A flor de piel: 13

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Capítulo VI[editar]

Hay en las acciones humanas un límite
de audacia que no se debe de franquear;
de lo contrario, se naufraga en el puerto.
SAR JOSEPHIN PALADAN.


Preludió una reverencia profunda, grave, ceremoniosa, y después irguiose lentamente, contemplando en la gran luna veneciana, que coronaban dos palomas arrulladoras con el pico roto, uno a uno los encantos de su belleza armónica.

No era ésta la sutil gracia felina que hiciérale antaño prodigiosa realización de la rima verleniana: era arrogancia más maciza, más escultural, de mujer madura. Lo que perdiera en delicadeza al correr de los años habíalo ganado en teatral plasticidad; y si bien no hacía ya soñar en su ondulante mimo gatuno con unas horas de voluptuosas delicias, evocaba en cambio aquella noche con su plasticidad, que raro atavío exageraba, las heroínas wagnerianas.

Sobre el fondo rosa muerto, desteñido por los años, de la tela que tapizaba la pared, aureolada de plateadas flores ennegrecidas por las injurias del tiempo, contrastando con la casi incorpórea fragilidad de las aristocráticas figuras que se pavoneaban en los trianones de ensueño que, encerrados en desconchados marcos, decoraban los chaflanes fronteros a la chimenea, surgía reflejada en el espejo su figura, triunfadora como magnífica Brunhilda dormida por siglos entre llamas.

Una a modo de coraza de azabache moldeaba la divina escultura de su cuerpo; falda de negro tul caía desde ella arrastrando en estatuarios pliegues sobre la alfombra gris florida de lises; de los albos tules que orlaban el escote surgía el busto de nacarada albura, cruzado por los acuáticos fulgores de un hilo de enormes solitarios; sus cabellos, antaño peinados en pequeños bucles, se erguían ahora en áureo casco, rematados por el gran moño a la griega, y una media diadema de antiguos brillantes de roca prendía a su cabeza dos alas de pluma blanca que contribuían a su aspecto de heroína de leyenda germánica.

En su rostro, discretamente retocado, no se veía ahora aquella sombra de tristeza que por lo común vagaba por él, y hasta el hondo rictus de sus labios habíase esfumado en una sonrisa satisfecha.

Volviose hacia María Montaraz, que en atavío callejero fumaba un cigarrillo hundida en la bergère con una novela nueva, muy divertida y muy indecente, sobre las rodillas, e interrogó:

-¿Qué tal estoy? Mujer, la verdad.

María alzó los ojos del libro, contemplola un instante, dió dos o tres chupadas al cigarro, cruzó una pierna sobre otra, y envolviéndose en una nube de humo, sonrió irónica:

-¡Al pelo!... Una walkiria.

-No bromees, por Dios. La verdad.

-Sale desnuda de un pozo y no puedo establecer paridad...

Lina se ofendió.

-¡Mujer, no seas pesada! ¡No se puede hablar en serio contigo! Di la verdad: ¿cómo estoy?

-¡Muy bien!

-¿Chic?

-Chic. ¡Very, very smart! ¡De chipén!

-¿Demasiado llamativa?

-Todo lo más posible... ¿Y cómo no?

-¿Pero tú no te atreverías a ir así?

-Lo que no me atrevería es a ir.

-¡Bah! Tú que eras tan valiente, y ahora...

-Hay límites para el valor como para todo... Y momentos en que es preciso ser cobarde.

-La audacia salva -aseguró Lina.

-O pierde. Es como ciertos remedios a vida o muerte, -ratificó la morena sintiéndose dogmática-. No conviene abusar de ellos. Tú -añadió-, como te ha dado resultado una vez... Ya ves, yo no estoy en tu caso, ni por mi posición ni por mi fortuna, y no me atrevería.

Lina se detuvo un instante, acobardada., impresionada mal de su grado por las palabras, tan fuera de lugar en los labios de aquella loquinaria. Huyó la sonrisa de su boca, y dejó caer los brazos inertes en un gesto desalentado. ¡Era verdad! María no estaba en su caso; no tenía ni aquella posición, tanto más envidiada cuanto menos legítima, ni aquel fantasma de fortuna que se había evaporado entre sus manos, dejándola todos los inconvenientes y llevándose todas las ventajas; no podían, pues, alzarse contra ella el ejército de envidiosos de su poder; de despechados, al verla llegar a ella, a la plebeya, hasta el Olimpo, donde vivían envueltos entre las nubes creadas por su vanidad; de humillados, al rezagarse en la marcha al través de la vida; y de parásitos defraudados en su esperanza de perpetua gorronería, que le amenazaban; y en cambio tenía algo en aquellas circunstancias de valor inestimable, un algo hecho de desprestigio y de simpatías, de desprecios y de admiraciones, una personalidad que epataba a los buenos burgueses que fingían desdeñarla, y les hacía exclamar entre horrorizados y benévolos a cada nueva atrocidad:»¡Bah! ¡cosas de María! ¡cosas de esa loca!» Personalidad que como en nada perdible se basaba, era a manera de patente de corso para hacer su voluntad. A pesar de la certeza de que María tenía razón, protestó.

