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A flor de piel: 06

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Capítulo V

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Momentos había en que parecían mirarnos
desde lo alto de una torre.
MAETERLINK.


-Rosas... Son las últimas...

Y con ademán pleno de gracia, Baby dejó caer dos pobres rosas de otoño, pálidas y fragantes, sobre la falda de su madre. Ella le atrajo hacia sí, y apartando los cabellos color de lino, que caían sobre la frente lívida, le besó con unción devota.

-No te canses, mi vida.

-No. Estoy mejor, mucho mejor.

Y sonrió con aquella su sonrisa de melancolía infinita. Después desasiose de las manos maternas, y avanzó por entre las calles de bojes.

A pesar de sus trece años, apenas había variado. Su cabeza enorme, de linosos cabellos, se bamboleaba, siempre sobre sus hombros estrechos. En su faz de cera, los ojos azules, muy claros, eran raramente bellos, con una tristeza resignada, llena de bondad, que parecía nacer de la certeza de algo que los otros ignoraban, y en sus labios pálidos flotaba una sonrisa de conformidad humilde. Así vestido de terciopelo negro, y seguido de Orión, su fiel terranova, tenía la noble apariencia de un príncipe vandikesco. Lina le siguió con los ojos, triste, vencida.

Caía la tarde. Por el cielo, muy claro, rodaba el sol, rojo, redondo, como gigantesco proyectil de una guerra de mundos. Leve brisa plateaba las copas de los cipreses, que cabeceaban lentos, graves. Hacía frío. Ni una mariposa, ni un pájaro alteraban la calma de la atmósfera; sólo de vez en cuando una racha más violenta de viento arrastraba las hojas secas con un crujido lúgubre. Entre los árboles divisábanse a lo lejos los blancos muros de Monreal-Cottage, surcados por grandes manchas de humedad. Baby se había alejado por las avenidas del jardín; miss Gold leía la historia de Oliwier Twist. Lina, sintiendo la necesidad de hablar, de dirigir la palabra a algún humano, se encaró con ella.

-¿Cómo encuentra usted hoy al niño?

La mercenaria hizo un gesto ambiguo.

-¿Cree que le hará daño el frío? Sería mejor entrar...

La voz un poco áspera de la inglesa asintió servil:

-Lo que la señora mande.

Lina calló. Sentíase anonadada, sola. Un mes llevaba recluida, en el señorial caserón, cultivando su dolor como a flor ponzoñosa. Había ido a refugiarse allí, víctima de su naufragio sentimental. Los acontecimientos habíanla vencido, precipitándose durante aquel mes de octubre del otoño madrileño. Willy, caído en manos de la Soler, sólo para ella existía. En pocos días aquella mujer extraña había tomado sobre él un ascendiente inmenso. Primero veladamente, después sin disimulos, se había dejado llevar de su pasión. Lina, desde el primer instante, presintió, con esa rara perspicacia de los que aman mucho, el peligro que la amenazaba; aquel amor no era uno de tantos caprichos que le hacían padecer unos días, para luego devolvérselo más afectuoso, mejor, arrepentido; aquello era algo más grave, más peligroso, que se enseñoreaba de él, que se filtraba en su sangre y conturbaba, su espíritu. Luchó: primero, súplicas desesperadas, ruegos humildes, lágrimas; después reproches violentos, quejas, amenazas; y por fin, en noble sublevación de su orgullo, el rompimiento. Retirose a su casa, ofendida, herida en su amor propio por la desdeñosa, indiferencia del muchacho. ¡Ah! No sabía él lo que había hecho. Cuando volviese a buscarla, y volvería -¡tenía la triste certeza de que la necesitaba!-, ya sabría ella vengarse, dejar caer sobre él el peso de su fuerza; le humillaría, le rechazaría, le haría rogar, arrastrarse cobarde, rastrero, y a sus palabras contestaría con un sarcasmo; a sus súplicas, con un desdén; a su amor, con despego altivo, injurioso. ¡Ah! ¡Cómo gozaría ella al verle bajo, ruin, y al podárselo escupir a la cara!

