A flor de piel: 09
Capítulo II
[editar]Oh! L'horreur du masque!
JEAN LORRAINE.
La velada había transcurrido para Lina y María bajo el peso de un tedio abrumador. De los habituales comensales a la comida de los martes habían faltado aquél, que lo era de Carnaval, los que daban animación a la mesa con su charla. De ellos, el marqués de Zacinto habíase excusado con su jamás desmentida corrección, enviando amabilísima esquela en que participaba a la dama que un dolor reumático feroz le postraba, impidiéndole disfrutar el gusto de comer con ella; Paco Estrada había telefoneado directamente a casa de Monreal, y Julito, encargado de excusarle a la Montaraz en una conversación telefónica que con ella sostuviera, sin dar, por supuesto, directa explicación de sus ineludibles quehaceres, pero dejando adivinar en sus ambiguas palabras que se trataba de una aventura carnavalesca en compañía de un amigo. Aquel incógnito de su compañero de holgorio y la inexplicable ausencia de Willy, muy mejorado de sus males, que no habla ido a comer, poniendo a Lina de un humor de todos los demonios (¡ni uno menos!), dejaban adivinar tratábase de éste y de su Lucerito, y por ende de la trinca nada recomendable de la prójima, con lo cual era de suponer no sería cosa de rezar función de desagravios.
Habían, pues, comido solamente la imprescindible Elisita Pancorbo, Agustinita Franqueza, el noble marqués de San Balandrán, que parecía, cosa rara en él, tan correcto, tan mesurado, acometido de extraña inquietud aquella noche; el héroe de la Pampa y la grandísima loca de Magda Florián. Y como si fuese poco aún el aguantarles durante la comida, ocurriósele a la vizcondesa, bajo el pretexto de que, como Carnaval, no se podía ir a ningún teatro por ser patrimonio de la gentuza, la empecatada idea de jugar un tresillito. A ella que no le hablasen de «bridges» ni otros mamarrachos extranjeros; que la dejasen con sus codillos, sus bolas y sus puestas. Y dicho y hecho: formó su partidita con el marqués y el general, y engolfose con alma y cuerpo en sus entradas; Tinita, perpetua mirona, tras contemplar un instante el juego, quedose beatíficamente dormida en las luchas de la digestión, y las dos damas, frente a frente, hallábanse en la cruel alternativa de optar entre el inacabable chismorrear de la partida o un concierto entero de Chopín que en el salón contiguo arrancaba al piano la arrebatada mano de Magda Florián. Las notas apasionadas, raramente matizadas de las melodías, íbanse enlazando, a veces crispadoras, nerviosas, chasquidos de besos y ulular de lujuria que arrebataban las almas en los giros de un vals diabólico, otras lentas, mórbidas, cansadas, como crujir de arenas en las calles de un campo santo al paso de una procesión de fantasmas, y también a ratos lejanas, misteriosas como susurrar de amantes meciéndose en un lago al claro de la luna.
Dábale a la Florián ahora por echárselas de apasionada de Chopín, y, según ella, compartía su vida, libre, insolente, feliz y desafiadora ante el mundo entero, entre sus dos amores: la música y el héroe. Porque la aventura comenzada en aquella casa la noche de la fiesta en honor de la gran duquesa habíase convertido en un lío, motivo de alarma para la condesa, que temía ver comprometidos por alguna salida de aquella desequilibrada los proyectos matrimoniales entre el general y Herminia Álvarez, tan adelantados ya que en breve se formalizarían con la petición de mano, única cosa que esperaba ella para tirar un nuevo tajo al bolsillo del potentado, pues el millón de pesetas antes extraído, salvo pequeña cantidad empleada en algunos pagos urgentes, se lo había tragado aquel dichoso negocio de fletes en que comenzaban ella y Perico a no ver tan claro como en un principio.