-La gente no es tan fiera. Fían más para vencer en nuestra cobardía que en su propio valor... Además de todo, ¿nosotros qué hemos hecho?... ¡Pues no parece sino que otras veces no han pasado cosas peores!

María se adhirió.

-Sí; tienes razón. No debía de ser así... pero para ello hay una razón que no tiene vuelta de hoja... y es qué es. Las cosas en sí no tienen más importancia que la que la gente quiere darle. ¿Chic? ¡Chic!... ¿Crimen? ¡Crimen! ¿Lo dijo la gente? ¡Pues boca abajo todo el mundo!

-¿Pero quién lo dijo? Si vas a preguntar...

-¡Música, hija, música! Cada uno en privado te dará la razón, ya lo sé; pero luego los juntas, y... ¡miau!

-¿Y crees que ahora...?

-Lo han tomado mal, y no hay más que bajar la cabeza hasta que pase el nublado.

Y tranquilamente encendió el pitillo, que se le había apagado.

La cosa no era para menos. El escándalo había estallado con la violencia de las cosas largo tiempo contenidas. Además, la publicidad del lugar y lo ostentoso de los personajes hacía que la cosa tomase proporciones insólitas. Y como si esto aún fuese poco, el ridículo había tendido su manto policromo -rojo de vergüenza, verde de picardía, azul de malevolencia, amarillo de bilis- sobre el asunto, y lo que empezara en tragedia acabó en grotesca farsa.

Cuando al ruido de la lucha y a los gritos del héroe habían acudido, y hecho saltar la puerta, y hallado al general en tierra bajo el desnudo cuerpo de la Florián, que gemía quedamente, en crispación armoniosa, de todos sus músculos, semejante a estatuaria pantera de marfil, y creyéndole muerto, acudido, horrorizadas, a liberarle de las garras de la tigresa, halláronse con que sólo tenía algunas contusiones y heridillas sin gran importancia y, en cambio, una dosis colosal de miedo. Aquella cobardía del caudillo ante la faunesa, la pasión de ella por el vetusto Tenorio y la escenografía en que la comedia se representara, ridiculizado, corregido y agrandado, todo corría de boca en boca por Madrid, y desde el noble aquelarre reunido, como jueves, en el salón de tresillo de casa de Montalbán, hasta la lacayuna asamblea congregada en el portal, en espera a la salida de sus amos, tuvieron todos en tan extraordinarios acontecimientos comidilla, y a fe que no quedaron muy bien paradas que digamos las honras de las ilustres damas y de los no menos ilustres caballeros que desempeñaran papel en la tragicomedia. Un periódico, violando el silencio que la prensa se impusiera, narró en sus columnas un Cuento tártaro, donde, tras harto transparentes cendales, reconocíase a todos, y Julito, llevado de su prurito de llamar la atención, dejose intertiuvar, y narró pintoresca historia en que no faltaron ni las pasiones fuertes de la antigüedad, ni la pira de Dido, ni el veneno de los Borgias, ni aun, aun, penetrando en los dominios de la Mitología, las celosas iras de Juno, persiguiendo implacable a la hija de Inacus, la infortunada Yo; y ni aun aquí paró, pues, ansioso siempre de hacerse notar y de ser parte principal en todo acontecimiento notable, contó las apasionadas confidencias que allí, en el lugar del suceso, y horas antes de él, le hiciera la loca, y así las oraciones de aquel excelso rito de amor rodaron, profanadas, ridiculizadas, escarnecidas, por oficinas y periódicos.

Rota la boda del general; refugiado éste en Barcelona, ciudad que en su europeísmo tiene con París la semejanza de servir de puerto de refugio a los vencidos en las grandes batallas de la vida; camino los Álvarez de América, y Magda Florián de Italia; retraída su entrañable María Montaraz, resistía Lina, sola, tambaleándose, anonadada por la ruptura con los Álvarez, que destruía su equilibrio monetario, el empuje de la ola de escándalo que amenazaba hundirle, cuando en el instante supremo la Mayordomía Mayor de Palacio le enviaba, como a grande de España, aquel convite para el baile de corte que en honor del rey de Tracia iba a celebrarse.

Perpleja, vacilando entre el deseo de ir y triunfar y el temor al bochorno de ser vencida, en interna lucha, había primero decidido no asistir; luego, rememorando aquel antiguo triunfo en que su audacia le salvara la noche del famoso baile en casa de madame de Gutiérrez, resuéltose a ir. ¿Quién sabe? Verdad que ahora no había un Fernando Santa Ana que la amase y estuviese dispuesto a tenderle la mano; pero había, en cambio, aquella posición conquistada, que la hacía fuerte. Iría.

