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A flor de piel: 08

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Libro segundo

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Capítulo I

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En una sociedad de gentes bien educadas
no debe el amor borrar todas las
relaciones de la vida.
BARBEY D'AUREVILLY.


De un tirso de rosas de Francia surgía el tablado flamenco. Mantones de Manila, sostenidos por estoques toreros y banderillas, a manera de alzapaños, cubrían la pared, haciendo las veces de telón de fondo, y los geranios rojos, las chinescas rosas de arrebol y los claveles de oro, resaltando sobre el vivo tinte de los crespones filipinos, escalaban la pared en orgía de matices, tendían su pintado dosel por cima del escenario, y colgaban en manojos de flecos policromos, semejantes a fantásticas estalactitas, poniendo una nota hórrida de color en la grave magnificencia del hall, decorado a la moda del Renacimiento. Por cima de las tapicerías de labrado damasco rojo, que hacían destacarse intensamente dos soberbios retratos de Van Dick y una «Gloria» del Tiziano, bordeando el zócalo de roble, enriquecido de admirables tallas; corriendo la línea del friso, y pendiendo en guirnaldas, purpúreas rosas, enlazadas con bombillas eléctricas, semiocultas en los sangrientos pétalos, alegraban la vista.

Apenas si, el soberbio horario de mármol y bronce, marcaba las diez y media, y sólo se agrupaban aún en la inmensidad del salón los comensales al finado banquete y cuatro o seis convidados madrugadores. M. Forel, el mayordomo, marchando de un lado para otro, seguido de dos gigantescos lacayos que conducían los licores en recipientes de viejo cristal de Bohemia, ofrecía sobre áurea bandeja las minúsculas tazas de Sajonia conteniendo el café a los invitados.

Agrupábanse éstos según sus simpatías o conveniencias. La Pancorbo, luciendo, con un mal gusto abrumador, traje de terciopelo verde mar con vivos de raso azul (-De cuando me casé; ¡aquellas eran telas, y no estas porquerías de ahora! -no hay que olvidar que pasaba de muy española, de muy castiza, muy «a la pata la llana»- de cuando me casé; ¿no lo creerán ustedes? -repetía incesantemente; y con sólo mirarla lo creía todo el mundo), habíase instalado a la entrada, en el mejor sitio, para darse cuenta y murmurar la primera, formando grupo con Tinita, trapajosa, como siempre, y la Wladimirosky, «el arte en el desnudo», que, mostrando entre los tornasolados de su traje rojo cuanto Dios la dió y ella se añadió, les contaba, llena de entusiasmo, la nueva excursión que acababa de realizar por Andalucía, antes de dejar España, cosa que tendría lugar en breve. Elisita, se indignaba con la incalificable conducta de su administrador de Córdoba, que no había permitido la entrada en la morada de los Pancorbo a la princesa (por orden expresa, de la dama, a quien, según frase gráfica, no le daba la gana de aguantar que aquel pendón de extranjera le revolviese su casa). E imaginariamente, en jarras, se decía, riéndose con aquel desgaire ordinario de madrileña neta: «¡Anda, y que se vaya a revolver la suya... si es que la tiene!» Mientras, plañía, con su vozarrón jeremiante la torpeza de los servidores viejos:

-Calle usted, señora, calle usted! ¡Si no hay paciencia!... Y lo siento. ¡Una casa tan curiosa! Toda llena de trofeos taurinos: capotes de paseo, espadas, cabezas de toros disecadas... ¡Recuerdos de mi marido, que no he querido tocar!... El pobre (que de gloria goce) era ciego por las cosas de toros.

La polaca, pese a las pequeñas contrariedades, volvía encantada de su excursión por la tierra de María Santísima.

-¡Oh, España! ¡Qué bello país galante! En Sevilla todos los cantaores haber hecho cosas sobre mí.

Y ante el gesto que hizo Elisita para contener el chorro de la risa que se le escapaba a borbotones, gesto que hizo estremecer la media luna de brillantes entre sus embadurnados rizos, y estuvo a punto de obligarle a tragarse, con el esfuerzo, la dentadura postiza, y ante el rápido persignarse de la Franqueza, creyó ver una sombra de duda, y ratificó veraz:

-Sí, sí, todos. ¡Y bellas cosas!

