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A flor de piel: 16

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Capítulo IX

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Où fuir dans la révolte inutile et perverse...
STEPHANE MALLARMÉ.


¡Oh, nadie sabe lo que ata el pasado! Es tal vez la mayor fuerza que puede contenernos en lo porvenir. Ese fárrago de ascendientes, cada uno de los cuales escribió una página de la historia familiar, nos cohíbe, nos sujeta. ¡Cuántas veces cuando vamos a cometer una maldad, una ligereza o una ruindad, la idea del linaje -héroes, santos, sabios y hombres buenos- nos detiene! Un pasado de gloria y de nobleza o simplemente unos padres que pasaron la vida luchando por nosotros y se sacrificaron para legarnos una fortuna y un nombre; un nombre, que parece tan poco y, sin embargo, significa tanto -obligaciones y deberes contraídos, derechos y preeminencias adquiridas-; ¡cuán gran freno son en la vida! Pero todo eso, ¿qué podía importarle a ella, advenediza, plebeya que llegó por un capricho de la casualidad, de un salto, sin transición, después de la ruina, con su triste cortejo de cobardías, humillaciones y bajezas, y que ni aun siquiera identificose con el sentir, el pensar y el creer, sintiendo siempre germinar en su alma sorda hostilidad por aquellos que el destino hiciera suyos? ¿Su pasado? Tía Carmina, Adolfo, Fernando Santa Ana, ¡sombras que flotaban en una bruma de tedio! ¡Baby, el supremo lazo que la sujetaba y que se rompiera en una hora trágica entra luchas de pasiones y de vanidades, sombra de una sombra confundida en una procesión de sombras!

Ni gozar había. Tuvo, sí, todo goce, pero tan aprisa, tan a modo de episodio en aquella batalla que fue su vida, que no pudo saborear el bienestar material de su vivir.

Todo esto y algo más, pensábalo Lina, aquella madrugada en su boudoir. Sentada ante una mesa, vestida de viaje, el cabello peinado sencillamente, sin artificio ni coquetería, dejando brillar entre su oro la plata de las canas descubriendo, echado, hacia atrás, la frente surcada de arrugas, y las sienes, donde la «pata de gallo» se asentaba victoriosa, apoyada la cara en las manos, meditaba. En el rostro, muy pálido, y rodeados de grisosas ojeras, brillaban los ojos empañados por el vaho de las lágrimas, y un hondo rictus sellaba la boca, de marchitos labios.

En torno a ella agrupábanse los restos del naufragio: el saquito, con la huella de las cifras que le arrancara con las uñas, conteniendo toda su fortuna, algunas -decenas de miles de pesetas y sus alhajas; los estuches vacíos, cartas rotas, fotografías hechas menudos pedacitos.

Sobre el fondo rosa enguirnaldado de plata las marquesas versallescas lucían su sonrisa frívola, bajo las altas pelucas empolvadas, y las pastoras de Watteau se pavoneaban en prados floridos entre corderos lazados de azul y rosa, mecidas por los sones de flautas y sistros que tañían los pastores concertantes; los marfiles de Isabey, las vitelas del siglo galante y las miniaturas familiares mostraban el nimio preciosismo de su factura, y sobre el psiquis veneciano las palomas -¡pobres colombas envejecidas!- se arrullaban siempre.

Lina echó una mirada por el cuarto. ¡Pobres objetos tantas veces soñados en noches febriles de soltera, y luego, más tarde, en otras noches de insomnio, en los interminables inviernos pasados en la vieja ciudad, en la señorial morada de los Monreal! ¿Qué sería ahora de vosotros? Como trofeos de una derrota os expondrían a la vergüenza en alguna almoneda, para ser pasto de la malévola, curiosidad de las gentes, como lo serían también, como trofeos éstos de una gran caída moral, otras cosas -prestigios, glorias, leyendas, honores- creados en una vida de titánico esfuerzo. Y la vencida vio con clarividencia extraordinaria la escena cruel. Sus amigas revolviéndolo y curioseándolo todo, acompañando aquella violación espiritual de una fingida lástima mil veces más cruel que el peor escarnio. -¡La pobre Lina!... ¡Era tan loca!... Mal gusto no tenía, pero hay tanta pacotilla... La desgraciada, se comprende, en estos últimos tiempos, debe haber pasado ratos muy malos... -¡Infames! Una vaga tristeza la invadió, algo así como la melancolía de lo definitivo. Pero no, la magnitud misma del sacrificio la sostenía. Si la hubiesen dicho que renunciase a una brizna de posición o que redujese su tren un poco, se hubiera indignado protestando airada; pero renunciar a todo, sumirse en la nada, en el río del olvido, un a modo de Guadalete de la casa de Monreal en que ella se ahogase... Lo teatral del gesto la seducía.

Además, pensaba ir a vivir de verdad, amar, gozar, sufrir. Ya estaba harta de escuchar la voz del apuntador; quería vivir e iba a conseguirlo. Ya había comenzado. Y se engañaba a sí misma, porque seguía viviendo para la galería.