Y cosa rara: en aquellos días de zozobras y vacilaciones, la figura pálida que agonizaba ligada a ella, y cuya sombra proyectada sobre su vida fuerale fatal, parecía haberse alejado, borrado de su imaginación, y aquellos proyectos de paz geórgica, de olvido y de renunciamiento, evaporándose al renacer de su egoísmo ante aquel toque de ¡sálvese, el que pueda!, Willy ya no era el ser idolatrado, el consuelo, el eje sobre que giraba su vida: era un lazo que le ataba fatalmente, un lastre que le arrastraba al abismo y contra quien sentía sorda e inconfesa hostilidad. Su amor propio, puesto al servicio de otros ideales que aquél, rompía el espejismo de su pasión y le hacía ver las cosas en su verdadero valor, y al mismo tiempo, al faltarle el gran motor de las pasiones humanas, la suya languidecía, sin que ni aun los mismos celos, esos grandes espoleadores del amor, consiguiesen darle fuerzas. Siquiera en los momentos que a su lado estaba vivía para él; su pensamiento, cual ave viajera, volaba a otras tierras de quimera, porque habíase realizado un a modo de desdoblamiento de su personalidad ante el choque brutal con las realidades de la vida, y la ambiciosa que antaño viviera en ella renacido, y la luchadora que escalara las alturas, espoleada por el estrépito de la lucha, olvidado todo para sólo pensar en aquel triunfo imposible, porque había de ser la revancha, no de una gran catástrofe, sino de lento, monótono y cotidiano descenso.

Por uno de esos fenómenos comunes en la vida, según disminuía en ella la ternura aumentaba en el enfermo la necesidad de ella y nacía en él un a modo de infantilismo que le hacía buscar refugio en ella, la única persona que le quería en el mundo. Cobarde ante el temor de verse solo, aumentábase su mimosidad y se hacía más meloso, más acariciador, buscando cariño en ella, que, distraída por aquella intempestiva ternura de sus altos y trascendentales pensamientos, tornábase cruel con una callada ira.

Decidida a ir, pensó en los detalles; los detalles, que en la vida son el todo. ¡Cuántas veces una pequeñez que nos parece insignificante- un color, un gesto, una palabra- decide el giro que ha de tomar un acontecimiento, del que depende la dicha o desdicha de nuestra vida!

En las ruinas sostenidas en pie, gracias a innumerables puntales de su pasado esplendor, halló aún los elementos necesarios para la presentación teatral de aquel último intento. Iría en su automóvil, que, aunque estropeadillo, aun daba golpe demasiados, según María-; de alhajas, pocas -las que le quedaban libres-: aquella antigua diadema y el hilo de solitarios; y de traje... el traje era lo principal. Era preciso ir muy guapa, pero no con belleza íntima y acariciadora, sino muy al contrario, con belleza espléndida, imponente. El traje había de ser serio, sin ser ni severo ni humilde, para que, no pareciendo reto, semejara tampoco abdicación o intento de pasar desapercibida; rico, sin ser charro; artístico, original, suyo. Y de su enfermiza imaginación había hecho nacer aquel extravagante atavío de contralto de ópera alemana.

Decidido todo aquello, pasó los tres días que hasta el del baile faltaban hilvanando ideas, glosando palabras y planeando maniobras, devorada de impaciencia, anhelando y temiendo a un mismo tiempo que llegase el momento, en una fiebre de espera ansiosa. Y por fin, cuando era llegado, las palabras de su amiga, que semejaban eco de su pensamiento, volvían a despertar sus vacilaciones.

Natalie, discreta, untuosa, con su delantal de encajes lazado de azul, puso fin a ellas, brindándole el abrigo de negro tul soleado de extrass. Las gasas de suave coloración carnosa que lo forraban, semejantes a una gran rosa de magia, se abrían tentadoras.

-Voy -dijo Lina decidiéndose, y respondiendo en alta voz a sus secretos pensamientos.

Y volviéndose a María, desfloró con el abanico de nevadas plumas de cisne su carita morena.

-Adiós, monina... ¿Me esperas?

-Sí, sí -asintió la risueña, y tarareó con su voz un poco áspera, hombruna, la despedida de Aida:

Ritorna vincitor!

Luego, mientras su amiga partía, se cruzó de piernas y abrió el libro, murmurando:

-«Cuando las barbas de tu vecino... «¡Al pelo!



