El sabor de la tierruca: 16

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El sabor de la tierruca
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XVI: Una deshoja​
 de José María de Pereda


Con la secura, que no cesaba por seguir el tiempo al Sur, las mieses se pusieron hechas una bendición de Dios, y en la última semana de octubre no quedaba una caña de alubias sin pelar en las heredades, y las panojas, bien granadas y bien secas, iban a desprenderse ellas solas de los maíces, si muy pronto no las amontonaban sus dueños en el desván. Pero ¡con poco mimo las observaban éstos uno y otro día, para dejar las expuestas a la voracidad de los cuervos, o a los riesgos del temporal que podía presentarse a la hora menos pensada! ¡El fruto de tantas fatigas; el pan de todo el año!

Aún no había expirado el mes, cuando comenzaron a invadir la vega, por todas sus portillas, carros con altos adrales; y cada familia en su heredad, pela aquí, pela allí; panojas al garrote y garrotados de panojas a los carros; de vez en cuando, sube que sube los adrales, según iban llenándose las teleras; después, los calabazos encima de las panojas y en el payuelo de la pértiga, y hala para casa, a campo travieso, primero, tirando los bueyes dentelladas furtivas al retoño ajeno; y después, por la cambera, canta que canta el eje, untado con tocino; y ya en el portal el carro, allá va la carga de panojas arrastrada con las trentes sobre los garrotes, tan pronto llenos como subidos al desván, al hombro del mocetón o sobre la cabeza de su hermana: en una pila el maíz, y aparte los calabazos; de éstos, los duros y berrugones a un lado, para la olla; y a otro, los blandos y aguachones, para los cerdos.

En poco más de una semana se cogieron todas las mieses, y aún sobraron días para dar una pasada con el dalle a los prados viciosos, y para sacudir muchos castaños y recoger los entreabiertos erizos, pues los muchachos empezaban a derribarlos del árbol a pedradas, y más de una magosta habían hecho ya con las castañas cosechadas así.

Todas estas faenas eran de ver en una casa como la de don Pedro Mortera, donde los frutos entraban en grandes cantidades. ¡Qué ir y venir de carros y de obreros! ¡Qué cantar en aquel corral los ejes, y vocear los carreteros, y sonar las panojas como fuelles de papel al deslizarse unas sobre otras entre los adrales, y después como truenos lejanos, al caer por la rabera en el garrote; y el acompasado pisar, escalera arriba y abajo, de los que las llevaban al desván! ¡Y qué pilas se iban formando en él, clase por clase; porque el maíz de unas heredades era de grano redondo, y el de otras de diente de perro! Y cuando el desván se llenaba, la misma actividad y el propio ruido en el vasto granero de la accesoria del corral, donde ya estaba la cosecha de alubias oreándose.

Para deshojar tanta panoja, se necesitaban muchos días y mucha gente, y esta tarea la inauguraba don Pedro con una deshoja pública, digámoslo así, en el desván de la casa, por seguir una costumbre jamás interrumpida en ella, ni en otras muchas del lugar. De esta costumbre clásica de la vida campestre montañesa he hablado yo en otro libro; mas no ha de impedirme esta consideración, que no deja de ser atendible, dedicar unas cuantas pinceladas a aquella deshoja de don Pedro Mortera, siquiera por el enlace que tuvo con los descosidos acontecimientos de este insubstancial relato.

No se tasaba el número ni la calidad de las personas para entrar allí; y en la noche de que hablo, antes de las ocho, pasaban de cincuenta, jóvenes las más y de buen humor, las que estaban sentadas en el suelo alrededor de una montaña de panojas. Para alumbrar este cuadro no bastaba un farol, y había hasta tres, colgados en otros tantos postes; y aun así no se lograba más que barrer un poco las tinieblas hacia los fondos interminables del desván, donde se veían, apretadas y negras, debajo de las deprimidas vertientes del tejado.

Menudeaban los cantares de las mozas; respondían los mozos con sus baladas lentas y cadenciosas, relinchaban, entre balada y cantar, los que sabían hacerlo con recio pulmón y adecuado gaznate; reíase acá, murmurábase allá; y, en tanto, las panojas deshojadas caían en los garrotes como lento pedrisco; y la montaña del centro descendía, socavada poco a poco, mientras crecía sin cesar la cordillera de hojas que iba formándose por detrás de la gente; desocupábanse a menudo los garrotes llenos, en un espacio despejado en conveniente lugar; y el ruido que aquellas cascadas de panojas producían al caer sobre el sonoro tablado, ruido semejante al de un tren de artillería en calles mal empedradas, era como el bajo del incesante e infernal desconcierto... Y cuenta, lector filarmónico, que esto del desconcierto lo digo acordándome de lo fino de tu oreja; que, por lo que toca a las de aquella rústica gente, por muy grata y sabrosa reputaban la baraúnda.

