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A flor de piel: 19

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Libro tercero

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Capítulo I

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Hamlet. -...No ha sido sino la sombra
de un sueño.

SHAKESPEARE.


En la gloria de la tarde angélica Astarté moría. Ocupando el centro de minúsculo parterre de lirios alzábase la peña. Sentado sobre ella, un anciano, el Tiempo, contemplaba indiferente su reloj de arena. A los pies del peñasco la diosa agonizaba. Sus ojos entreabiertos apenas si dejaban adivinar las turbias esmeraldas que en sus pupilas brillaban mortecinas; su boca, contraída en espasmo agónico, era dolorosa, y en sus facciones fieramente bellas había una expresión de vencimiento, de derrota, de impotencia, de aniquilamiento inmenso. Su cuerpo de alimaña fabulosa retorcíase en un desquiciamiento supremo, y de sus tentáculos unos yacían inertes, otros tremolaban al aire, como si en su fenecer quisieran hacer una postrera presa. Debajo del grupo, y escrito en letras de bronce, se leía: «La muerte de Astarté»; y más abajo un cartel rezaba: «Premio de honor». El autor premiado, Willy Martínez, escultor español, hallábase allí cerca, acompañado de una mujer serenamente hermosa y un niño blanco y rubio.

Pálido y delgado aún, pero sano y feliz, denunciando en el espiritualizamiento de su figura el padecer de los cuatro años transcurridos, evocaba el artista, en la fría magnificencia de la tarde invernal, aquel doloroso calvario. Los días terribles de Madrid, cuando, debatiéndose con la muerte, aterrorizado por las consecuencias de aquel asesinato frustrado en la persona de Lucerito Soler, creía a cada instante ver llegar la agonía o el cautiverio, esperando en vano una palabra de Lina, una visita, un renglón escrito, la llegada de un amigo. Después, aquel viaje al través de Europa, camino del sanatorio suizo, solo en el departamento del ferrocarril, sintiéndose morir a cada instante, abandonado como un perro, solo, no ya sin el cariño, sin la compasión de nadie, en medio del horror del olvido, y la llegada a la tumba de nieve y hielo donde había de hallar salud o muerte. Rememoraba luego el diagnóstico del médico, anunciándole que sólo tenía un pequeño comienzo de tisis, agravado por la excitación nerviosa; su estallido de alegría, y luego los seis primeros meses de una lucha cuerpo a cuerpo con la Pálida, entre alternativas de esperanza y de descorazonamiento, aguardando en vano noticias, algo que le trajese nuevas del mundo y de los seres que tan íntimamente ligados a él habían estado; solo, aislado, como si hubiese ido a caer a un planeta desconocido. Por fin, la carta de Julito, frívola, ligera, mundana, inconexa, contándole chismes que nada le importaban, y entre ellos las dos noticias que ansiaba: Lina, rehecha en gran parte de sus reveses de fortuna, viajaba, tratando de arreglar sus reveses sociales; la cantaora había debutado en París y hacía furor. Amargura inmensa, desbordose en su alma, y estuvo a punto de recaer; una melancolía negra, fatalista, se apoderó de él, y fueron aquéllos los días más amargos de su novela. Después venía la reacción favorable, el encuentro sobre la nieve con Lori, bella y dulce como virgen del cristiano paraíso; su amistad tranquila, igual, afectuosa, y llena de calladas ternuras; sus comunes esfuerzos para vivir; luego, el amor que nacía lentamente en sus almas, con la majestad de las cosas indestruibles, devolviendo la quietud a su espíritu turbado, como iris de paz, y la salida de la casa de salud, convalecientes; su boda, allá en una aldea suiza, con aquel humilde matrimonio de honrados caseros por testigos; su peregrinación al través de Italia, en busca de salud y reposo, sin visitar museos, ni ruinas, ni palacios; viviendo en pleno aire, en contacto con la naturaleza; el nacimiento de su hijo, y, por fin, su regreso a la lucha para reconquistar la vida para su niño, sus luchas, y por fin el triunfo en aquella exposición celebrada en la Riviera. Y se miraba interiormente, ¡tan cambiado, tan distinto de como fue! Quizás allá en el fondo, muy en el fondo, pensaba igual; tal vez llevaba en su alma la tristeza del renunciamiento.

