves que soy viejo? ¡viejo! ¡Dios mío, cómo convencerte de que te quiero, pero de que todo es imposible! Mira, para ti es la vida; una mujer, hermosa, por añadidura, vence siempre, sobre todo si está sola... ¿Y vas a convertirte en hermana de la caridad de un viejo que tendrás que ver morir a tu lado?

Tuvo Magda una frase echegarayesca:

-¡Moriré contigo! -dijo magnífica en su gesto admirablemente teatral.

-¡Ah, no, no! -protestó él-. Tendrás dos, tres, cuatro años de pasión, y después nada. Comenzarás a comprender tu locura, te arrepentirás y me reprocharás el haberte empujado a ella. ¡Y qué días entonces solos, frente a frente con nuestro desengaño! ¡Entonces aprenderás que no hay nada más triste que la soledad de dos en compañía!

Hablaba insinuante, hábil, tratando de envolver a la pasional en la sutil red de su dialéctica, Ella parecía casi vencida, cuando su vehemencia pasional estalló arrollándolo todo:

-¡Mentira! ¡Mentira! ¡Todo pretextos para romper, para huir! ¡Todo una comedia! ¿Por qué has tomado mi alma entonces y no te has contentado con el don de mi cuerpo, que te hice pródiga? ¿Por qué me has querido tan tuya, para hablarme luego del frío de la vejez y del olvido? Me quisiste tuya, y tuya quiero ser siempre, ¿me oyes? ¡siempre!

Hablaba exaltada, loca. Siguió:

-En la vida no hay más que una cosa buena, el amor, y de él quiero vivir. ¡El amor, tu amor, el tuyo, tu vida!

Palpitante, estremecida de pasión, casi caída sobre él, se estrechaba temblorosa contra su pecho y buscaba ansiosa con su boca calenturienta, bajo la nieve de los mostachos, el fuego de los labios seniles.

-¡Bah! Era eso, una hora de amor, lo que quería, -pensó el galán, sin perder la noción de las cosas en aquel rápido sucederse de emociones-: menos mal.

Verdad que no estaba él ya para muchos despilfarros, pero, ¿qué hacerle? ¡a grandes males grandes remedios!

Se dejó llevar de aquel torbellino de pasión que le envolvía, y una vez más, entre los brazos sabios de Magda Florián, perdió la noción del tiempo y del espacio.



Sentada en el borde del revuelto lecho, lloraba sin consuelo. Por su rostro, de albura, mortuoria, resbalaban lágrimas cristalinas, redondas, perfectas, como perlas de vidrio por las mejillas de cera de una Dolorosa. Los encajes desgarrados de la camisa dejaban al descubierto los pechos, pequeños, erectos, núbiles, provocadores, punteados de rosa. Y la cabellera destrenzada, era como manto de sombra que casi la envolvía.

A corta distancia, el general, en mangas de camisa, enhiestos los mostachos y alborotado el pelo, respirando un no sé qué de grotescamente lúbrico, que evocaba los viejos verdes de las novelas de Paul de Kock, la mirada impaciente, cruzado de brazos, deseando acabar.

Atroz bochorno pesaba sobre el cuarto, anonadante. Un moscardón zumbaba en torno a la bombilla eléctrica; al través de la puerta cerrada, se oían confusos los mil rumores del hotel, y llegaban hasta ellos graves, sonoras, contundentes, diez campanadas que el reloj de la Puerta del Sol descargaba como mazazos sobre el yunque del nocturno silencio.

-¡No me dejes! ¡No me dejes! -imploraba doliente Magda-. ¡No me dejes! ¡No me dejes! -tornaba a jeremiar, apartando con un gesto desesperado el negro velo que la cabellera endrina tendía sobre el bello rostro bañado en llanto-. ¡No me dejes! ¡No me dejes! -gemía siempre en un rogar anhelante de piedad, vencida por aquella catástrofe de su dicha, que huía para siempre-. ¡No me dejes! ¡No me dejes! ¿No ves que sin ti no puedo vivir? ¡Ya que no por amor, por lástima! ¡Piensa qué será de mí sin tenerte a mi lado!