El automóvil trazó una curva inverosímil, y dejando atrás la calle de Sevilla, desierta a aquellas horas bajo la fría luz de los arcos voltaicos, cruzó raudo la Carrera de San Jerónimo, transitada por algunas escasas parejas de viejos conversadores, que se detenían a cada tres pasos para discutir con pausados gestos, y penetró en la Puerta del Sol, perpetua feria de los hampones. En la visera -había aprendido aquella denominación de María Montaraz, que pretendí poseer los secretos del argot madrileño -formaban grupos algunos émulos de Costillares y de Pedro Romero, que se querellaban en trascendentales cuestiones de tauromaquia; esbirros y corchetes paseaban ante el Ministerio de la Gobernación; consecuentes republicanos planeaban a la puerta del Oriental una revolución de opereta; viejas y golfos pregonaban con cansada voz desacorde la prensa nocturna:

-¡¡La Correspondenciaaa!! ¡¡El Heraldooo!!

Y por doquiera, yendo y viniendo, formando grupos, obstruyendo las aceras, los perpetuos caballeros hebenes, los traspillados cesantes, los chirles y barateros, los aburridos chulos, en lúcida representación de la madrileñería andante.

Al paso del automóvil llegaron a ella algunas chulescas galanterías, que tenían el olor acre de las flores del arroyo, olor de clavo y de canela un poco grosero y un poco picante, aunque grato, con la grata frescura de la vida; pero Lina no prestó atención, ni aun diose exacta cuenta. Entregada a lo que vulgarmente se llama hacer castillos en el aire, ansiaba acelerar la marcha, llegar pronto, con una impaciencia casi infantil, mientras su imaginación hacía locas piruetas trazando risueños cuadros de triunfo.

Llegaría a palacio en plena fiesta, y su automóvil, tras de elegantísima vuelta, se detendría en la Plaza de Armas ante la puerta principal; allí descendería ella entre la admiración de aquellas pobres gentes, aglomeradas para ver la entrada de los felices mortales que disfrutaban de la zambra palatina, y que seguramente prorrumpirían en murmullos de asombro al verla tan bella; los lacayos se inclinarían serviles a su paso; el alabardero daría el golpe que anuncia la llegada de un grande de España, y al pie de la escalera hallaría algún elegante, tal vez Pepe Mérida, acabado de llegar en un coche del Club, que le brindaría el brazo para subir. Luego, una vez arriba, la corte, que, al desfilar, se detendría a hablar con ella, y luego las gentes, que, al verla nuevamente vencedora, la agasajarían, y más tarde aún -porque su imaginación, como la lechera de la fábula, veía muy lejos- aquel viaje para poner en orden sus harto desordenados asuntos, y, por fin, el regreso a Madrid, vencedora de una vez para siempre.

Un bote del automóvil, al que correspondió con otro de su corazón, la hizo despertar de sus dorados sueños.

Miró. ¡El primer desengaño! El automóvil se había detenido en la plaza de Oriente, y no ante la puerta de la de Armas, como ella soñara. Larga fila de carruajes serpenteaba ante el suyo, yendo a perderse en los arcos del Real Palacio. En la escalinata, al pie de las bárbaras estatuas de los reyes medioevales, albeantes sobre el fondo sombrío del jardín que preside la ecuestre figura de nuestro señor el rey Don Felipe IV, hacinábanse multitud de curiosos y desocupados que atisbaban, a caza de una joya, un vestido o un uniforme entrevisto en las profundidades de un coche.

¡Qué fastidio! Su entrada, manquée... Pero ¡bah! al fin y al cabo era una tontería, porque, ¿qué podía importarle epatar a los infelices admiradores callejeros? Y trató de entretener sus ocios pensando en fantásticas soluciones para el terrible conflicto pecuniario que se le avecindaba. Empeñada en luchas de amor o de vanidad, no había pensado hasta entonces en aquello, que era lo más grave, puesto que el cochino dinero era la base de su vida. ¡Debía un horror! Aparte del millón de pesetas adeudado a don Carlos Octavio Álvarez, millón que era más que probable, después del bochorno sufrido por causa de ella, intentase cobrar, y sin contar las terribles hipotecas que gravaban sus fincas -las que no habían sido aún vendidas-, quedaba lo peor: aquellos tres barcos de la Compañía Naviera Hispanoamericana de que dependía, según Perico, salvación o ruina, y de los que no se tenían noticias y sí vehementes temores de su pérdida.