Todos eran motivos de preocupación para la dama. Precisamente aquella mañana había firmado un préstamo hipotecario a tres meses sobre los muebles y obras de arte contenidos en su casa. Fue exigencia de su marido para hacer frente a algunas obligaciones inaplazables; así y todo, y pese a su seguridad de pagarlo antes de un mes con el dinero americano, hubiérase negado si no fuera porque Willy, a su vez, solicitaba un adelanto de ella. Por otra parte, sus amores, aquellos amores a que se aferraba con las ansias de sus cuarenta y tantos años, iban de mal en peor. Willy, mejorado, aunque no curado de su enfermedad, había vuelto a las andadas con la Soler, y ya ni consideración le tenía, como demostraba el no haberle enviado un mal recado aquella noche.
Era la una de la madrugada, y las del tresillo hablaban aún de no sé qué puestas. María leía La Época; la Florián, incansable, tocaba el piano sumida en el arrobo de aquel mar melódico, y Lina esperaba siempre. Cada vez que algún criado entraba con algún recado, alzaba vivamente la cabeza con una vaga ilusión que sería una carta de Willy.
Ahora sí que era una carta, pero no para ella, sino para el marqués, que tras de pedir permiso calose los lentes, leyó con visible satisfacción, y volviéndose a la Pancorbo, dijo:
-Aunque ya no es un secreto, van ustedes a ser los primeros en saberlo. Me escribe Peralta que Su Majestad me ha honrado confiriéndome su representación en Salmacia.
Todas le felicitaron calurosamente; la Pancorbo, en impulso de su entusiasmo, se borró, distraída, con el lápiz que tenía en la mano una puesta; Tinita vio en perspectiva un viaje de gorra por Europa. La Florián apareció en la puerta envuelta en los pliegues de su túnica negra, de una tela muy pesada y muy blanda, que la ceñía esculpiéndola, mostrando el rostro blanco, encuadrado en los cabellos de azabache, que anudaba en la nuca alabastrina, formando un gran moño atravesado de fino puñal con mango de esmeraldas, y apoyando un brazo en el marco de la puerta, saludó al agraciado:
-¡Cuánto me alegro! Iremos a verle, n'est-ce pas, mon cher? -interpeló encarándose con el general.
Y en cuanto a Lina, sintió una indefinible impresión de tristeza.
¡Qué tontería! ¿Acaso deseaba ella aquel puesto? ¡Pues bueno estaba Perico para irle con embajadas! No, no era eso. Era una vaga melancolía, la sensación de alejamiento en una caída en el vacío, mientras las compañeras de lucha se acercan a la cumbre donde por espejismo creemos quo está el reposo, impresión que se mezclaba a vaga inquietud encarnada en una pregunta que se formulaba desde hacía un instante: ¿Dónde estaré yo cuando este amigo vuelva? ¿Estaremos aún en el mismo plano social, o habremos ido a parar a distintos planos?
El marqués, satisfecho, infatuado, había tomado la palabra, y dejándose llevar de su amor al clasicismo, al españolismo, y a la tradición -en este mundo no hay como crearse un carácter para llegar-, les daba un curso de derecho político.
Creía él que en España lo que hacía falta era precisamente mucho españolismo. Nada de europeizarnos; aquello, sobre imposible utopía, era una abdicación, un renunciamiento. Aun en los tiempos de mayor gloria, en aquellos soberbios tiempos de los Felipes, jamás fuimos europeos, nunca europeizamos España; hicimos algo más bello, más grande: querer españolizar Europa. Eso y no otra cosa significaron las guerras de Italia y Flandes.
Imponer nuestra religión, nuestras costumbres, nuestras leyes, no transigir, no contemporizar. Éramos muy católicos, pero encarcelábamos al Papa si el Papa no pensaba como nosotros; muy humanitarios, pero abrasábamos a los flamencos si no abdicaban hasta de su libertad de pensar. Por eso éramos grandes, porque al través del mundo, lo mismo en Europa que en América, por cima, de razas, de religiones, de leyes y costumbres, conservábamos nuestro carácter de españoles, sin flaquear ni modificarnos nunca en contacto con el ambiente, sino haciendo que el ambiente se modificase en contacto nuestro. Teníamos industrias que vivían florecientes; nuestra literatura admirada, nuestra política respetada, nuestro ejército temido, y, sobra todo, nuestro pueblo, único en el mundo, bueno, noble, valeroso, sufrido, leal; nuestro pueblo, que al través de los siglos conservara el alma numantina para luchar contra los moros ocho siglos, y vencer cuatro más tarde al Ogro del Corso. Era preciso, si queríamos volver a ser lo que fuimos, afirmar nuestra personalidad, proteger nuestra industria, mejorar nuestras costumbres, sí, hacerlas modernizarse, aprovechar nuestras riquezas, pero rechazar sistemáticamente, sacando nuestras púas como erizo que ve cerca un peligro, todo extranjerizamiento. Los elementos de fuerza están en nosotros; aprovecharlos.