De nuestros conocidos, veíanse (lenguaje de revistero de salones) en la deshoja, a Catalina, Nisco, el Sevillano y Chiscón. Pablo entraba y salía a menudo, porque su padrino y Ana estaban de tertulia en la sala con motivo de la solemnidad de la noche, solemnidad tormentosa, pero, al cabo, solemnidad, en que los buenos amigos debían tomar parte para tener por un lado aquellas largas horas de barullo y desgobierno. Repito que Pablo hacía frecuentes visitas a la deshoja, porque aquella noche le solicitaban dos impaciencias a cual más poderosa: al lado de Ana, la de ver lo que pasaba en el desván; y en el desván, la de volverse al lado de Ana.

Yo no sé si fue la malicia o la casualidad o el diablo quien lo dispuso; pero es lo cierto que Catalina y Nisco estaban sentados hombro con hombro, y enfrente de ellos, Chiscón y el Sevillano. Nisco, que no soltaba la murria que le partía, había ido a la deshoja «por ser cosa de Pablo», y porque no hubiera tenido racional disculpa su ausencia de allí aquella noche. Entró en el desván con su amigo, disimulando el gusanillo que le roía; tomó puesto a la casualidad en medio del barullo revuelto al comenzar la deshoja, y ¡cuáles no serían su asombro y su despecho, viendo que cuando él posaba las asentaderas en el suelo, hacía otro tanto a su lado Catalina con las suyas (orondas y no de mal año, ciertamente)! Cambiar de puesto, era escandalizar; pretender que la moza cambiara, una impertinencia insostenible. Resignose y propusose tapar con máscara risueña y jubilosa, la corajina que le hervía en el pecho.

Al principio todo fue bien, salvo algún codazo que otro que Catalina le daba, lo cual era inevitable, porque los brazos de la moza eran argadillos, según lo que se movían, cogiendo, deshojando y despidiendo panojas sin cesar con las manos, y el terreno no sobraba alrededor de la pila; pero se fue encrespando la bulla; sonaron los primeros relinchos; comenzaron los cantares, y ya se podía echar un párrafo a media voz con un adyacente, sin ser oído de los demás.

Esta ocasión aprovechó Catalina para decir a Nisco, con la cara y el acento de la misma sátira en persona:

-Vaya, que estarás, en el punto en que te hallas y pegante a esta probeza, como si las tablas te quemaran el detrasero... Pues ¡cómo ha de ser, hijo! Yo no tengo la culpa.

Nisco respondió, con la risa del conejo:

-Se está uno aquí, porque le da la gana, que estar se sabe en lugar más alto cuando al caso viene.

-Y porque no mientes, ahora -replicó Catalina-, dije yo lo dicho... ¡No faltaba más! Basta mirarte, hijo, sin saber lo que se sabe, para ver que este puesto no es el tuyo. La probeza aquí, como San Pedro en Roma; pero la gente fina, como tú, a la sala con los señores.

-¡No sería la primera vez!

-¡Ya se ve que no!... ¡Y como que a la presente te estarán echando de menos! Tonto serás, Nisco, en perder la ganga por este cumplido que nadie te agradece.

-¡Cada uno a su hacienda, Catalina!

-Vamos, que con lo grandona que va a ser la que te espera, no te vendrá mal un mayordomo... ¡Vaya, que fue estrella la tuya, hombre!

-¡No escomencemos!

-¡El diantre tiene cara de condenao!... ¡Mira que tendrás que ver, del brazalete de una señora tan pudiente y tan fina, coleando la casaca por esas callejas!... Oiréis la misa adjunto el altar mayor... ¡Jesús y los santos del cielo no me falten en mis últimas!... Otra lotería como ella nunca cayó en Cumbrales.

Amoscose más Nisco, y respondió a esta burla:

-¡Te digo que no escomencemos..., y que no traigas en boca a quien de ti no se alcuerda!...

-¡Ni de ti tampoco, fanfarrias! -saltó Catalina con reconcentrado veneno, aunque bien disfrazado con sonrisas falsas para que los circunstantes no le conocieran.- Como no comas otro pan que el que por ahí te venga, buenas tripas vas a echar ogaño. Toma surbia con solimán de lo fino, y maja terrones por recreo, que eso es regalo para un descastao y fachendoso baldragas como tú... ¿No te dije yo que cuanto más subieras mayor sería la costalada? Pues ya te la estás arrascando días acá... Aunque piensas que no miro, bien te veo con el moco lacio, contando los morrillos de las callejas. ¿Diéronte portazo? ¡Bien lo merecías! ¡Toma estudios ahora y date vientos de señorío, mondregote, que más arriba está quien manda, para hacer josticia seca!