Llegaba. Había penetrado el coche en la plaza de la Armería, y sólo dos o tres separábanle de la puerta. Al través de las arcadas se divisaban, con prestigio de evocación escenográfica, las frondas del Campo del Moro y las más lejanas de la Casa de Campo. La noche era bellísima, noche romántica de luna, y bajo la pálida claror del satélite los boscajes sombríos parecían animarse con estremecimientos de vida, que les poblaban de armonías. Lina sacó la cabeza por la ventanilla, y miró hacia atrás. Larga fila de carruajes -vulgares alquilones con pretensiones de quiero y no puedo-, ocupados por altos empleados o militares de graduación, se alineaban detrás del suyo, sin que ni uno solo denunciara en la magnificencia de sus caballos ni en la elegancia de su arreo procedencia aristocrática. Tampoco vio aquel soñado coche del Club que debía conducir a su caballero. ¡Segundo desengaño! Pareciole, sí, divisar al final de la cola el anticuado landó prelacial, arrastrado por dos famélicos pencos, de la Pancorbo, y dentro, desbordándose sobre las caídas capotas, a ésta y a Tinita, e inmediato a él el ligero milord cobalto, tirado por admirable jaca torda, de Julito, llevando a éste, deslumbrador en su caballeresco arreo, constelado el pecho por los diamantes de las cruces turcas y pérsicas que poseía.

El automóvil se detuvo, y el lacayo acudió a abrir la portezuela. Descendió Lina, ligera, plena de noble gracia, entre el torbellino de pomposos tules, y una vez dentro y al pie de la pétrea escalera que se abría majestuosa, ornada, por los macizos de verdura empenachados de palmeras, y guardada por la noble milicia alabardera, se detuvo, decidida a esperar la llegada de sus amigas y de su gran compañero de holgorios, el ínclito Calabrés.

Las miradas un poco insolentes de porteros y lacayos hallábanse fijas en ella; los que entraban -funcionarios del Estado, embutidos en arcaicos fracs y seguidos de sus inacabables familiones: ringleras de hijas esmirriadas, vestidas con pretenciosa cursería, llevando tras de ellas a la madre, una pobre burguesa gorda, torturada bajo el cortesano atavío, que se dejaba arrastrar a la fiesta como se dejaría arrastrar al martirio ante una remota esperanza, de colocar a las niñas; tal cual coronel de reemplazo, que daba orgulloso el brazo a su esposa, una jamona de buen ver, con la cara enharinada de polvos baratos, e infinidad de títulos obscuros, de los que para nada brillan en la vida mundana, y a los que de tarde en tarde se ve surgir con un vago asombro de que exista en la guía un marqués del Alhalí o una baronesa viuda de Casa-Temblante -contemplábanla con curiosidad impertinente-. Aparentó primero arreglarse la falda, después estirarse los guantes, luego ahuecarse el pelo; pero aquéllos no llegaban, y comenzaba a sentirse molesta, azorada. Entonces decidiose a subir sola, lentamente, para darles tiempo de alcanzarla. El golpe que dió el guardia con su alabarda devolviole su aplomo, y se detuvo en el segundo tramo, decidida a esperar. Los ascendentes, al ver la escalera obstruida por la enorme cola que resbalaba de escalón en escalón, como frufruante catarata, tiraban hacia el otro lado, y Lina comenzaba a impacientarse nuevamente. Allí estaban ésos, más Adelita Calatrava, que se les reuniera; pero se habían detenido y hablaban tranquilamente, sin mostrar intenciones de subir. Por un momento le pareció que Julito había alzado la cabeza y se apresuró a llamarle con la mano; pero no debió de verla, porque se volvió calmoso y tomó parte en la conversación. Subía, en cambio, el general Labrador, con su paso incierto, su argentada perilla y su aire de noble caballero antiguo, seguido de sus hijas, tres, como las de Elena, como las Euménides, como las Parcas, y al ver sola a la Monreal apresurose a acercarse, galante y rendido.

¡Condesa!... ¡Cuánto gusto! Usted me permitirá que la presente a mis hijas.

¡Por Dios!... ¡Encantada!

-Casta, Prudencia, Casimira, mis hijas, para servirle.

Y las tres, flaca, flaca, con tristes ojos resignados, Casta; de medianas carnes, rostro herpético y larga nariz, Prudencia; gorda, fofa y chata, Casimira; infamemente vestidas -rosa, azul y verde-, y todas tres raramente anticuadas, como si, dormidas en el rincón de un salón de baile veinte años atrás, acabasen de despertar, le agobiaron a amabilidades.

-¡Condesa!... Servidoras... Cuantísimo gusto... Ya la conocíamos de nombre. -¡Ya lo creo que me conocerán!- pensó ella-. ¡Qué elegante!

El veterano le ofreció el brazo, que no tuvo más recurso que aceptar, y comenzó el ascenso, escoltada por las voces de las tres vestales, que gangosas, redichas, afectadas, entonaban el coro de alabanzas. ¡Y los otros sin subir! ¡Imbéciles! ¡Valía la pena estar diez años llenándoles la tripa, para luego, cuando hacen falta, no encontrarlos!

Una vez arriba, dejó el apoyo y se detuvo, decidida a no entrar con aquella gente ridícula.

-Pero, señora, ¿va usted a entrar sola? insistió oficioso, el militar.

-Muchas gracias. Espero a la vizcondesa Pancorbo.

Se ofreció, servicial:

-Si usted quiere, condesa, que vaya a buscarla, mis hijas pueden quedarse aquí acompañándola.