Un poco más allá, Lidia Alcocer, rodeada como siempre de medio Club, mostraba desafiadora, la maravillosa desnudez de su cuerpo, envuelto entre gasas rosas floridas de lirios negros, que hacían resaltar más sus cabellos de bruñido cobre, sus ojos garzos y sus labios rojos. Al verla entrar la Pancorbo, no había podido contener su severa crítica: «¡A la modista se le ha ido la mano en el escote!», murmuraba. Y María, que pescó la frase al vuelo, puso su comentario mordaz:

-¡Si no fuese más que a la modista, pase!

Era Lidia tipo exótico en la noble tierra del garbanzo, exótico aun entre las que posaban de elegante cosmopolitismo. Despreocupada, loca, segura del prestigio de su belleza incomparable, artista, -pintora, música, escritora-, romántica y sentimental, valiente y diplomática, había vivido vida de aventuras, contándose de ella que paseara antaño su idilio con un gran artista, atacado de mal de pecho, por los canales venecianos y los lagos helvéticos, y que al verle agonizar, en vez de lágrimas, vertió rosas sobre su lecho mortuorio. Ahora la vida habíale trabajado; el mundo en que vivía, pesando sobre ella, paralizaba sus alas de quimera, y engañaba su ansia de amor con aquellas vulgares aventuras, de las que no le quedaba después sino el amargor de la desilusión, mientras su alma inquieta soñaba tal vez aquella pasión soberbia que, acobardada, no se atrevería ya nunca a vivir.

Enriqueta Barbanzón, exagerado aún más que nunca su altivo empaque de reina de opereta, hablaba, erguida la cabeza coronada de brillantes, ceñido de perlas el cuello y moldeado el cuerpo de estatua por los pliegues de su vestidura de crespón bleu paon, bordado de colas de pavo real en sedas de colores, hablaba con Ito Samos de Roldán, son mari pour le moment.

-No lo niego -decía con su sonora voz-: Lina parece que levanta la cabeza. La fiesta de hoy...

Y añadió venenosa:

-¡Buena falta le hacia, porque si hubiese seguido así seis meses con ese rastacuer!...

Y dogmatizando:

-Una mujer que se precie tiene que saber escoger sus amantes... Dime con quién andas...

A Ito -su cuerpo enclenque, su cabeza enorme y su quijada prominente denunciaban su abolengo y mostraban el arte de elección de la peroradora- no se le ocurrían, como siempre, más que majaderías e iba seguramente a lanzar una de ellas, cuando el marqués de Zacinto, aproximándose al grupo, cortó el diálogo. Enriqueta le interrogó:

-Oiga, marqués: usted, que es amigo de la casa, ¿será verdad que Lina pone tierra por medio para hacerse olvidar y reponer el bolsillo, y que esta fiesta en honor de la gran duquesa y la presencia aquí de Peralta y de Álvarez no significan otra cosa que arreglos monetarios?

El marqués, siempre caballeresco y buen amigo, negó lo que de cierto sabía.

-Por Dios, marquesa, no creo...

-Pues eso dice todo el mundo.

-Pero nosotros no debemos creerlo.

La dama, pese a sus ínfulas de gran señora, sintió deseos de darle un abanicazo. ¡Habrase visto pelele! ¡Claro, el muy gorrón!...

Mientras, María Montaraz, de negro -llevaba alivio por un tío suyo, muy raro, que había tenido la oportunidad de morirse quince días antes en plena season. ¡Al demonio se le ocurre! Lo que es si se había creído que iba a llevarle luto ella, ¡estaba fresco!-, del brazo de Julito, ganaba un diván tapizado de pérsico paño, algo retirado, y se dejaba caer allí.

-¿Has visto? ¡Todos, todos han venido! ¡No ha faltado nadie!... ¡Si te digo que Lina sabe camelar a la gente!...

Y satisfecha del triunfo de su amiga, que era en parte su triunfo:

-¡Me alegro! ¡Para que se pongan moños!

-La verdad es que sí, que han venido todos.

-¡Todos, hijo, todos! Mira, ahí tienes a la Ponferrada, inaccesible, encastillada en su virtud, en su poder, en su posición, tan gran señora, tan independiente; ahí tienes a la Valsario, con sus cuarenta años de éxitos, como la Emulsión Scott, que para que en sus tertulias -virtud se exige- no hubiese más que mujeres honradas, no tenía sino irse ella, y ahí tienes a la San Apolinar y a Enriqueta, y ¡qué sé yo!...