Y el marqués, que no tenía plan alguno, y que de tenerlo pensaría todo lo contrario, -aquí del cardenal Richelieu: «La palabra es el arte de ocultar el pensamiento»-, añadió, limpiándose el sudor que con la elocuencia le brotaba, con aquel pañuelo comprado en casa de Tremlet, en Londres:
-Aquí podríamos decir, parodiando al clásico:
- España, ¿dó estás? Tu lozanía
- postrada yace al golpe de los años.
María se inclinó al oído de Lina.
-Así me gusta. Que siente o que no siente, en el culo te pinto un loro.
Los tresillistas se habían puesto en pie, y Elisita Pancorbo, besando con gran cariño a la anfitriona, se despedía de ella. Se le estaba haciendo tarde, y tenía que tomar la ceniza a las ocho, en la misa del padre Godofredo. Aquellos demonios de santos la traían loca. ¡Jesús! ¡Jesús!
-Adiós, monina; y ya sabes, con confianza, ahora, durante la Cuaresma, me vengo a comer contigo los viernes... Yo no sé qué hace tu cocinero con las comidas de pescado, pero hay que confesar que tiene mano de santo.
¡Ya lo creo que lo sabía! ¡Echar substancia de carnes en el caldo, en las salsas, mezclar... qué sé yo, herejías! Pero en su egoísmo pensaba:
-¡Como no es en mi casa!... Sobre la conciencia de su ama va, y ¡ahí me las den todas!
Los demás siguieron el ejemplo de la vieja, y salieron todos, menos María, que se dejó caer en una gran butaca junto al fuego. Al fin volvió Lina.
-¿Se fueron?
-Sí.
-¡Uf! ¡al pelo! ¡Qué pesados!
-Yo estaba en ascuas... Luego, como Elisita no pierde ripio, tenía un miedo atroz que notara lo de Willy... Ya sabes la lengua que tiene. Prefiero la gente que hace las cosas, que los que se entretienen en criticar las que hacen los demás.
María afirmó muy seria:
-Hija, hay tiempo para todo.
Y después de una pausa, cambiando de conversación:
-¿Quieres que te diga dónde está tu tormento?
La Monreal interroga anhelosa:
-¿Dónde?
-En el baile del Gran Teatro.
-Es una canallada -afirmó exasperada la Monreal.
María no hizo caso de su ira; parecía madurar una idea; por fin habló, razonando:
-Mira, hay baile en el Real y en el Gran Teatro. Yo he visto los anuncios en El Imparcial. Como estará con tu rival aborrecida, -y era irónica-, acompañados de toda su distinguida trinca, en el Real no pueden haber dado con sus huesos; además, ya sabes lo que a Julito le divierten las cosas raras, y Julito está con ellos, de eso no me cabe duda: luego están allí.
Y de súbito:
-¡Si fuésemos!...
Lina empezó con una exclamación de horror, como todo el que desea mucho una cosa y ve adivinado su pensamiento antes de tiempo.
-¡Estás loca!
Y a un gesto indiferente de la otra, que pareció de súbito renunciar a la partida:
-Además, nos van a conocer hasta las piedras.
-¡Quia; de eso me encargo yo!
Y con un ademán de picaresca camaradería, tiró el pitillo, y apoyando sus manos en los hombros de su amiga, comenzó a explicarse:
-Mira, Linilla; nos vamos a mi casa...
-¿Y cómo salgo? -interrumpió su interlocutora, descorazonada.
-Por la puerta. ¡Pues valiente cosa te puede importar! ¿Se iría a asustar el portero?
Y como la otra callase, prosiguió su plan:
-Nos vamos a mi casa; desde allí mando a Gregoria, mi doncella, en un simón, a alquilar disfraces, y mientras va nos vestimos con ropa de ella, para no epatar con los bajos, y ¡al pelo!