Se horrorizó.

-No, no faltaba más.

Y sonreía amable, rabiosa interiormente.

Se alejaron, tras de muchas zalemas, y respiró. «Más vale sola...» En la sala de guardias, el zaguanete de alabarderos se hallaba formado a ambos lados, y la Monreal comenzó a avanzar penosamente, por el gentío que se aglomeraba ya. Divisó la alta tiara de brillantes de Enriqueta y su cola de moaré nacarado, bordado en perlas, que serpenteaba a su paso de reina, inmensa, procaz, insolente, sin consideración a los demás, que habían de hacer equilibrios imposibles para no pisarla. Apresuró el paso para alcanzar a su amiga, y cuando casi lo había conseguido la cola se replegó, y la Barbanzón, poseída de súbita prisa, perdiose rápida entre la multitud.

¡Pues, señor, bueno! ¡Suerte igual!

Al través de la gloria fastuosa de las estancias palatinas, avanzaba Lina Monreal sin encontrar a su alcance persona alguna amiga. De lejos sí les veía; pero ellos parecían atacados aquella noche de ceguera crónica. Sólo el entrometido de Rosendo Calvet salió a su encuentro, y afectando aquella amistosa intimidad que sacaba, de quicio a la agraciada con ella, comenzó a hablarla con grandes extremos.

-¡Lina! ¡Usted por aquí! Está usted ravisant. ¡Qué toilette! ¡Un cromo!

Y la ofreció su brazo.

La Monreal no lo aceptó, y cruzando con dificultad la cámara de Gasparini, penetró en la de Carlos III, donde sobre las celestes paredes emuladoras del firmamento, en su estelar tachonado de plata, se destacaba la nariguda efigie del monarca, tercero de los Borbones, ennoblecido por el augusto manto. Allí la concurrencia que esperaba la entrada de la corte era aún mayor, y Lina hallaba más dificultades para avanzar, cuando en uno de los vaivenes de la multitud divisó la corona de ensaladilla de la Pancorbo, colocada sobre una montaña de rizos postizos que coronaban el infame artificio de su cabeza, ferozmente teñida, y que junto con el traje de raso verde lagarto, dábanle aspecto de heroína cachupinesca; a su lado, el hábito (escotado para más propiedad) de Tinita, que antes se dejaba matar que perder una fiesta, con buffet, y la figura chic un poco varonil de Adelita Calatrava, con su traje azul heráldico bordado en brillantes y aquella enorme pluma velazqueña ornando el rostro entre la cascada de áureos rizos, y junto a ellas -¿y cómo no?- Julito, pavoneándose desafiador. Intentó Lina llegar hasta ellos hendiendo la multitud, y cuando casi lo había conseguido, abriose ésta súbitamente en dos olas, que se replegaron a los lados del salón; el Mayordomo mayor de palacio, seguido de los de semana, anunció la llegada del regio cortejo, y la dama, cogida prisionera en aquellas apreturas, viose separada del callejón trazado para el paso de los reyes por dos filas de gentes, y de sus amigas por otras dos. Con los ojos fijos en el camino por donde avanzaban los monarcas, anhelante, latiéndole violentamente el corazón, antojándosele siglos los instantes en que la procesión hacía un alto para saludar a algún privilegiado, esperaba la sentencia, cuando su nombre, pronunciado por el poeta, le hizo prestar vaga atención al conversar de sus amigas. Hablaban del escándalo, del general, de los Álvarez, de Magda, de ella; y era Julito ahora el que tenía la palabra.

-Yo -decía con su voz de afectada sonoridad- he hablado ayer con Juanito Montaraz, que se va destinado de agregado militar a Constantinopla, y se lleva a María. Pues veréis lo más gracioso... Me dice muy serio, hablándome de las cosas de estos días: «Pues yo te aseguro que si me engañase mi mujer, la pegaba un tiro».

Rieron todos. Adelita formuló un «¡Divino!, y luego una pregunta:

-¿Y tú qué lo dijiste?

-¿Yo?... ¡Fuego!

Tornaron a reír. Lina misma sintiose contagiada, y dejó vagar una sonrisa por sus labios teñidos de carmín; pero pronto volvió a su preocupación. Escuchó, y oyó por su mal.

La parásita, haciendo buena la máxima de que «del árbol caído todos hacen leña», empezó con su voz dulzarrona, hipócrita:

-Esa, todavía, al fin y al cabo se va; y «al enemigo que huye...»; pero Lina lanzarse a venir aquí...

La Pancorbo se sintió moral.

-Lo de Lina es insólito. ¡Atreverse hoy a venir a palacio! ¡Es lo único que me quedaba por ver! ¡ Qué desfachatez! Yo me he hecho la distraída para no saludarla. Ya ven ustedes si la quiero; pues me veré en el triste caso de cerrarle la puerta. Ya he dado la orden.