Pero esperó vanamente: Willy no volvió. Los días pasaron para ella en ansiosa incertidumbre; sus propósitos de rigor, limados por las horas, se fueron pulverizando; ya no le maltrataría, altiva; lo reprocharía, bondadosa, tierna, su conducta; le haría ver su injusticia. Y los días pasaron, y el bohemio no tornó al nido, y ya sólo deseó un pretexto que le permitiese conceder aquel perdón que nadie le pedía, y el pretexto no vino. Pensó atropellar por todo, buscarle, reconquistar lo suyo a cualquier precio; pero las miradas irónicas de María y Julito, sus confidentes, la detenían con un juicio burlón suspendido sobre su cabeza como nueva espada de Damocles. Experimentó la necesidad de vivir su dolor sin la máscara de frívola indiferencia que la presencia de los seres que rodeábanla en la vida le imponía; quiso hallar un refugio, paz, cariño -esas dos necesidades de cuantos se sienten envejecer y han perdido su fe en la alegría y el amor-, y pensó en Baby, olvidado en las frondas de Monreal-Cottage. Las noticias que de él recibía eran alarmantes. Lenta consunción parecía llevarle hacia la muerte; los mejores médicos se habían declarado impotentes, para luchar contra aquel mal extraño que le poseía. Al llegar Lina, una impresión penosísima le oprimió el corazón: con la clarividencia de los que sufren vio la mano de marfil de la Enemiga, posada en las crenchas rubias. El médico le habló sincero. El niño estaba irremisiblemente condenado a muerte. Lina escribió a su marido, que otoñaba en París; telegrafiole luego, apremiante; no vino. Y la mundana, presa de una hiperestesia de amor maternal, dedicose a su niño, poniendo en aquel cariño la esperanza de refugio para su alma dolorida. Era preciso salvarle, para que su vida tuviese un objeto. Inválida del amor, sería ángel de piedad; y si pecó mucho, porque mucho amó, sabría redimirse amando más, pero con otro amor. Hora tras hora, día tras día, comenzó su batalla con la muerte. Y fue trágica epopeya la de aquella mujer, que quiso hallar en la abnegación el olvido.



Caído el libro sobre las rodillas, reclinada la cabeza, que sencillo peinado avejentaba, en el respaldo del sillón, seguía con sus verdes ojos nostálgicos a Baby, que se aproximaba a las lindes del jardín. Al través de la verja se veía, tal en los paisajes ascéticos, la polvorienta carretera que serpenteaba por entre los campos yermos. Allá en la lejanía descendía por las lomas un rebaño de ovejas seguidas de viejo pastor que de vez en cuando se detenía apoyándose en su cayada para llamar al rezagado mastín. Y los nevados toisones albeaban sobre los terrones grisosos. Camino adelante venía un rapaz pelirrojo, delgadito y encogido, que como en las santas consejas que nos hablan de remotos tiempos, cuando, bajo el humilde sayal, recamado de conchas, de los peregrinos, erraba por las veredas nuestro Señor Jesucristo para saber de las buenas almas en que anida la compasión, se detuvo para implorar una limosna.

-¡Santas y buenas tardes! ¡Tengan mis señores compasión! -plañió el niño.

Al contrario de los golfos de las grandes ciudades, tienen estos pordioseritos ambulantes por los caminos una humildad resignada que vive en el fondo de sus pupilas y tiembla en el borde de sus labios. Aquéllos parecen tener seguridad de vivir, decisión de andar a bofetadas con el hambre; éstos son resignados, melancólicos, y saben de la tristeza y de la muerte.

Baby entabló conversación con él. Uno en el pináculo de la vida, el otro en el último escalón social, parecían hermanos. Miss Gold se sintió indignada.

-¡Baby, ven aquí! No se habla con esa gente imperó.