En la elegancia severa que, conforme a la moda del reinado de Enrique IV, dominaba en el despacho (donde ahora se jugaba al tresillo para no estropear los blancos muebles del saloncito de Lina), sonaban extrañamente las palabras frívolas de la dama planeando aquella aventura picaresca y el primer conde de Monreal vistiendo adamasquinada cota y broncíneo casco de flameante airón, parecía, desde las tallas que la cercaban presidiendo la chimenea, reprobar aquella locura. Lina, nerviosa, con esa nerviosidad común a los niños y a las mujeres cuando desean mucho una cosa y a la vez la temen, objetó aún señalando el péndulo que marcaba las dos:
-¿No es tarde?
-No, mujer, no; si te das prisa, a las tres y cuarto estamos allí, y aun les alcanzaremos.
Y luego, para decidirla, le espoleó en su amor propio:
-Si es que no quieres ver a Willy con esa mujer...
Lina se irguió.
-¿Vamos?...
Envueltas en los pliegues de sus capuchones de raso negro, lacios y marchitos por el batallar de las noches de Carnestolendas, mostrando al andar sus bajos, ni muy limpios ni muy flamantes, cubiertos los rostros, por las caretas de terciopelo del mismo color que los disfraces, se detuvieron un instante sobrecogidas antes de lanzarse en el torbellino del amplio local, que ofrecía un cuadro evocador de los caprichos goyescos, sin su castiza, majeza, y de las aguafuertes de Durero, sin su trágico horror.
Eran más de las tres y media de la madrugada, y la desanimación y el aburrimiento caían a plomo sobre la fiesta. Una vaga neblina, producida por el polvo de la alfombra y el humo de los cigarros, espesaba la atmósfera, haciendo lucir las lámparas eléctricas, ya no muy brillantes de por sí, como al través de un velo; los palcos, desiertos en su mayoría, eran así sumidos en tenebrosa negrura, como grandes nichos vacíos de un cementerio abandonado; de los brazos eléctricos pendían manojos de serpentinas, rotas, manoseadas, sucias; los conffetis tapizaban el suelo con innoble iris, y sentados en torno al salón algunos dominós obscuros, semejantes a encapuchados penitentes, ocultando bajo aquel arreo, que quería ser arlequinesco y era lúgubre, las ansias de rapiña de las del oficio de zurcidora de gustos, que antaño se refugiaran, refugio por refugio, bajo el manto de la dueña, parecían esperar pacientemente, cambiando de vez en cuando algunas palabras con misteriosas mascaritas ataviadas de pescadoras napolitanas o de paludos bebés; alguna pareja, que más que de recién conquistados corazones parecían de mal avenidos esposos, departían por hacer algo, y algunos solitarios bostezaban largamente. En el centro del semicírculo, los celadores desenmascarados, con los balandranes abiertos, ponían orden, ayudados de sus largos bastones, en las parejas danzantes a los acordes de los canallescos valses que chillaba una orquesta oculta en las alturas.
Eran extrañas parejas que giraban en interminable procesión, dando la vuelta al recinto, estrujándose unas contra otras, moviéndose muy apretadas, embutidos los danzarines, los ojos en los ojos, las bocas muy cerca, incansables, lascivos, graves, como en raro rito de un culto fálico.
Una maga de larga túnica de percal negro, estrellada de papel dorado, y puntiagudo capirote, bailaba, ciñéndose a un chulo peinado con persianas; una mora de mancebía, dejábase languidecer en brazos de un innoble tipo de rubicundo rostro, cabellos teñidos, ladeado hongo, roja corbata y grueso diamante en el anular, hibridación de tahur y tratante en caballos; más allá, un viejo flaco, zancudo, calvo, de libidinoso mirar y babosa sonrisa, oprimía contra su pecho, como esos vampiros de los cuentos de Hoffman, enorme bebé de astroso atavío de alquiler; juvenil chicuelo, indudablemente escapado de su casa, adheríase a enorme mujerona que movía con lujurioso ritmo sus macizas ancas de vaca; Colombina prostituida mirábase en los ojos de un ordenanza de Ministerio, y un estudiante, abrazado a una prójima, pasaba lento, mordiendo sus cabellos pintados; viejos verdes, colegiales, toreros de invierno, obrerillos endomingados, horteras, vividores de profesión, matones, chulapones de mancebía, pasaban, llevando entre los brazos noches nevadas, floristas, chulas, couplelistas, reinas de zarzuela, sacerdotisas egipcias, arlequines y locuras, pasaban y repasaban en hórrida zarabanda, poseídos de la gravedad de sus actos, mientras una Doña Inés neurótica escapaba de los brazos de un chauffeur.