Pero ya no tenía fuerzas; ya no se analizaba, no se estudiaba a sí mismo, no hacía aquellas dolorosas autopsias. ¿Para qué? Sabía que el hombre nunca es fuerte en sí y por sí; que para resistir en la vida, a falta de una pequeña verdad, es preciso apoyarse a veces en una gran mentira, y que la suprema sabiduría estriba en no detenerse a penetrar el oculto sentido de las cosas. Carecía de energía; egoísta, ansiaba paz, y bienestar. Tal vez la dicha no estuviese en aquel nirvanha: nuestras almas volaron siempre, unas veces a perderse en los abismos de sombra donde alienta el murciélago Satán; otras hacia el trono de Dios, cuya luz les cegara; pero allí, en aquel limbo moral, estaba la calma, el reposo. Las ideas seculares se alzaban ante él amenazadoras para quien tratase de violarlas; el engranaje de la vida tritura entre sus ruedas a aquel que intenta trastornar sus leyes, y el que se revela en el instante supremo de la derrota -y la derrota llega indefectiblemente- está solo. Hay una ley ineludible por cima de los humanos, hecha de costumbres, de morales, de creencias, a la que no puede faltar, so pena de caer bajo el castigo, ni aun el mismo genio, pues si osa sublevarse, sólo después de muerto, cuando se halla fuera de la lucha, tendrá su consagración.

Así pensaba Willy, mientras los violines húngaros, ocultos en la espesura, cantaban los valses vieneses, los boleros españoles, las tarantelas napolitanas.

Los padres ríos, de floridas barbas, volcaban sus ánforas en los cauces bordeados de rosales en flor de los riachuelos; los sátiros perseguían a las ninfas por los boscajes de palmeras; al pie de un naranjo, un silvano tañía su flauta; Eros, rey, reía su sonrisa de mármol en una glorieta de jazmines, y faunos y bacantes danzaban en torno al carro tirado por tigres del alegre Baco.

Al través de los inmensos ventanales de la estufa, convertida en recinto de la Exposición, divisábase por entre boscajes de mirtos, laureles y rosas, el zafiro azul del mar, donde recortándose sobre el fondo violeta del crepúsculo, incendiado por el sol poniente, en mágicas llamaradas de oro ondulaban, semejantes a rotas alas, las velas latinas. Por las avenidas, alfombradas como las de un salón, circulaba una multitud cosmopolita: reyes sin trono, príncipes, ladys inglesas, condesas italianas, millonarios americanos, artistas y cocotas, se mezclaban codeándose, salvados los abismos sociales; los unos paseaban la nostalgia del trono perdido en una hora de cobardía, o en el goce del momento olvidaban la corona que tediosos dejaban caer para siempre; otros buscaban en el encantado paraíso de la corniche refugio a sus pasiones o sus vicios, que les emigraran en interminable peregrinación por el mundo; querían éstos librarse del pesar de ver agostado el ensueño de gloria que vivió un instante en sus almas; algunos, triunfar aún unas horas, antes de sumirse en el abismo de la muerte a que les arrastraba su impotencia para rehacer los millones que la noche antes se tragó la sima sin fondo del tapete verde; gastar mucho, mucho y pronto algunos felices a quien la fortuna sonriera; vivir el último acto de su drama a lo Margarita Gautier otras, y todos paseaban, al parecer felices, llevando bajo el sudario de una sonrisa el cadáver de una ilusión. Habían dejado sus penas, sus enfermedades, sus miserias, y habíanse puesto la máscara de la felicidad para vivir desligados del pasado y de lo porvenir aquella vida ficticia que era una sonrisa, una frase, un suspiro, un aroma; todo vago, fútil, ligero, frívolo, como las notas de las melodías que los violines desleían en el aire.