Julito, con la mano ensortijada de raras gemas, acarició el rizado volante de su camisa.

-Y la comida preciosa.

-Todo al pelo.

-Me parece -afirmó el elegante- que Lina le ha echado el ojo al bueno del señor de Álvarez.

-¿Tú crees? -interrogó la morena-. Pues le compadezco.

Siguió dejándose llevar, a pesar de tratarse de su mejor amiga, de una ráfaga de maldad.

-Lina tiene jettatoria, y persona en quien pone la mano, muere.

-¡Mujer! ¡Tú exageras! ¡Parecería Madrid un campo de batalla!

La entrada de la Montalbán, otra de las excelsitudes, con su inseparable atavío imperio, les distrajo. María empujó a Julito, y murmuró:

-La perfecta casada.

-¿Sin ironía? -interrogó él.

-Sin ironía. Además de todo, no me choca.

¡Su marido es tan miope! ¡Engañar a un hombre que no puede verlo carece de encantos!

-Pues no lo entiendo.

-Es una romántica moral. Sus cuatro bodas...

-¿Cuatro?

-Cuatro, sí. Yo le pregunté una vez si llevaba los corazones de sus difuntos, como su tocaya Margarita de Navarra, pendientes de la cintura.

-¿Y qué te dijo?

-Que ninguno lo tenía.

-No está mal. Sí, tonta no es...

-Pues contenta está contigo. Dice que has dicho que va de pire en pire.

Julito afirmó gravemente.

-Se está poniendo Madrid imposible... ¡Ya no se puede ni hablar mal de la gente!

María, no menos grave, se adhirió.

-Es atroz. ¡Eso de que cuando no esté uno delante digan... la verdad!

Siguieron su observación.

En un sofá gótico de alto respaldo, labrado con las armas de los Monreal, la condesa de Fuensalvada daba conversación a doña Pacomia Álvarez, viendo en ella un anfitrión posible, y la buena señora, gorda, formidable, ahogándose en su traje de terciopelo gris bordado de oro, y agobiada por las joyas enormes, pregonadoras de los millones de su esposo, amasados en la honrada empresa de envenenar a sus semejantes, pavoneaba orgullosa de codearse, ella, hija de unos modestos industriales de la Habana, que había pasado su vida repasando ropa, primero en el hogar paterno y luego en el bohío de su marido, con aquellas señoronas, condesas, marquesas y duquesas, que descendían de reyes, príncipes y héroes, y que le contaban las unas de las otras porción de porquerías que no le importaban.

Junto al hogar de campaña donde dos inmensos troncos se consumían, trocados por las llamas en rubíes, como columnas del palacio de Aladino, Charito y Pepe Breñalva se reían bastante escandalosamente.

El ilustre general don Pomponio Augusto Gómez, sentado junto a Herminia Álvarez, que los cálculos de Lina, le destinaban, y que más que virgen recién presentada en el gran mundo semejaba un golfillo disfrazado de señorita, abandonábala, al frívolo palique de Luis Alfar-Náñez para escuchar extático, cautivado, las arrebatadas palabras de Magda Florián.

Sentada en alto sitial, y al pie de salomónica columna que sustentaba un jarrón de rosado alabastro en que tendía sus hojas una palmera colosal, destacábase la figura de una elegancia culebreante de Magda, moldeada más que vestida por los negros crespones del traje que arrastraba en largos pliegues. Sus brazos, de prodigioso moldeamiento, que poseían teatral belleza de ademán, su blancura de alabastro, sus ojos sombríos y fulgurantes y sus cabellos negros adornados de dos enormes plumas que caían sobre la albura de los hombros, hacían más bellos los arrebatados decires que florecían en sus labios finos y rojos.

Aquella mujer se había hecho una leyenda de pasión de que unos se reían, y a la que otros tomaban por una pose. Huérfana, rica, sola, había vivido en el mundo aislada de la frivolidad ambiente por noble altivez que defendía a las miradas profanadoras el secreto de su alma. Neurótica, arrebatada en un ensueño de amor imposible, vivía cultivando su ideal con malsanas lecturas y raros lances sentimentales y poniendo por cima de todo su lema,: Vivir del amor y para el amor.