Más allá, unos pierrots de sucios trajes y rostros embadurnados de blanco, que les daba apariencia casi macabra, perseguían con sus groseras bromas, como payasos de ultratumba, a una de las floristas, fugitiva, y de vez en cuando surgía, como chispazo de una oculta hoguera de crimen, una bronca en que las lenguas, trabadas de vino, vomitaban injurias de burdel, y las manos, temblorosas de sensualidades, apretaban las navajas.
Casi todas las mujeres habíanse quitado las caretas, y el sudor que les escurría de la frente goteábales por las mejillas, trazando surcos en la pintura que les embadurnaba y ponía en sus rostros grotescas máscaras en que la boca trazaba su mueca crispada de lujuria mercenaria. Otras llevaban pequeños antifaces de terciopelo para hacer resaltar el fosforescente brillo de sus pupilas o la promesa de unos labios más incitantes bajo el negro tul.
Y una ola de lubricidad enorme les envolvía a todos, substituyendo a la alegría con una brutal torpeza física que emanaba de los menores movimientos de sus cuerpos sudorosos.
Si Lina se hubiese dado, como su amiga Lidia Alcocer, a la literatura decadente, al contemplar así, de súbito, sin la lenta preparación de una noche de juerga, en que la fiesta fuese lentamente degenerando, aquel cuadro sin majeza, sin colorido, sin gracia ni júbilo, hubiese podido creerse trasladada, en una pesadilla de éter o morfina, al palacio del Tedio en plena fiesta de lujurias. No era así, y sólo sintió una opresión de repugnancia y temor, y agarrándose al brazo de su compañera, que miraba curiosa, murmuró a su oído, casi suplicante:
-Hemos hecho mal en venir... Vámonos, mujer, ¡por Dios!
Sin contestar, María tiró de ella.
-Mira - dijo-, son los únicos que se divierten.
Miró, efectivamente, en la dirección que su amiga le indicaba, y el corazón le dió un vuelco en el pecho. En una platea, ruidosos, alegres, reverberando nervioso júbilo sobre la bruma tediosa del salón, estaban ellos. La Cotufera, toda de azul eléctrico, con un pañolón florido de claveles gualdos, enorme ramo de las mismas flores junto al moño, que le acariciaba la nuca; la mata enorme de pelo sombreando el rostro, más embadurnado de cold cream y polvos baratos que nunca, cimbreábase en el centro del palco, bebiendo sin tasa el champaña que el Niño de las Verónicas le escanciaba con un ademán lento, de reposada chulería. La Gioconda, medio borracha, caída sobre el barandal, profanando el traje de guardarropía, verde, acuchillado de plata, del siglo XV, que por consejo de Julito adoptara, reía con unas carcajadas muy ordinarias, muy ruidosas, tan lejos de aquella divina risa ambigua o inquietante -risa que tiene todas las melancolías y todas las perversidades, risa de enigma que turba y atrae como los trágicos misterios del amor y de la muerte, y que, como ellos, tiene el don fatal de robar la razón a quien osa interrogarla, ¡divina sonrisa de Monna Lisa!, risa de una boca sabia y silenciosa, cuyo enigma no se puede descifrar sino para morir después- reía, mostrando su dentadura, fuerte, sana, plebeya, de los disparates que el extravagante, en canallesco atavío de pierrot, le gritaba. Y en un rincón, Lucerito, toda de negro y rosa, madrigalizaba, la mirada de sus ojos perdida en los ojos de Willy.
-Mira, mira, tu galán, qué atortolado está. ¿Quieres que nos acerquemos a ver qué hacen?