El paria alejose sendero adelante, humilde, sumiso, y el niño, brincando, acudió al llamamiento. A medio camino se detuvo; luego comenzó a avanzar lento, jadeando tenuemente, y al llegar al grupo de su madre y el aya se dejó caer en la butaca cerrando los ojos. Lina se alzó asustada.

-¡Baby! ¡Baby! ¡hijo mí! ¿ves cómo no puedes correr, cómo te cansas?... Vaya, no, te asustes; eso no es nada...

Y con el pañuelo enjugó la transpiración que humedecía su frente. Se había arrodillado ante él, y, asustada, le palpaba las manos; estaban frías, húmedas, viscosas. Aterrorizada interrogó:

-Jack, niño mío, mi vida, ¿estás mejor? ¡mira a tu madre!

El niño no contestó. Un hilito tenue de sangre corría por la comisura de los labios. La madre clamó horrorizada:

-¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Se muere!... ¡Miss Gold, corra usted, que vayan a Ávila!... Un médico... Un telegrama al señor... deprisa, deprisa, en el coche; cualquiera... Usted misma,... ¡Dios mío!.¡Dios mío, mi hijo! ¡Lo único que me queda en el mundo!

Dolorosa, augusta en su tristeza, cubrió de besos el rostro de mortuoria palidez.

-¡Cielo mío! ¡mi niño! ¡háblame, mírame!

Baby abrió los ojos y los fijó en su madre con resignación tranquila, casi compasiva.

-No llores... Tienes bonitos los ojos... son verdes y te los vas a estropear.

La mundana sintió que se le desgarraba el corazón.

-¡Baby, vida mía, no hables así! Mis ojos son para verte, para mirarte siempre, ¿verdad? Por eso son bonitos.

Sonrió con una sonrisa de tristeza tan intensa, que parecía una mueca fantasmagórica.

-No me verán.

-¡Jack, hijo mío, no digas eso!... Mira, ahora te cuidas mucho, mucho; tu madre no se separa de ti, y cuando estés mejor, nos vamos los dos lejos, a países donde hay flores y pájaros... ¿Quieres, di, quieres?

Los ojos del niño parecían contemplarla desde la eternidad. Sus miradas eran luminosas, profundas, lejanas.

-Yo me voy solo, allí...

Y con las pupilas señaló al cielo, que palidecía en el crepúsculo.

-¡No digas eso, no digas eso, por Dios! -y se abrazó a él.

Había vuelto a cerrar los ojos, y la sangre corría nuevamente, lenta, constante. Sus manos se enfriaban, y el cuerpecillo enclenque, quedaba inerte. La sangre dejó de correr. Lina, espantada, loca, se puso en pie.

-¡Miss Gold! ¡Miss Gold! -llamó. Nadie vino-. ¡Manuel! ¡Mariana! ¡Que el niño se ha muerto! -tornó a clamar.

Nada. Su voz se perdió en la llanura inmensa.

El aire habla cesado, y ni una hoja se movía en la copa de los árboles, ni un ruido alteraba la tranquilidad. La naturaleza, indiferente a su dolor, envolvíale irónica en su augusta calma, tranquila ante aquella tragedia, que no alteraba en nada el magno equilibrio de sus leyes.

Con extraviadas pupilas la Monreal miró en derredor buscando unos ojos amigos, una palabra de consuelo. Estaba sola. Orión la miraba atónito, sin comprender. De la ciudad lejana, vibrando en la yerta calma, llegaron a ella las campanadas del Angelus.

Y Lina se dejó caer al suelo, sollozante.