El general se impacientaba. Aquella escena no podía eternizarse; era preciso acabar, y acabar pronto. Además, aquellas horas de amor no buscadas y vividas contra su gusto, evaporando su diplomacia, le hacían más brutal, más cruel; desaparecía el hombre de mundo, el político, el prócer, y no quedaba más que el ser natural, impulsivo y egoísta.

-Ya te he dicho que no es posible, que la vida lo quiere y tiene que ser.

Y su voz era seca, contundente.

Ella suplicaba aún:

-¿Por qué?... Si tú quisieras -y era sumisa, humilde-. Mira, en la vida se hace lo que uno quiere. No hay más que tener voluntad, y los obstáculos caen solos. ¿Quieres?... Seremos felices... Ahora me quedo aquí contigo toda la noche, juntos, muy juntos, y mañana nos vamos lejos, donde nadie nos conozca, a vivir solos, olvidados... Di, ¿quieres?... ¿Sí?...

Y los ojos negros, inmensos, le interrogaban con infinita ansiedad, imploradora de perdón.

No fue ya dueño de sí. Irritado, exasperado por aquel tesón con que se defendía su víctima y, sobre todo, por aquel panorama de futura vida en la humildad y el olvido, él, que soñaba con la fortuna y la gloria, estalló.

-No, no quiero, ¿oyes? ¡No quiero! Si quieres tirarte al agua con una piedra atada a los pies, tírate sola; yo no quiero acompañarte. ¡Quiero ser libre! ¿me entiendes? libre y feliz...

Y ya caída la careta, prosiguió grosero:

-¡Pues lucidos estamos! ¡Porque la señora esté loca y se le ocurra barbarizar, los demás vamos a ir de cabeza al pozo!... ¡No faltaba más!

Le oyó primero anonadada, encogiéndose y ocultando la cara entre las manos, como ante un golpe muy fuerte; luego se puso en pie y caminó hacia él.

-Y yo, ¿no soy nada ni nadie, di, y yo?

Y alzó la cabeza. La cabellera negra, destrenzada, magdalénica, flotó sobra la espalda semidesnuda.

Valiente, temerario, con la temeridad que le daba el afán de salvar su felicidad, gritó:

-¡Nada! ¡Ea! ¿Estás ya contenta? ¡¡Nada!!

Ella dió un paso hacia él, y rió sarcástica, con una risa estridente, que se desgarraba siniestra en sus labios.

-Ah! ¿De veras, nada, nada?

-¡Nada!

Se encogió, felina, corno una pantera en acecho.

-¿Entonces no has hecho más que jugar conmigo? ¿Por qué me has mentido, di, por qué?

-Porque sí. ¡Déjame en paz!

De un salto cayó sobre él, y sus manos, como dos garras de hierro, se clavaron en el arrugado cuello. Él se tambaleó y trató de resistir pero ella se ceñía, le envolvía, cruel, implacable.

-¡Ah, sí! ¡Un juguete! ¡Ja, ja!

Y reía diabólica.

Forcejearon, él tratando de rechazarla ella, toda desnuda, jadeante, trágica, y bella como tebana esfinge -legendario monstruo de belleza y horror nacido en un mundo de quimera-, sujetándole cruel y vengadora. Rodaron por tierra; las manos de él se clavaron en las desnudas carnes, y pusieron manto de púrpura sobre la egregia nieve de las espaldas. Las uñas, rosadas como ágatas, de la vengadora, hundiéronse en el cuello del viejo, y sus dientes, blancos y fuertes, desgarraron las carnes flácidas, rugosas. Lucharon. Él aullaba de dolor, procurando desasirse; ella, implacable, mordía y desgarraba, y las carnes, palpitantes, ensangrentadas, chirriaban al romperse con un crujido de pergamino viejo. Y ella seguía, seguía sin compasión, en sádica voluptuosidad de dolor y sangre.

Por fin le vio inerte, los ojos muy abiertos, blanqueando sobre el rojo casi negro del rostro; vio sus manos rojas como las de Macbeth, sintió el sabor acre de la sangre en su boca, le creyó muerto, y, loca de horror y pena, se desplomó sobre el inerte cuerpo de su amante como un gran sudario de carne.



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