El sabor de la tierruca: 17

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El sabor de la tierruca
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XVII: La derrota​
 de José María de Pereda


El domingo siguiente, después de misa, hubo en el local de la escuela, debajo de la sala consistorial, una concejada como no se había visto en todo el año. Sabíase de qué se iba a tratar en el concejo de aquel día, y faltaron contadísimos vecinos. Don Valentín llegó de los primeros, apenas se oyó el tran, tran, tran de las campanas. Juanguirle, rodeado de sus concejales, ocupó la presidencia en el sitial del maestro; manifestó el objeto de la reunión, y hasta aventuró un discursillo encareciendo las ventajas de las derrotas, mientras las gentes, como sucedía en Cumbrales, no supieran dar a las mieses destino mejor, desde noviembre a marzo; invocó, en apoyo de su parecer, la ley de la costumbre, tan vieja allí como el mundo (pues no había prueba de lo contrario), y sometió el caso al acuerdo, que había de ser unánime, de sus administrados, para dar así debido cumplimiento a lo mandado «arriba».

El discurso alcanzó la aprobación del concejo, exceptuando a don Valentín, que se levantó airado de su asiento para llorar los males de la patria y los peligros de la libertad. Puso todo este lacrimoso cuadro enfrente de la criminal indolencia de sus convecinos, «amenazados día y noche por el azote afrentoso del perjuro», y concluyó diciendo:

-Do ut des. ¿Queréis derrota? Dadme ayuda; prestadme recursos para rechazar la invasión del déspota o morir con gloria en la batalla. A este precio tendréis mi voto, sin el cual no se pueden abrir las mieses de Cumbrales.

Tomose esta actitud de don Valentín en muy diversos sentidos. Quien la aplaudía entre burlas y cháchara; quien, menos paciente, denostaba al veterano y al concejo que hacía caso de semejantes chapucerías. Los que así se expresaban eran los más; y ya el debate iba tomando mal aspecto para don Valentín, cuando Juanguirle, haciendo valer su autoridad, restableció el orden y el silencio, y dijo así:

-No hay que acelerarse, ¡voto al chápiro verde!, ni sacar las cosas de su quicio natural, para entenderse las personas. El señor don Valentín se queja del poco aprecio que aquí se hace de esos amenículos de política que le quitan a él el sueño de un tiempo acá; pero hay sus más y sus menos respetive al caso, y se tocará el punto en su día, con su cuenta y razón de pulso y patriotismo. Lo que ahora importa y aquí nos reúne, es lo de la derrota; y sobre este particular, estamos, gracias a Dios, en la mejor conformidad todos los presentes.

-¡Menos yo! -gritó don Valentín.

-Así se ha entendido aquí, ¿no es cierto? -dijo el alcalde, paseando una mirada maliciosa por todo el concejo.

-Cierto, -respondió éste a una voz.

-¡Repito que no! -volvió a gritar don Valentín, estrujando entre sus manos el enfundado sombrero- ¡Yo me opongo a que se abran las mieses este año!

-En vista de tal conformidad -dijo el impasible alcalde- se acuerda la derrota y se levanta la sesión.

-¡Protesto contra esta infracción de la ley! -vociferaba el veterano- ¡Invoco mis derechos de vecino libre..., de ciudadano español! ¡Viva la libertad!... ¡Exijo que mi protesta conste en el acta para acudir en queja adonde deba acudir!

¡Como si callara! La algarabía de la desordenada muchedumbre ahogó su voz temblorosa y descompuesta; y, a mayor abundamiento, las campanas comenzaron a tocar a derrota.

Aún no había cesado la sonata en el campanario, cuando se oyó otra más recia y atronadora en todas las callejas del lugar: mezcla de bramidos, cencerradas, silbidos y jujeos. Nadie había soltado aquella mañana sus ganados, en espera del acuerdo concejil que las campanas publicaban ya con sus sonoras lenguas por todos los ámbitos de Cumbrales.

Desaparecieron como por encanto los portillos y seturas de las mieses; y cada una de las brechas resultantes fue vomitando en la vega el ganado a borbotones, en abigarrada y pintoresca mezcla de especies, sexos, edades y tamaños: la mansa oveja y el retozón becerro; la cabra arisca y el perezoso buey; la dócil burra y la gentil novilla; la sosegada vaca, el inquieto potro de recría y el toro rozagante. Tras el ganado y por el lado de la Cajigona, que vuelve a ser nuestro observatorio, apareció la gente que lo había conducido, y mucha más que se le fue agregando; pero la parte juiciosa de ella no pasó de los bordes de la meseta. Los muchachos, armados de sendos palos terminados en gruesa y curva cachiporra, se lanzaron mies abajo, silbando al vacuno, apaleando a las burras, ladrando a las ovejas y espantando los potros con gritos y aspavientos. Pero no era necesaria tan ruidosa excitación para que las inofensivas bestias dieran al traste con la formalidad; pues no bien sus pezuñas hollaron el blando suelo de la mies, toda la extensión de la vega les pareció poco para campo de su regocijo.

¡Válgame Dios, qué triscar el suyo y dar corcovos y sacudir el rabo! ¡Qué mugir los unos, y relinchar los otros, y balar aquestos, y rebuznar por allí, y bramar por el otro lado! ¡Qué embestir los chicos a los grandes, y hacerse éstos los temerosos y los débiles por chanza y pasatiempo! ¡Qué revolcarse los burros, y galopar los potros sin punto de sosiego, como si el lobo los persiguiera! ¡Qué derramarse por la cuesta abajo el compacto rebaño, y entrar en la cañada, largo, angosto y serpeante, verdadero río de lana tomando la forma de su lecho! ¡Qué gallardearse a lo mejor el becerrillo negro con humos de toro, junto a la apuesta novilla, y escarbar el suelo, y bajar la cabeza, y mirar en derredor con fiera vista, y hacer la rosca con el rabo, sin qué ni para qué, puesto que ningún rival le disputaba el campo! ¡Qué perder el tiempo en estos alardes que no eran agradecidos ni siquiera observados! Hasta el manso y trabajado buey olvidaba su esclava condición, sus años y sus fatigas, para tomar parte en el general holgorio con tal cual amago de corcovo mal hecho y aun ciertos asomos de galanteo a la vaca de su vecino.