Era la sentencia.

-Pues yo, la verdad -intervino la Calatrava-, creí siempre que les calumniaban.

Elisita rió con su risa sonora, ordinaria, de madrileña vieja, y luego dejó caer una frase malévola.

-¿Calumniarlas?... Si son incalumniables. Todo lo malo que se dice de ellas resulta verdad!

-Además -y hablaba nuevamente la gorrona-, dicen que está arruinada, que no tiene qué comer.

Faltaba la opinión de Julito, de su gran amigo, su compañero, casi su cómplice, y éste seguramente la defendería. Prestó ansiosa atención.

-¡Bah! Eso no la preocupa, -afirmó el elegante, siempre deseoso de decir cosas raras, de pasar de cínico, capaz de crucificar padre y madre para hacer un chiste-. ¡Con que cada uno de los que han sido sus amantes le dé una peseta, tiene para arrastrar coche en lo que le quede de vida!

Era el ¡Inri! Sus piernas vacilaron, y antes de que hubiera tenido tiempo de reponerse, en un deslumbramiento de oro, sedas y pedrerías, vio pasar la corte, solemne, majestuosa, impenetrable, como procesión de un rito secular, sin detenerse ni saludarla, perdiéndose a lo lejos a los graves acordes de la marcha real.

Sintió que todo se desmoronaba en su vida; que estaba perdida para siempre; quiso huir, y comenzó su Calvario.

La avalancha de gentes que se precipitaba en seguimiento de la corte la cortaba el paso, prensándola, empujándola. Y Lina luchaba perdidamente por ganar la puerta, conservando primero fingido aplomo, perdido luego todo disimulo, con anhelo infinito de soledad y lágrimas.

Ahora veía claro; y roto el velo que le hacía contemplarlo, todo a medida de su deseo, sentíase lapidada por las miradas burlonas, insolentes o curiosas, por las frases fragmentarias que, despectivas, llegaban hasta ella, y por las risas en sordina que saludaban su paso con un himno de oprobio. Y vio cómo las gentes -sus amigas, sus admiradores, sus parásitos - le volvían la espalda o huían a su paso como ante un peligro, y experimentó toda la crueldad de las reivindicaciones sociales.

Avanzaba lenta. Una de las alas que coronaban el artificio de su cabellera tropezó en el pesado fleco de una cortina y quedó tronchada, acariciando levemente sus dorados rizos. Por fin ganó la escalera, y comenzó el descenso. Abajo no había en aquel momento sino los lacayos, que la miraron insolentes. El suyo avanzó sombrero en mano.

-A ver. El automóvil -empezó Lina.

-La señora condesa tendrá que esperar. Se ha roto un neumático.

La Monreal pateó impaciente.

-Vaya por un simón.

-No los dejan entrar... La señora dirá...

Y esperó órdenes.

Dudó ella un instante; al fin resolviose. Todo menos permanecer allí. Recogió su larga cola.

-Vaya delante -dijo, y echó a andar.

Algo de innoble, carcajadas brutales, frases chocarreras, palabras obscenas, puñados de barro que le arrojaba la canalla, llegaron hasta la vencida. ¡Miserables! ¡Ellos también! Y cruzando muy de prisa el patio, se arrojó en el coche, cuya portezuela abrió el criado, y allí, rabiosa, iracunda, impotente, desgarró los encajes del pañuelo con los dientes de nieve.



-¡Canallas! ¡Miserables! ¡Malvados!... ¿Pero has visto, María, nada igual?... ¡Y Julito el peor! Exasperada recorrió el cuarto como fiera prisionera. Con una mano sujetaba la falda para no pisarla, y con la otra accionaba heroica. El ala rota batía furiosamente los rizos de oro, y su compañera se erguía desafiadora. El abrigo había resbalado, y entre el brillar del cristalino rocío que fingía sobre el negro tul un estrellado de rara magnificencia zodiacal, aparecía el hombro, de lechosa albura, y el erguido cuello, donde como sobre el nacarado terciopelo de un estuche refulgían las luces rojas, verdes, amarillas, anaranjadas, del hilo de chatones.

-¡Lo que han hecho conmigo es inicuo! ¿Y quién ha venido a dar lecciones? ¡Ellos, señor, ellos! ¿Pero no te indignas?

María no se indignaba. Con una pachorra exasperante daba pequeños chupones al sempiterno cigarrillo, y pensaba para su capote:

-¡Que se desahogue y expulse la bilis! ¡Que ejerza el dulce derecho de pataleo! ¡Pobrecilla, eso es muy sano!

La Monreal se había dejado caer ahora en una butaca con supremo abatimiento, anonadada por la crisis de ira y la tristeza infinita del vencimiento que pesaba sobre ella. Por fin habló:

-Y ahora se acabó todo. Ya se han salido con la suya, y ya me han vencido.