Loco capricho se enseñoreaba del caudillo por aquella pasionaria hallada en el jardín del placer, y que parecía brindársele en sus arrebatadas razones. Claro que eso no significaba renunciar a su boda con la americanita, que su bondadosa amiga Lina Monreal le buscara; pero lo cortés no quita a lo valiente ni lo sensato a lo amador, y aquel proyecto matrimonial no sería obstáculo a correr una aventura con aquella desequilibrada que le andaba buscando tres pies al gato. ¡No iba por escrúpulos ridículos a tirar la fruta madura que le caía entre las manos sazonada y apetitosa!

No se engañaba. Una ráfaga de pasión había pasado por aquel corazón dolorido por los frívolos devaneos juveniles, fugaces como rosas de abril. El viejo tenorio, con su aspecto heroico, había conturbado a la apasionada. Aquella figura noble de viejo guerrillero había, por contraste con las insignificantes personalidades que le rodeaban, hecho nacer en su alma el amor. Además, era evocación de una tierra lejana donde aún vivían los sueños de gloria, donde los cañones no hacían de las guerras una lucha de máquinas destructoras arrasando las ciudades al primer grito de rebelión, y donde los gauchos galopaban sobre los potros bravos en pelo, flotantes los ponchos, como fantasmas de una victoria remota, y duermen al pie de los ombús mecidos por la voz del payador que canta a la majestad del Inca. Quería seguirle a aquella tierra de sol, de amor, de fuerza, y allí, ya que no es dado en este mundo el ser el primer y último amor, ser el postrero para él, recoger el último beso de sus labios en tórrida llanura, mientras la sangre generosa correría por la libertad, ese divino imposible.

¡Ah! ¡No quería que el que ella amase sobreviviera a ese amor para profanarlo luego! ¡Qué bien comprendía el gesto de las emperatrices antiguas cuando ponían la vida por precio de una noche de voluptuosidad! ¡Qué bien el gesto de esos amantes que absorben el veneno que delibra con el último beso de sus fiestas nupciales! Ya que el amor había de morir, era preciso matarlo cuando aun nos dejaba la melancolía de su muerte, sin esperar a que el hastío le despidiese como a un viejo bufón inútil. Y tornándose a su galán, habló así:

-A mí el mundo no me importa; no me ha importado nunca. Comprendo el dolor, el amor, la compasión, todo lo que llevamos en nuestras almas; pero las palabras deber, obligación, conveniencias, leyes sociales, me crispan, me irritan, me excitan a la rebeldía. Siento deseos de sublevarme, de gritarle al mundo cara a cara: «¡Tus leyes son cobardes, son inicuas, injustas! ¡Faltas a tus leyes a cada paso, a sabiendas, fingiendo acatarlas! ¡Eres hipócrita, falso, embustero! ¡Yo, yo, una mujer, una pobre mujer, te lo escupo a la cara sin miedo! ¡Tu fe es mentida, tu honor una sangrienta burla, tu amor una parodia miserable! ¡Te desprecio!»

Y bella sobre toda ponderación, miró a su cortejador. Hizo él un gesto de entusiasmo, mientras pensaba para sus adentros: «¡Qué tía!», sin el menor respeto. Ella siguió:

-Por eso amo su tierra y les estimo a ustedes. La vida allí es más sincera, más verdadera; los sentimientos y las pasiones no son una cosa convencional; son -y le flechó con sus ojos de fuego.

Él estrechola la mano con arrebato de pasión, mientras con la otra estrechaba la de Herminia Álvarez, su futura esposa.

Lina triunfaba. Estaba bella así, ceñido el cuerpo, pleno de gracia, por la túnica de muselina malva grecada de plata; por los hombros argentado brial; al cuello un hilo de enormes perlas; en los cabellos, de un rubio un poco ceniciento ahora, dos plateadas rosas; engarzadas las soberbias esmeraldas de sus ojos en el oro de las pestañas, y en los labios una sonrisa que mostraba la doble hilera de perlas de sus dientes, inclinada hacia el obeso banquero americano don Carlos Octavio Álvarez, a quien la satisfacción de verse agasajado por tan ilustre señora, hacía sudar orgullo por todos sus poros, sin contar lo mucho que le hacía sudar el calor.