Nisco recibió todo este metrallazo a la oreja, sin poder contestarle a su gusto, porque la ira le cegaba ya y temía dejarse arrastrar de ella en aquel sitio. Dominose como pudo, y remató el altercado amenazando a Catalina con un desaire en público, si no enfrenaba la lengua. Temió la moza y callose... Por entonces, porque su boca fue un alfiler para Nisco mientras duró la bulla en el desván.

Y aconteció también que, como la una y el otro siempre que hablaban se sonreían, aunque de muy mala gana, Chiscón, que no los perdía de vista un instante, tomó al pie de la letra aquel falso regocijo; creyole señal de una reconciliación, y vio, por ende, su pleito en riesgo grave. Así lo entendió también el Sevillano; por lo que se brindó de nuevo a despachar el estorbo, si al de Rinconeda le convenía este atajo para llegar más pronto al fin de su jornada.

-Me dio a mí ya que cavilar -dijo Chiscón- lo que paso al respetive del sitio. Con ella vine, a mi vera estaba aquí, presentose allá él; y cuando pensé que me sentaba arrimado a ella, ya la vi onde la ves ahora. Pues la puerta me abrió; que no, nunca me dijo..., pero esto no lo entiendo.

-¡Zi no hubiera tú largao tanta zoga!... -replicole el Sevillano.

-Verdá es -dijo el otro- que por ansia de asegurarla mucho, bien puede haberse escapao la ocasión. Eso ha de verse luego; que tal está el particular, que no deja más espera.

Era Chiscón hombre poco palabrero en cosas que le llegaban a lo vivo; y después de decir esto, no quiso que allí se hablara más del asunto; pero continuó viendo y observando.

Cuando cesó lo más recio de la bulla, porque los gaznates se cansaron de gritar, comenzaron los dichos y los relatos a entretener a la gente. Se apuntó algo sobre si entraría o no entraría el facioso en Cumbrales; pero la mitad de los oyentes no creían en la existencia de él, y la otra mitad daba el riesgo por fraguado en la imaginación del ocioso don Valentín; por lo cual este asunto dio poco entretenimiento. Pero salió a relucir la tribulación de Tablucas, ¡y esta materia sí que absorbió los sesos a la gente!

Por lo que allí se dijo, desde que nosotros vimos a Tablucas en la taberna de Resquemín, el asunto del perro no había mejorado un punto, si es que no andaba peor: los mismos garrotazos a la puerta en anocheciendo, y el propio animal en el murio en cuanto alumbraba la luna; la viuda asegurando que nada se oía ni veía de ello a tales horas; la familia embrujada llenando de cruces puertas y ventanas de día, y tiritando de miedo por la noche; algunos vecinos de la barriada encerrándose en casa al ponerse el sol, por si acaso; muchos otros del lugar, recelosos de todo perro desconocido, y, lo que más importaba, el pobre Tablucas sin hora de sosiego para trabajar la herencia que traía entre manos, y dar en el quid de una dificultad que no podía vencer en la máquina que imaginaba para pinchar lumiacos.

Uno de la deshoja aseguró que, pasando una noche a su casa por delante de la de Tablucas, oyó los tamborilazos; que, mirando por una rendija de la portalada, creyó ver una persona que se metió corriendo en casa de la viuda; pero que de perro en el murio no vio pizca. Un viejo que esto oyó, dijo mal de aquella mujer, y mezcló en los supuestos al hijo de don Valentín.

-¡Jos! -exclamó otro de los oyentes- eso, ya pa con tocino, tío Pamplingue... Por ahí no va el agua de los tamborilazos.

-No vos diré que vaya -repuso el viejo-. Dicho es que vos dije por lo que dicen; que yo, ni entro ni salgo. Porque también se dijo si en cá de Tablucas se fisgoneaba mucho lo que pasaba en cá de la su vecina; y bien pudieran, a modo de escarmiento, y pa cerrar los ojos a éste y al otro... Pero tocante a lo del murio, ¡eso pasma de too!

Sobre lo del murio, no faltó quien dijo que podría consistir (según parecer del señor cura) en unos cantos gordos que había a medio caer en el lomo del paredón; los cuales cantos, vistos desde casa de Tablucas y alumbrados por la luna, a poco que el miedo hiciera de por sí, bien pudieran parecerse a un perro muy grande. Respondiose a esto que el tal perro se veía a unas horas y a otras no; a lo que replicó el sustentante (también por boca ajena) que eso consistía en que la luna no siempre alumbraba por el mismo lado, y que «según era el punto de alumbre, así resultaba la fegura».