Y como hubiese unos asientos desocupados debajo del palco, María, llevando en pos de sí a Lina, lanzose entre la multitud, camino de ellos.
Un viejo verde intentó pellizcarlas; un chulo les dijo una atrocidad que hizo reír a la loca, y dos mozalbetes les siguieron insistentes, groseros en sus chanzas, empeñados en sacarlas a bailar. Por fin, se hallaron sentadas debajo de la platea; pero allí les aguardaba una decepción: no se oía nada.
Había vuelto a comenzar la música, ritmando ahora las notas lánguidas de una mazurca chulesca; las parejas giraban, incansables, nuevamente, y Lina, sofocada, ahogándose bajo la careta, sentía una ansiedad loca de llorar, de huir lejos, donde pudiese sollozar a sus anchas y gritar muy alto su dolor. No pudiendo aguantar, se inclinó hacia su amiga.
-Vámonos ya... ¡Yo no puedo más!
-Se van ellos también. Vamos delante, y veremos qué hacen.
Y sin aguardar respuesta, guió a la Monreal hacia el vestíbulo, y allí, tirándole violentamente de la manga, obligola a ocultarse tras de unas columnas.
Salían ellos ya, retozando con las prójimas: delante, Willy y Lucerito, muy atortolados, y detrás, ruidosos, escandalizando como siempre, los demás. En la puerta se detuvieron con grandes señales de impaciencia, y parecieron celebrar conciliábulo. Una llovizna fría y menuda caía del cielo, haciendo rebrillar las aceras, heridas por la luz de los areos voltaicos, y no había ningún coche. Al fin, y tras breve vacilación, lanzáronse resueltos a la calle, y las dos tapadas siguiéronles de lejos.
Así, envueltos en la tenue cortina de agua que caía sin cesar del cielo hendiendo las tinieblas, apenas disipadas de trecho en trecho unos cuantos metros por la temblorosa luz ele los faroles de gas, corrieron algunas callejuelas que arpentaban lentas, indiferentes ante la lluvia, algunas reinas del placer, y llegaron a un pasadizo donde brillaban las vidrieras de un colmado con honores de restaurant. Metiéronse en él los juerguistas, y las damas vararon perplejas.
-¿Y ahora?
-Vamos adentro.
Y la Monreal, resuelta, tiraba de su amiga, que asustada por el cariz que tomaba la aventura, resistió.
-No, no, basta. Más sería una locura.
-¡Una más!...
-Quiero entrar. Si vienes, bueno; si no, voy sola.
-¡Pero, mujer!...
-Nada -y dió un paso-, ¿vienes?
La morena se encogió de hombros. Tenía Carolina razón. Una locura más...
-Bueno, vamos allá.
Franqueada la puerta, y ya en el pasillo, se detuvieron nuevamente perplejas, desorientadas.
Un olor violentísimo a guisotes y humo de tabaco barato enrarecía la atmósfera, haciéndola irrespirable; estrépito de vajilla, gritos, carcajadas, canciones, rasguear de guitarras, juramentos y blasfemias, ensordecían; el suelo negro, lleno de escupitajos y colillas, respiraba vaho de humedad; y a los dos lados del pasillo, puertas de cristales callaban su secreto.
-¿En cuál estarán? Nos convenía el cuarto de al lado para oír.
Una puerta se abrió escupiendo a dos borrachos en son de querellarse, y Lina y María, horrorizadas, acogiéronse al otro lado del pasillo, apretándose contra una puerta que cedió a su empuje; sintiéronse cogidas y arrastradas dentro, y oyeron la voz de Julito que decía:
-¡Hola, barbianas! ¡Os convidamos para que no digáis que no se gasta finura!
Julito inició una burlesca reverencia, y con voz engolada, llena de majestuosa prosopopeya, comenzó:
-Altas y muy poderosas señoras, seos servidas de desposeer vuestros peregrinos rostros, donde seguramente bajo la nieve se transparentan rosas, de esos negros antifaces con que alguna perversa maga les ha cubierto, envidiosa de tanta belleza.