Sentíase el ricacho inquieto, molesto en las apreturas del frac, deseando verse, en un espejo para cerciorarse de su corrección, y echando de vez en cuando miradas interrogantes a su consorte, no menos atontada que él. Pero era preciso casar a la niña, aquella Herminia, heredera única de sus millones y que a ellos semejaba modelo de distinción, tocando la guitarra y ¡hasta el piano, señor, hasta el piano!; y la condesa, tan amable tan buena amiga, que no pensaba más que en la conveniencia de los demás, se ocupaba en ello. Aquella noche precisamente habíale hablado de lo conveniente que sería una boda, con el heroico general don Pomponio Augusto Gómez, el héroe de la Pampa, y de la posibilidad de obtener, por mediación de ella, mujer de influencia política, un título nobiliario para los cónyuges; y había llegado hasta insinuarle que el don Carlos Octavio Álvarez, «el Boyero» allá en su tierra, tenía grandes condiciones políticas (¡lo que averiguan las señoras de Europa con poco que le traten a uno!) y podría desempeñar buen papel en el campo liberal, para lo cual no habría la Monreal de cejar hasta obtenerle una senaduría vitalicia. Con todo esto el americano reventaba de satisfacción y ansiaba hallarse a solas con su Pacomia para dar rienda suelta a su entusiasmo y quitarse aquellas malditas botas de charol que le apretaban. No pareciole, pues, cosa mayor aquel préstamo de un millón de pesetas que, so pretexto de un negocio de barcos, deseaba Lina, y a las primeras palabras explicativas atajole:

-¡Por Dios, señora condesa!

Arrepintiose ella de no haber pedido más, y prometiose a sí misma repetir el sablazo, mientras que, amable, le pasaba la mano (moralmente, se entiende) por su lomo de buey.

-¡Qué hermosa fortuna! ¡Da envidia!... ¡Y qué mérito, sólo con su trabajo!... Y ¿cómo la ha hecho usted?

Tomó resuello.

-Pues verá usted: primero arreando de firme, y luego fui tomando excremento, excremento...

Lina se mordió los labios para no reír. En aquel momento la baronesa del Solar de las Victorias, una de las reinas del «elenco», entraba, y se dirigía a ella.

Lina sonrió triunfal.

Decididamente ganaba la partida. Iban quince días desde aquel en que Willy, derrotado, enfermo, próximo a naufragar entre las manos de la Soler, había vuelto a ella. Siempre lo esperó, segura de serle imprescindible; pero no creyó verle llegar tan humilde, entregado a discreción, pidiendo piedad. Verdad que tornaba a ella enfermo, postrado, triste; pero, ¿qué importaba? volvía, era suyo, sólo suyo, otra, vez, y no sólo su amor por él, pero su vanidad, su orgullo, todo su ser, gozaba con aquella revancha. Y habíale enganchado ahora a su carro triunfal, exhibiéndole sin piedad a su cansancio, cruel hacia aquel mal adquirido en brazos de la rival odiada, pensando sólo en devolverla aquella mortal ofensa del estudio. Además, por capricho del destino, su marido también había retornado a ella, y puesto en sus manos era instrumento propicio; y para colmo, los asuntos no presentaban mal cariz. Y la suerte, que es mujer, y como mujer se inclina al lado del vencedor, habla traído a Madrid aquella su Alteza Imperial la gran duquesa, María Inmaculada Vasilski-Peterhoff, que ella conociera en Mónaco, y pensó que una fiesta a la presencia de S. A. diera brillo acabaría de levantarla, y organizó aquella típica zambra española.

Era Lina de esas criaturas nacidas para la lucha, a quienes el fragor de la batalla alegra y el pelear enardece, y que sólo piensan en la victoria momentánea, en triunfar a toda costa, cueste lo que cueste. Así no pensó en que Willy era un moribundo galvanizado, su marido jugador y perdido, hastiado momentáneamente por un desengaño, y la mejora en sus asuntos un alto en el camino de la ruina. Vio sólo en lo primero una victoria de su belleza sobre la fatal de la gitana, que sabía en tres meses, como vampiresa cruel, chupar una vida; en el retorno conyugal el triunfo de su habilidad, y en el mejoramiento de los negocios un paso hacia el arreglo de su fortuna. Además, no pensaba; luchaba, y excitada no veía nada más que la batalla a ganar, y puesta a trazar planes, quiso llevar la revancha de su amor propio muy allá, y llamó al empresario del teatrucho donde bailaba la Soler. Quería un cuadro de baile muy completo... muy típico... algo notable... Era para que una princesa extranjera juzgara... Ya podía lucirse. Era cuestión de patriotismo. A ver qué tenía... La Soler, por ejemplo...