Entro la muchedumbre un grupo de españoles se distinguía por su ruidoso júbilo, que, al avanzar ellos en dirección a la obra premiada, hacía volver la cabeza, un poco escandalizadas, a las severas damas inglesas, que paseaban con sus amantes. Eran Lina Monreal, María Montaraz, Julito Calabrés y los duques de Calatañazor. Lina, bella aún, ocultando bajo los afeites de su rostro y el áureo tinte de sus cabellos sus cincuenta y un años, toda envuelta en blondas y pieles de marta, al cuello fastuoso hilo de brillantes, coqueteaba con su antiguo flirt, que se dejaba camelar (frase de María), prefiriendo aquella madura (tal vez un poco pasada) fruta prohibida, a la juventud de su esposa, que, a su vez, no se ocupaba de él, entretenida en estudiar los atavíos, indumentaria y ademanes de las aventureras que pululaban allí. -¡Tienen un chic! ¡Se visten tan bien!- y María, siempre varonil, barbarizaba filosofando con Julito, a propósito del debut anunciado para aquella noche, en el teatro Folies-Campagnards, de una estrella del arte coreográfico español: la «Belle Lucerito».

Al llegar ante la estatua, la Monreal pareció reconocer a Willy. Ni un músculo de su cara se alteró, ni una nube veló su rostro, ni se apagó por un instante la sonrisa que brillaba en sus labios.

-¡Que sea enhorabuena! -dijo, tendiéndole la mano con amable indiferencia-. ¡Cuánto tiempo sin verle, y en qué gratas circunstancias vuelvo a encontrarle! ¡No es sólo un triunfo para usted, lo es también para España!

María y Julito, defraudados, se miraron; luego el último dijo:

¡Qué cobarde es el ser humano! Aun el más rebelde se asusta de vivir. Tienen la pretensión de sentir un amor fuerte, grande, invencible, como Lina; ya ves, quería sacrificarlo todo, abandonarlo todo, no vivir sino su amor, como Willy -¡hasta la muerte!-; pues basta un cintajo, una sombra de honor, una caricatura de gloria, para que retrocedan, encaucen la pasión, renuncien a ella. Y entonces lo arreglan todo con echar mano de las grandes palabras, e hinchan los carrillos para decir: honor, deber, familia, religión.

María interrogó con una sombra de melancolía:

-¿Y crees tú que son más felices por eso?

-Mira, no sé. Al menos viven tranquilos; y para las locuras, para las divinas locuras, hace falta una cosa: juventud.

Willy se inclinaba ante Lina:

-Si usted me permitiese, condesa, le presentaría a mi mujer.

Y a un gesto de asentimiento de la dama:

-Lori, la condesa de Monreal, gran protectora mía.

Lori, graciosa, ignorante de aquella tragicomedia, se inclinó modesta, y le mostró el rubio bebé, que la española besó en la frente. Julito se mordió los labios; María hizo una mueca, y luego, dogmatizando, dijo:

-La verdad es que este mundo es un teatro. Cada uno desempeña su papel peor o mejor, y el público calla o aplaude. Un buen día nos distraemos, y comenzamos a hablar por cuenta propia. El público nos silba, y entonces oímos la voz del apuntador, volvemos a nuestro papel y tornan a aplaudirnos.

Callaron; la música sonaba, ligera, alada, en frufruar de vestidos femeninos, abrir y cerrar de abanicos, murmurar de risas en sordina y chasquear de galantes besos, acariciadora, amable; la multitud iba y venía sin objeto, sin norma ni meta; fuera, el mar ritmaba ritornellos meciendo los frágiles barquichuelos, y Lina y Willy, frente a frente, hablaban con amical indiferencia, tal vez con vago asombro de que el amor, el dolor y la muerte hubiesen pasado por sus almas sin dejar huella.





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