Iba a perderse en el remolino de la existencia, a dejar de ser una fuerza que podía alterar el equilibrio de la vida social, y a ser una mujer. Lo que se imponía era más que un sacrificio: un renunciamiento. Ya no sería la condesa de Monreal, sería Carolina, una pobre mujer vieja y envejecida- no quería, en su ansia de abdicación, luchar contra la vejez -que no vivía más que para un amor que, para colmo, tenía la terrible seguridad de que no sería compartido jamás. Ahora se iría con Willy allá a Suiza, a un sanatorio en medio de eternas nieves, olvidados del mundo, pues que ya no sería una potencia que interesa a la sociedad y cuyos pasos se siguen espiándose ansiosamente el instante de la caída para sacudir su yugo, y allí entre cielo y tierra, emprendería una lucha implacable con la muerte, una lucha titánica en que disputaría palmo a palmo a la Traidora, la amada presa. Y con su amor le infundiría la vida. Sería para él una madre y una hermana de la caridad, viviría pendiente de él, de sus gestos, de sus palabras, de sus movimientos. Luego, cuando estuviese convaleciente, se refugiarían en un villino italiano, y allí, bajo el cielo azul, en la paz geórgica, sería la hermana, la hermana mayor, muy buena, un poco triste porque sabe de la dolorosa ciencia del vivir, que guía y consuela. Sabría alejarse permaneciendo cerca para apartar los abrojos de su camino, pronta siempre a aplicar a la herida el bálsamo que sana. Sería toda dulzura y compasión. Y al fin, cuando sano de cuerpo volviesen a germinar en él los nobles sueños de ambición y quisiese remontar el sueño hacia la gloria, sería llegado el momento del supremo sacrificio: le casaría. Aquel golpe teatral «a lo heroína de Dumas» le seducía. Ella misma elegiría la mujer a quien entregaría su amado para hacerle dichoso; ella misma le llevaría de la mano hasta la puerta de la dicha para quedar allí mientras él entrara. ¿Quién sabe si algún día, muy vieja, arrugada, con el pelo blanco, mecería sobre sus rodillas un rubio nene fruto de aquel amor? Y luego, discreta, se esfumaría, y así cuando ella entregase su vida sería para él una amada sombra familiar evocada en las horas -¿quién no las tiene?- de dolor, de tristeza, y de descorazonamiento. «¡Si viviese Lina! ¡Si estuviese aquí!»; y el alma, que vagaría en torno del amado, gozaría del raro júbilo de sobrevivirse.

¿Qué le importaba que el mundo hubiese ultrajado y escarnecido su amor? ¿Qué podía darle los puñados de barro que le arrojaba la canalla? Aquel amor tan grande, tan bello y tan sincero; aquel amor, que tenía el ideal renunciamiento de los místicos arrobos y la brutal violencia de las pasiones malditas, purificaba como el carbón ardiente, y bastaba a ennoblecer, a santificar su vida.

Miró el reloj. Las cinco. Tan sólo faltaba media hora para la partida. Sus ojos fijábanse, en una larga mirada, sobre el cuarto, dando a todos aquellos objetos el supremo adiós, cuando sintió pasos en el salón contiguo, y el frío de lo imprevisto- esa trágica fuerza del vivir- heló su espalda.

¿Quién sería? Un criado que traía algún recado... El administrador, con alguna mala noticia... Era Pedro, que se detuvo en el umbral, con el cabello en desorden, el cuello arrugado, descompuesto el traje, mirándola, inmóvil, con los ojos muy brillantes.

Loco terror se apoderó de ella, e incapaz de hablar, permaneció contemplándole, interrogante, mientras que las más descabelladas hipótesis cruzaban su cerebro en un vendaval imaginativo. ¿Qué querría? ¿Por qué aquel retorno después del definitivo adiós? ¿Se habría vuelto atrás? Aquel ser, que obraba no por cínico cálculo, sino por incapacidad de medir el alcance de las cosas, ¿habría sentido palpitar en el fondo de su ser esa extraña cosa llamada honor? ¿Buscaría las reivindicaciones trágicas? ¿O tal vez una idea de muerte habría anidado en su cabeza ante la ruina, y vendría a que la compartiese? ¡Jamás, jamás! ¡Quería vivir, pues la muerte es lo único irremediable! Y pronta a la defensa, halló fuerza en su flaqueza para interrogar:

-¿Qué quieres?

No contestó. Como un somnámbulo avanzó hasta la mesa, y detúvose de nuevo. Lina, ansiosa, tornó a preguntar:

-¿Qué quieres?

Sin hablar, lento, sacó las manos de los bolsillos, y comenzó a dejar caer sobre la mesa. monedas y monedas. Las pesetas y los duros formaban montoncitos, rebotaban, caían, rodaban, trazando caprichosos dibujos sobre la alfombra gris, florida de lises. Y la Monreal, atónita, espantada, temiendo comprender, miraba ahora caer los papelitos verdes y rojos que significaban la fortuna. Y al fin, su marido, con una sonrisa, triunfal, le tendió un telegrama. Lina no pudo leer, adivinó, y muy pálida, con las manos crispadas sobre el montón de dinero, esperó la sentencia.

Pedro formuló, triunfal:

-Todo se arregla.

Y con pueril fanfarronería:

-Ahora, a luchar, soy yo el que te lo dice. ¡Hasta ahora no hemos hecho más que locuras y tonterías!

¡Gran Dios! ¡Aquel amor tan grande, tan bello y tan sincero; aquel amor que bastaba a ennoblecer, a santificar su vida, no era más que una locura!

Sintió que algo se rompía dentro de ella. El famoso espejo. Y hubo como un balance de valores en que cada cosa mostrose tal y como era: la vanidad, vanidad; el amor, amor; y la sensualidad, sensualidad, sin el grato artificio de sentimentales oropeles. Se dejó caer en la silla, anonadada, vencida por el irónico capricho de la suerte.



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