La bailaora comprendió el reto, pero no vaciló. Iría. Además, experimentaba ansia loca de ver a Willy.

Tal vez por la antítesis misma, la bohemia, cuyo divino cuerpo parecía reverberar vida en torno a sí, deseaba con salvaje pasión a aquel pálido decadente que moría; ansiaba beber en un beso hasta el último aliento de su ser. Decididamente, era demasiado apasionada para cortesana.

En el umbral del hall, envuelta en aquel aura de elegancia, un poco cansada, saboreaba su triunfo, inclinándose amable, con una frase graciosa para cada recién llegado. ¡Su triunfo! S. A. I. que iba a llegar, la Montalbán, la Ponferrada, la Valsaris, la Barbanzón, que la saludaban fríamente y habían jurado no ir a su casa, circulando por los salones; don Carlos Octavio brindándole la bolsa abierta; su marido cubriéndola, con el manto de su respetuoso acatamiento; la Soler, la rival odiada, aguardando allá adentro con los criados, humillada con la cruel humillación del que tiene que depender de los demás, bajando de su papel de rival al de histrionisa; y Willy, un poco triste, un poco enfermo, sí, pero vencido, suyo.

Los ojos verdes buscaban inquietos al muchacho. Huyendo de la bulla, había ido a refugiarse a un rincón del salón, junto a soberbia armadura adamasquinada del decimotercer siglo. ¡Qué abatido, qué melancólico, qué enfermo se encontraba! ¡Lucerito le había matado! Aquel presentimiento de un gran dolor que le asaltara la madrugada en que por vez primera salió de casa de la bailaora, habíase realizado. Tres meses de una pasión brutal, sin tregua ni matices, en una calentura constante de sensualidad perversa, consumieron su vida, que se apagaba como una lámpara a la que se le acaba el aceite. ¡Qué misterioso encanto, qué fatal maleficio tenía que haber en aquella criatura para haberle arrastrado sin amarla a darle la vida! Porque no la amaba; de eso estaba seguro. No puede amarse a una persona a quien se deseaba todo mal, la muerte, la enfermedad, la desgracia, algo que la aleje de nosotros para siempre. Él la odiaba y, sin embargo, bastaba una mirada de sus ojos, una sonrisa -¡divinas sonrisas que inundaban de luz el rostro moreno!- para que cayese vencido a sus pies, indefenso, cobarde, mendigando lo que horas antes maldecía. Tenía el veneno de aquella mujer infiltrado en la sangre, y moría de él. Y cuando he aquí que en un supremo esfuerzo, y ante el terror de fenecer, rompía el sortilegio y corría a Lina, no hallaba en ella la piadosa bondad que es bálsamo a las heridas del alma, sino el orgullo de mundana ultrajada que, vencedora en una lucha con el mundo, quiere exhibir su presa sentimental -la que ha de darle patente de juventud-, como trofeo de gloria. Además, se hallaba más extraño que nunca en aquella sociedad. Antes de su aventura era mirado corno algo raro, curioso, que se contemplaba como una cosa extravagante, anómala; después de su aventura, sentía el ambiente francamente hostil a él. Su carácter, de una sensibilidad enfermiza, le hacía replegarse en sí, huir, y se convertía en espectador, que al no dejar ver su interior, era molesto testigo para los demás. Para las mujeres era el «querido de Lina»; para los hombres, un canalla que no era de su clase.

Aquella noche sentíase peor que nunca. La opresión del pecho apenas le dejaba respirar; un dolor agudo, molestísimo, le clavaba su aguijón en las espaldas; tenía la cabeza dolorida, y un cansancio inmenso le anonadaba. De pronto sintió algo tibio, glutinoso, que le subía por la garganta y le llenaba la boca, y algunos borbotones de sangre mancharon el pañuelo. Púsose en pie, y tambaleándose alcanzó la escalera de tallado roble, alfombrada de un tapiz de Smirna que daba la vuelta al hall y llevaba a las habitaciones de Lina.