El reloj dió las campanadas de la tercera hora. Alzó Lina la cabeza, y. con ojos atónitos, hinchados de llorar, miró en torno a sí. A la luz de la lámpara que ardía lejana al lecho, vio en éste el cadáver de su hijo. Sobre los encajes de la almohada, el rostro lívido del niño era como un gran iris de muerte; los labios pálidos estaban entreabiertos; el oro de las pestañas tendían su velo en las mejillas marchitas, y los cabellos albinos caían sobre la frente en lacios mechones. Entre sus manos cruzadas languidecían algunas flores que esparcían por la estancia el inquietante aroma que adquieren en contacto con la muerte. A los pies de la cama una religiosa, que arrodillada habíase dormido, una plegaria en los labios, fingía orante estatua sepulcral. Sobre los muros blancos, Jesús Niño tendía sus brazos en cruz. Las maderas del balcón abiertas dejaban ver los campos estériles, prolongándose en lontananza, semejante a un mar de arena; y allá a lo lejos, como en la Isla de los muertos de Boeklin, bañada en claridad lunar, la ciudad murada. El cielo litúrgico tenía como en las vitelas con que monjes artífices ilustraron los breviarios medioevales, un tinte azul cobalto en que bogaba el esquife de plata de la luna en medio de una lluvia de estrellas de oro. Venus, Sirio y Arturo temblaban su gloria en la bóveda celeste, y la Vía Láctea abría la albura de su senda por los campos de azur.

En la calma ultranatural de la noche diose Carolina cuenta mejor que nunca de su soledad. Melancolía anonadadora, oprimió su pobre alma, fatigada en la lucha. Ansia inmensa de ternura desbordose en su corazón.

Lenta, con pasos de somnámbula, se acercó al lecho, se inclinó sobre el cadáver, y sus labios se posaron en la frente del niño.

La sensación de viscosa glaciedad le hizo retroceder, sintiendo un escalofrío correrle por la nuca y erizársela la raíz de los cabellos; el horror a la soledad la arrancó un grito:

-¡Miss Gold! ¡Miss Gold!

La puerta se abrió, y alarmada, la inglesa, penetró rápida; la hermana se puso en pie.

-¿Está mala madame?

-¡Jesús! ¿Está indispuesta la señora condesa?

Lina, miroles alternativamente al rostro. El de la inglesa reflejaba servil precipitación. El de la monja, curiosidad sobresaltada. Ante el mercenario interés, Lina recobró su presencia de ánimo. ¿Para qué quejarse ni entregarse a su dolor, si no había de hallar ni compasión, ni amor, y sí sólo sumisión o respeto?

-No, nada. Es que me adormilé, y al despertar...

-¿Por qué no se acuesta, señora?

-Sí, madame; sería lo mejor.

-No, velaré.

Y sentose a la cabecera del lecho. La inglesa salió, la religiosa tornó a sus rezos, el silencio volvió a pesar sobre la estancia, y Lina meditó. ¡Qué sola estaba! ¡Qué triste, qué inmensa, qué abrumadoramente sola! ¿Sería aquel abandono consecuencia de su carácter o de los hechos que le habían llevado a vivir sin pasado? Allí estaba el mal. Había venido a desempeñar un papel en el teatro del mundo, y a aquel papel se había atenido sin tomarse el trabajo de crear fuera de los bastidores un rincón donde hallar descanso. Y hete aquí que un día no se había contentado con las fórmulas -fórmulas de amor, de cariño, de amistad, de compasión-, que cada cual tenía escritas en su papel; había hallado que eran demasiado necias, demasiado hueras, demasiado frívolas, que se oía con excesiva claridad la voz del apuntador, y había querido vivir su vida, y se encontraba con que, rota la ilusión y fuera del escenario, estaba sola. Fortuna, posición, vanidades, con el cortejo de parientes, de amigos, de devotos, aquello eran bambalinas que se desplomaban al primer soplo de la desgracia, vejez, enfermedad o ruina. Era preciso algo más verdadero, más grande: cariño o amor. Pensó en Willy. Volvería a él. ¿Qué le importaba su amor propio de mujer hermosa, su vanidad da mundana ante la dicha de su vida? Lo sacrificaría todo e iría a él. Reconquistaría lo suyo, lo que le pertenecía, costara lo que costara, arrojaría a la intrusa y reinaría sola en el corazón del bohemio.

Paz augusta descendía sobre su alma, y el sueño posó la mano en su frente.

Amanecía.


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