Se desechó este supuesto y cuantos se apuntaron allí fundados en lo hacedero y acomodables a las leyes del sentido común; y cátate, pío lector, con éstas y con otras tales, a la pobre tía Rámila sobre el tapete. Ya para entonces había descendido la montaña de panojas lo suficiente para que todos los deshojadores pudieran verse las caras, aunque algo turbias y de lejos; y una sola conversación entretenía a todos los circunstantes..., esforzándose mucho la voz. ¡Horrores se contaron allí de la bruja! Apenas hubo persona en el desván que no la debiera algún agravio y que no la hubiera visto, en tal o cual forma extraña, después de cometida la fechoría; y unánime estuvo la gente aquélla en declarar que era punto menos que herejía el mimo con que se la trataba en casa de don Pedro Mortera (aquí se bajó mucho la voz), donde se le daba entrada franca, y tentar a Dios manosearla como la manoseaba la señorita María, que tanta hermosura tenía que perder. Hablose después de otras brujas, y de las maldades de las brujas, y de todos los remedios conocidos contra todas las brujas del mundo, y se fue a parar, por fin y remate, a que lo de los tamborilazos a la puerta de Tablucas, y lo del perro del murio contiguo a su corral, era obra de la Rámila..., porque no podía ser otra cosa.

En esto, ladró el mastín de don Pedro Mortera en la garita de la corralada, y, casi al mismo tiempo, se oyó en el desván un grito de espanto:

-¡Ayyy!

Y un segundo después:

-¡Ahí..., le tenéis! ¡Qué vos come!

-Estos gritos los daba el Sevillano. El primero se le escapó del pecho porque, desde que tanto se hablaba en Cumbrales de lo del murio, le levantaba en vilo el inesperado latir de los perros. El segundo le dio para borrar el mal color del otro; y como todo se concebía en aquel valiente menos el miedo, celebrose la ocurrencia por los circunstantes (saturados de relatos y comentos de brujas en figura de canes) después de haberse estremecido de horror, aunque no tanto como el Sevillano que, del primer respingo, se alzó dos jemes sobre la greña de Chiscón, el cual, puesto de pie, le sacaba un palmo.

No pasó de aquí el incidente, porque, deshojada la última panoja de la pila, y siendo a la sazón muy corrida la media noche, subieron, detrás de Pablo, los sirvientes de la casa, con sendos garrotes repletos de castañas cocidas, humeando todavía, más una gran botija, capaz de seis azumbres, llena de aguardiente. Repartió Pablo las castañas con una caldereta, y tres veces anduvo la rueda sin un tropiezo. No así el que escanciaba el aguardiente, puesto que halló uno en cada moza soltera, sabe Dios si por aborrecerlo todas; con lo que tocó a más a las casadas y a los hombres, puesto que no quedó gota en la botija.

Y vuelta entonces a los cantares, mientras comenzaba el desfile; cantares alusivos a todos y cada uno de los señores de la casa, presentes junto al arranque de la escalera del desván, pagando, aunque soñolientos y decaídos, con sonrisas y ademanes, pues las palabras no se hubieran oído, los saludos de la gente que se marchaba con estruendo y temblor de todo el edificio.

¡Y en el corral cantares, y en la calleja relinchos y más cantares!

Nisco salió solo; Catalina, con la gente de su barriada; y como en todas ellas se armó ruido, alborotándose los perros que, aun sin que nadie los hurgue, no cierran boca en toda la noche; muchos valientes volvieron a pensar en lo del murio, y el Sevillano se agarró a Chiscón y no le soltó hasta la puerta de su casa, pues todo aquel trayecto hubo de necesitar, por las trazas, para convencerle de que no debía de acompañar en público a Catalina, después de lo visto, hasta hablar con ella en debida forma.

Cuando el de Rinconeda tomó por la vega el camino de su lugar, solo y casi a tientas, porque no había luna aquella noche, aún llegaban a sus oídos los moribundos ecos de alguna balada, el cansado latir de los perros alborotados, y hasta el alegre cantar de más de un gallo madrugador.

Chiscón entonces soltó un relincho que repitieron todos los ecos de la vega; y ningún otro ruido turbó ya la negra soledad de su camino, sino el triste, lento y remoto gemir del cárabo en el monte, y el bufar de una lechuza que pasó volando hacia el campanario de Cumbrales.

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