Lina y María, sentadas junto a la puerta, denegaron silenciosas para que sus voces no las vendiesen. La Gioconda rió, mancillando la noble majestad del rostro con el plebeyo baldón de su sonrisa, y la Cotufera midió a las intrusas de arriba abajo con su mirada desafiadora.
Julito siguió:
-Fermosas damas: si por algún misterioso encantamiento os veis privadas de complacernos y habéis de ocultar vuestros semblantes, mostradnos a lo menos vuestras manos, besadas por reyes y emperadores.
Gesto negativo de las aludidas.
Willy y Lucerito habían dejado de prestar atención, y aislados charlaban. Julito prosiguió con cómica gravedad:
-¿Tampoco?... Está bien. Pues sabed que sólo las princesas y las fregonas en su nobleza temen ser conocidas por las manos. Luego o sois princesas o fregonas.
La Gioconda intervino.
-Déjalas; ¿no ves que son de la cofradía del silencio?
Y la Cotufera, hablando en aquel su andaluz madrileñizado, muy lánguido, muy ceceante, arrastrando las palabras:
-¡Mujé!... Déjala... ¡A la pobresita se le cayó la campanilla de tanto llamá a un gachó!...
Julito prosiguió aún:
-¿Quién sois, peregrinas criaturas, quién sois?
La Cotufera, con desgaire, dió la respuesta:
-¿No lo ve; hombre e Dio? ¡Una prójima... y si no, pues ella se lo pierde!
El cuarto era como todos los cuartos de colmado: sucio, hostil, limitado a modo de tabiques por tablones que dejaban pasar chasquidos de besos, gritos de mujeres, rodar de vasos y crujir de sillas, en la pared del fondo, empapelada de gris, una musa de burdel había dado brillante muestra de su ingenio en numerosas obscenidades y porquerías escritas en prosa y verso.
A la luz tristona de una bombilla eléctrica, Willy y la gitana se murmuraban endechas; la Gioconda bebía como un carretero; el Niño de las Verónicas fumaba incesantemente, y el Cantares había echado mano de la guitarra y templaba sus cuerdas, arrancándoles notas graves que iban a perderse en el general estruendo.
Julito (¡no podía estar tranquilo un minuto!) se encaró con el tocaor.
-Anda, Joselete, cántanos algo.
No se hizo de rogar. Echó el pecho hacia adelante, bajó la cabeza hinchando el cuello, y con clara voz timbrada de tristeza, empezó entre el lento palmotear de todos:
Un suspiro es una pena
.....................................
Redoble de palmas.
-¡Olé! ¡Olé! ¡Venga de ahí, mi niño!
Un suspiro es una pena
que arranca del corazón.
Y en llegando hasta los ojos
¡los ojos la hacen traición!
Más palmas. Las pájaras, el cigarrillo en los labios pintados, jaleaban.
El Cantares carraspeó, escupió y tornó a empezar con un gemir de pena:
Déjame llorar
porque grandes fatigas tengo,
porque mi marecita del alma
de fatigas se está muriendo.
Las palmas repiquetearon cadenciosas. Julito se encaró con la Cotufera:
-¡Mercedillas, serrana mía, márcate un tango!
-No pue sé, hijito de mi corazón... No vaya a jacé er mengue que a la señora le de un sopiliponcio!
-Sé fina -insistió él inquieto- y complace.
La Gioconda intervino conciliadora:
-No seas esaboría, y anda con ello.
-¡Vamo allá!
Y apoyando el pie en la rodilla del Niño, saltó sobre la mesa.
Lina alzose vivamente, y fue a ocupar el sitio libre junto a Willy. Fue un movimiento inconsciente, del que se arrepintió enseguida, al sentir fijos en ella, los ojos de Julito, que reían triunfantes -¡desde que entraron lo había adivinado!-, los de Willy aburridos y los de Lucerito cargados de amenazadores efluvios de tormenta.
Mientras, la Cotufera erguíase sobre el sucio tablado. Así esculpida, en el zafiro del manileño vergel, emanaba un intenso encanto de lujuria. Los pechos, prominentes, duros, procazmente erguidos, eran deseables en su leve palpitar, que alzaba y descendía rítmicamente dos claveles amarillos y enormes; el vientre apenas señalaba su breve curva, y las caderas, dislocadas por lascivos ademanes, eran potentes, insolentemente femeninas. Y en la cara, muy blanca, ojerosa, manchada de vicio y de pintura, vagaba una sonrisa como mueca de placer comprado que oculta una pena.