-¿Vencido? -protestó María-. ¡Quiá! Ahora estás en mejores condiciones que antes para triunfar otra vez. Mira, te vas una buena temporada fuera, arreglas tus asuntos, les haces creer que te has resignado con su sentencia, y cuando están más tranquilos y han dejado de ver en ti rival temible, un buen día te dejas caer aquí y los derrotas. Nunca está uno en mejores condiciones para triunfar que cuando le creen vencido -y sintiéndose erudita-: Acuérdate del caballo que ante Troya dejaron los griegos cuando aparentáronse derrotados.

-No, María, no. Yo ya no triunfará nunca.

Y había fatalista resignación en sus palabras.

-¿Por qué no?... La gente olvida, y...

-¡Si sólo dependiera de la gente! Pero no. Victoria o derrota, la llevamos en nosotros mismos. Es una especie de seguridad de nuestras fuerzas, fortaleza, voluntad de vencer. ¡Y yo estoy tan triste, tan cansada!

Y sin dejar meter baza a su compañera, que iba a protestar:

-Además, para salir victorioso en una batalla de ambición en la vida es preciso sacrificarlo todo a eso, vivir sin cariños, sin ternuras, sin amores; que los seres que vamos encontrando no sean un corazón, un alma, sino una cifra; tantos grados de poder, tantos adarmes de posición, tantos miles de duros de renta. Ya ves, en estos días que me he dejado llevar de mi ambición, he sido cruel con Willy, el último cariño que me quedaba.

María rectificó:

-Exageras. El mundo admite...

-¿Qué, di, qué me hubiesen admitido? ¿Mi hijo, mi marido, un amante?... Mi hijo, que tal vez hubiese sido el refugio, murió. Además, ¿para qué mentirte? yo no he querido nunca a Baby. Era demasiado extraño. Yo no comprendía un niño sin mimo ni alegría. Unas veces le miré como un chic más, como a uno de esos principitos que hay en los grabados ingleses, con un danés gris enorme a los pies; otras me daba miedo con aquel su mirar fijo, enigmático, que parecía comprenderlo todo, juzgarlo todo. De mi marido no quiero hablarte; ni un socio he tenido en él. Ya ves las circunstancias; pues búscale. Jugándose los últimos pingajos de la fortuna o gastándoselos con perdidas a las que (ni aun esa disculpa tiene) no quiere, sino que convive con ellas por abyección, por cobardía moral. ¿Pues y un amante? Eso sí, pero un amante como es debido, como Fernando Santa Ana, como Manolo Calatañazor, un amante o por conveniencia o por vanidad. No, María, no. No quiero eso, no me basta, siento anhelo de algo más. Mi alma pide mucho, y tengo que darla algo. Es terrible llegar a viejo sin el recuerdo de una pasión verdad, rodeado de un respeto que sabemos no merecer y de un cariño en que no creemos. Prefiero vivir toda la vida, gozar de todo placer, sufrir todo dolor. Poder decir al sentirme envejecer: ¡He vivido!

-¿Envejecer?... Tontería. Si tú no quieres...

-Es que quiero. Ahora será vieja y pobre. No vivirá sino de él y para él. Su vida llenará la mía. Quiero ser vieja, humilde, pobre, pero suya.

La cínica la miraba asombrada. ¡Pero aquella Lina se había vuelto loca! Acabaría en un manicomio. Peor en un tonticomio... ¡En el nombre del Padre!... ¡Querer echarlo todo a perder aún más de lo que estaba por el sinvergüenza de Willy!... En fin, ahí me las den todas.

La caída siguió con una voz en que había como un desgarramiento que la avejentaba:

-Willy será mi vida, mi expiación sentimental; en él hallare paz y alegría, que buena falta me hacen.

Inerme, ensoñadora, caída en una postura de supremo aniquilamiento, parecía seguir con los verdes ojos plenos de lágrimas una visión que se desvaneciese.

Natalie, entró precipitadamente, y con espantado rostro y atropelladas palabras dejó caer la noticia:

-Señora, acaban de traer un recado de casa del señorito Willy. Ha tenido otro vómito de sangre, y está muy malo, muy malo. Espera Fabricio...

Lina, de un salto, se puso en pie más pálida, más demudada aún.

-Voy ahora mismo -dijo.

Natalie salió, y la Monreal, acercándose a su amiga, posó sus manos, que parecían de muerta, en sus hombros; fijó sus pupilas con mirar de infinita melancolía en los ojos audaces de la morena, y murmuró con una tristeza inmensa, que vibraba en sus palabras como eco del sufrimiento que torturaba su alma:

-¡Qué felices son las mujeres honradas!

La otra tuvo un gesto de pilluelo burlón y se encogió de espaldas:

-¡Con su pan se lo coman!



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