Ésta, en una de sus ojeadas, percibió la dolorosa escena, y un frío de agonía corrió su cuerpo. ¡Todo estaba perdido! El azar irónico se burlaba de ella una vez más, y en el momento del triunfo echaba todo por tierra. El dolor de verlo morir no existía en ella; sólo ante su horror se abría el misterio de su destino roto. ¿Qué sería de ella perdiendo de un golpe amor y posición? Y su pensamiento era sólo una interrogación a la fatalidad formidable.

Dejó su puesto y avanzó hacia la escalera. Nadie, excepto María y Julito, se había apercibido de la catástrofe. La alcanzaron cuando ponía el pie en el primer escalón.

-¿Qué le ha pasado a Willy? -interrogaron a la vez.

Mintió sin haber trazado aún plan alguno, tratando de ganar tiempo.

-Nada. Le suelen dar ahora mareos... no lo contéis, para no asustar a la gente.

Y sin pararse a ver si le creían o no, subió recatándose. Al llegar arriba tomó por un pasillo, y, ya a salvo de las miradas indiscretas, dejó caer la máscara y diose a correr aterrorizada. Entró en la alcoba, donde, según el código de la elegancia, que manda que en el cuarto de dormir haya pocas luces, sólo las del tocador ardían, haciendo fulgurar los brillantes que trazaban los escudos de Monreal sobre el espejo. En la semiobscuridad las guirnaldas de plateadas flores rebrillaban sobre el fondo rosa descolorido de las paredes, y el psiquis reflejaba en su veneciana luna las imágenes. Sentado en una butaca, con un codo apoyado en la cama y la cabeza en la palma de la mano, el rostro lívido, los ojos cerrados, la frente bañada en sudor, el pelo lacio, pegado a las sienes, la pechera manchada de sangre y el cuello abierto, yacía Willy Martínez. A sus pies, Natalia, arrodillada, sostenía, muy pálida, una palangana con sangre. Y era siniestro aquel hombre que parecía iba a morir en el galante decorado de la alcoba, entre el bullir de una multitud alegre y las notas de la música cercana.

A dos pasos del moribundo se detuvo Lina, perpleja. Así, en la vaga claridad que dejaban filtrar las rosadas pantallas, envuelta en las gasas de suave coloración malva estriadas de plata, sombreado el rostro por la rubia cabellera, semejaba un pálido fantasma de horror.

-¡Willy! ¡Willy! ¿Qué es esto? -clamó trémula.

Él abrió lentamente, los ojos y fijó en ella su mirada mortecina; pero ni sonrió, ni le envió una palabra de afecto. Con desaliento amargo murmuró:

-Ya lo ves: que me muero.

El recuerdo de Baby agonizando en un hilo de sangre, ante la calma augusta de la tarde campesina, le hirió como una maldición, y tornó a verle tal un Jesús Niño muriendo por los pecados ajenos. Pasose la enguantada mano por la frente, como para arrancar de allí el cuadro siniestro, y su imaginación volvió a escribir ante ella la enorme interrogación: ¿Qué hacer?

Willy tornó a gemir cobarde:

-¡Me muero!

Un criado apareció en la puerta:

-Señora, señora, Su Alteza que llega.

Lina vacilaba. Resuelta al fin, echó una ojeada a su doncella, le indicó con un gesto al enfermo, y sin mirarle ya, sin hablar, sin volver la cabeza, salió.

En el pasillo, ante un espejo, arreglose el pelo y siguió su camino. Al llegar a la escalera se detuvo un instante para recobrar la calma, y de un golpe abrazó el escenario en que iba a representar aquel acto de la comedia de su vida.

En el majestuoso esplendor del hall se agrupaban sus invitados. Las colas de los vestidos femeninos, inmensas, fastuosas, serpenteaban mezclando sus colores como en colosal paleta; las espaldas desnudas albeaban bajo la luminosa cascada de piedras preciosas, y las patricias testas se inclinaban al peso de las coronas diamantinas. En el tablado, surgiendo de la gloria de rosas, bajo el vistoso entoldado de los pañolones chinos, se acomodaba el cuadro de baile. La figura innoble del cantaor bajito, rechoncho, de color malsano e hinchado cuello, contrastaba con la chulesca elegancia del bailaor, de quien el suntuoso Barbey hubiera dicho que, a no dudar, llevaba en las venas la sangre azul de una duquesa de Benavente, mezclada con la roja de un torero sevillano. A su lado, enigmática en su carnavalesco arreo de española «a lo Carolina Otero», la Gioconda dejaba dormir el misterio de sus pupilas verdes punteadas de oro; la Cotufera, con su bata azul de cielo, que arrastraba en pomposa cola, erguía el rostro enharinado de polvos baratos bajo los cabellos negros aceitosos, agobiados de claveles amarillos; y por fin, un poco separada, en el centro del escenario, Lucerito Soler.