Todos jaleaban ahora, haciendo chocar sus manos al ritmar de la guitarra. El cantaor comenzó:
¿Cuál de las do cogeré
de do vereda iguales?
¿Cuál de las do tomaré?
..........................................
Las palmadas fueron en crescendo. La bailaora, casi arrodillada, hacía castañetear sus dedos lentamente, y movía el cuerpo con languidez de espasmo, haciendo serpentear su larga cola entre las cañas de manzanilla.
Yo me encuentro en un camino:
¿Cuál de la do cogeré?
Si cojo la de tu gusto
¡Mi perdición ha de ser!
...........................................
Olés, aplausos; los bastones ayudaron a las manos, y la flamenca irguiose de un bote, y sosteniendo con una mano la falda y con la otra el cordobés, pateó, vibrando sobre la mesa, y luego giró rápida, barriendo con su cola, que se abría pomposa, las copas, que al rodar rotas vertieron los áureos chorros de vino generoso.
Lina se había ido aproximando a Willy; su rodilla tocaba la del muchacho, y sus manos, en su loco aletear, acariciaban de vez en cuando las de su amante. Adivinando él bronca en perspectiva, quiso partir, y se inclinó murmurando unas palabras al oído de Lucerito. Esta se puso en pie.
-Nosotros ahuecamos, ¿eh, tú?
-¡De perlas!
Y el escultor imitó el ejemplo, alzándose de su asiento.
-¿Os vais ya?
Y Julito les miraba extrañado.
-Sí; nos vamos, porque...
No pudo acabar. La máscara rompía su mutismo, y con voz muy mal fingida rogaba:
-Note vayas todavía.
Todos la miraban curiosamente. Willy, queriendo evitar a toda costa una cuestión, razonó amable:
-No puede ser, mascarita. Es tarde, y tengo que madrugar.
La tapada insistió, fingiendo cada vez peor la voz mojada en lágrimas.
-Sé bueno y no te vayas.
La Cotufera saltó agresiva:
-¡Amos con ésta! ¿Y a ti qué pitos te importa manque éstos tomen el piro?
Y encarándose con ellos:
-Anda, palomitas, largaros al pitañal.
Él quiso acabar:
-No puede ser, no puede ser -y dió un paso. Ella, perdidos los estribos, le cogió del brazo, y sin fingir ya la voz clamó:
-¡No te vas!
-¡Qué sí! -y dió un paso.
Ella obstruyó el camino:
-¡Que no, que no y que no!
Y loca de rabia le sujetaba por los brazos.
-Veremos...
Y rechazándola brutal contra el muro, salió.
Las mujeres rieron, poniendo su comentario cruel:
-¡Bravo por los gachós!
Lina, había caído sobre la silla. En la lucha la careta habíase desprendido, dejando el rostro al descubierto. Ahogándose de rabia, apretaba los puños y sollozaba escupiendo injurias:
-¡Canalla! ¡infame! ¡miserable!
Las prójimas se reían.
-¡Anda, mujer, que se te va el cachiruliyo!
En pie, iracunda, sintiendo hervir en sus venas la sangre, de los antepasados (que no había tenido), se encaró con ellas:
¡Mujerzuelas!
La Cotufera, en jarras, devolvió el insulto:
¡Ay Jesú! ¡válgame Dio! ¡Que se amosca la señora! ¡Miren la marquesa del pan pringao!
Lina flageló:
-¡Perdida!
La otra cogió un cuchillo y, limpiándolo calmosamente contra el mantel, amenazó:
-¡A que te hago un chirlo!
Y el Cantares, grosero:
-No llores, prenda, que si se te ja un hombre, aquí estoy yo que valgo por dos.
El torero tiró de la navaja.
-¡Al que falte a esta mujer le mato!
Y volviéndose hacia Lina:
-Si usted quiere, yo las acompañaré.
Así, saludada por las sordas imprecaciones, vencida, humillada, escoltada, por el Niño de las Verónicas, salió la condesa de Monreal.