Su cuerpo andrógino se erguía aprisionado en un mantón rojo bordado de flores blancas; sus cortos rizos, sin hojarascas ni adornos, eran cautivos de pequeñas peinetas de celuloide rosa, como las que usan las gitanas; sus ojos profundos, sombríos, ojos que habían mirado mucho al través de la noche, fulguraban siniestros, velados por las largas pestañas, y en la tostada lividez del rostro la boca era como sangrienta herida incurable.

Lina bajó rápida las escaleras, llegando a la sala en el instante en que las puertas que daban sobre el atrio se abrían para dejar paso a Su Alteza Imperial la gran duquesa María Inmaculada Vasilski-Peterhoff -alta, delgadísima, vestida de negro terciopelo, que arrastraba en larga cola inacabable, al pecho regio collar de esmeraldas, entre los nevados cabellos peinados con sencillez alta corona de perlas y brillantes-, honrando con su brazo a Pedro de Monreal y escoltada, por su grande maîtresse, obesa, insignificante, y su chambelán de marcial apostura militar.

La condesa trazó una reverencia versallesca y fue al encuentro de su augusta convidada, que, tras algunas frases amables para la dueña de la casa, cruzó en su compañía la estancia, inclinando la cabeza, en los labios esa sonrisa amablemente inexpresiva que no abandona nunca a las personas reales cuando se hallan en medio de una multitud desconocida, y que, sin significar nada, es susceptible de que cada cual tome de ella la parte que le plazca, y fue a sentarse ante el tablado.

María, semioculta, entre los macizos de plantas que bordeaban el escenario, llamó a Lina, y muy alto, para que la Soler, próxima a ellas, pudiese oírla, preguntó a su amiga:

-¿Y el pobre Willy?

La luchadora adivinó la intención, y olvidándose de la enamorada para dar paso a la mujer, contestó en el mismo tono:

-Muy malito el pobre...

Y tornándose a la bailaora, que había palidecido:

-¿Qué hacen ustedes? Ya está Su Alteza, y se puede empezar.

En los ojos trágicos de Lucerito brilló un relámpago de ira, y luego, al parecer sumisa, avanzó hacia el centro del tablado, mientras su rival, contenta de verla humillada, volvía junto a la gran duquesa.

La caja de la guitarra estalla en un raudal de notas; tremolantes sus cuerdas, como heridas por el filo de navaja albaceteña, preludiaron un cantar; las palmas repicaron jaleadoras, y el bastón del cantador redobló en las tablas; la gitana, envuelta en la llamarada de su traje, de pie en medio del escenario, clavó sus pupilas como puñales en el rostro pintado de su enemiga, y con voz no muy potente, cargada de efluvios de pasiones y pena, voz en que había odios y amores, achares y quereres, juramentos y lágrimas, cantó:

Qué me importa que a tu vera
mi pobre amor se me muera,
¡si sé que muere por mí!


Después, alzando los brazos lentamente, como víbora sabia que se irguiese, despacio, muy despacio, comenzó a danzar moviendo el cuerpo con un lento ritmo de amor, arrasados de lágrimas los ojos y entreabiertos los labios, entre el redoblar de las palmas y vibrar de las cuerdas que desgarraban penas.

María, tras de mirar a Lina, se volvió a Julito:

-¿Has visto? Fuera de programa. ¡Eso ya no es una saeta, es una puñalada!

-Trágico -asintió el poeta.

-¡De chipén! ¡Chúpate esa!

Mientras, la gran duquesa aplaudía entusiasmada.

-¡Oh, charmant!

Y Lina, muriendo mientras sonreía:

-¿No se lo dije a Su Alteza? No hay como la Soler. ¡Es admirable!



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