A todo esto, ni pensar en pacer seria y formalmente. Se tiraba un bocado al fresco retoño de la hondonada, pasando de largo; y otro, más lejos, a la paulina de la heredad; y luego otro, de refilón, al verde de una regatada; y así se andaba y se probaba todo sin fijarse en nada, creyendo acaso que lo desconocido era más sabroso que lo ya probado. Faltaba el tiempo para recorrer la blanda y fragante alfombra de la vega; y el loco y desacorde vocerío y el sonar incesante de esquilas y cencerros, enardecía las bestias, y túvolas sin juicio ni sosiego cerca de una hora.

Calmados los ímpetus poco a poco, los sesudos bueyes humillaron la cabeza sobre el elegido terreno para pacer de veras y a qué quieres estómago; trocose en manso lago, sobre este prado o aquella heredad, cada rebaño que antes fue torrente de ovejas; enderezose el burro, harto de revolcarse; y sin sacudirse la basura, ahogó los últimos suspiros, roncos y desconcertados, entre cogollos de helechos arrancados a la sombra de una mimbrera terminal; los potros, dejando de correr, cruzaron de dos en dos los enjutos cuellos, se expulgaron a dentelladas y por largo rato... Y todo movimiento fue cesando en la vega, hasta que no se oyó en ella otro ruido que el sonoro y acompasado de las esquilas y los cencerrillos de las bestias, que los movían al pacer blanda y sosegadamente.

Entonces se retiró a paso lento, con los brazos cruzados y la pipa en la boca, el último de los espectadores que habían contemplado el descrito cuadro desde lo alto de la meseta por el lado de la Cajigona, seguro de que, al anochecer, su ganado, sin otro conductor que el natural instinto, estaría a pie firme y rumiando a la puerta del establo o a la del corral, esperando a que se la abrieran.

En tanto, los muchachos dispersos por la vega fueron reuniéndose en pandillas; una de las cuales, la más numerosa y apta para el lance de que vamos a hablar, se posesionó de la vasta y limpia pradera que comenzaba pocas varas abajo de la Cajigona.

Pasaban de veinte los muchachos, cada cual con su cachurra (el palo de que antes se habló); todos descalzos, los más de ellos en mangas de camisa, y no eran los menos que llevaban al aire la cabeza, trasquilada de medio atrás hasta el pescuezo. A esta sección pertenecían, como cabos de ella, Birriagas, largo, chupado y pálido, muy reñidor y no cobarde; Cabra, incomparable salteador de huertas y robador de manzanas; tan ducho y hábil, que distinguía de noche, y sin catarlas, las carretonas de las piqueras; Bodoques, corto de resuello y gordo, pero fuerte; seco de palabra y de muy respetado consejo; Lergato (lagarto), sutil y marrullero para escaparse sin una desolladura de donde sus camaradas dejaban tiras del pellejo; Lambieta, goloso y desdentado; y, por último, Cerojas, así llamado por dos lobanillos negros que tenía en la cara y comenzaron a asomarle poco tiempo después de haberse dado una panzada de las llamadas bruneras; en el huerto de Asaduras.

Tratábase de un desafío a la cachurra, o a la brilla, como también se dice; juego que se inaugura y cesa con las derrotas, porque sólo en las praderas de la mies puede jugarse, y vociferaban y se revolvían los muchachos de la pandilla sobre quién debía de arrimarse a quién para equilibrar con el posible acierto las fuerzas beligerantes. Hízose al cabo lo que propuso Bodoques, y quedó la tropa dividida en dos bandos, figurando en el uno Birriagas, Lergato y Cabra, y en el opuesto Bodoques, Cerojas y Lambieta, con sus respectivos soldados de fila. Se echaron pajucas entre Bodoques y Cabra, y tocole la mano al primero; el cual, como tonto, eligió para brillar la cabecera alta del prado en que se hallaba la patulea.

Sacó luego del bolsillo una bola de madera, del tamaño de una pelota; requirió su cachurra, que era de acebo con porro macizo y a la veta, y se fue a ocupar su puesto. Los demás muchachos se escalonaron prado abajo en dos filas paralelas, cara a cara, a la distancia de dos cachurras próximamente. Los últimos, en el último tercio del prado y bastante lejos de sus camaradas respectivos, se situaron, frente a frente, Cabra y Cerojas. Entonces puso Bodoques la bola de madera, o sea la catuna o la brilla (que de ambos modos se llama), encima de una topera, previamente amañada; se escupió las palmas de las manos; empuñó con las dos el extremo de la cachurra, y gritó con toda su voz, sin dejar de hacer la puntería a la catuna:

-¡Brilla va!

A lo que respondió Cabra, su contrario, poniéndose en guardia:

-¡Brilla venga!

Y replicó Bodoques:

-¡Al que rompa una pata, que la mantenga, y si no, que la venda!

Dicho lo cual, hizo unas rúbricas en el aire con la cachurra, y ¡plaf!..., allá fue la brilla, rápida y zumbando, por encima de los dos ejércitos en expectativa.

Corrieron debajo de ella siguiéndola, y Cerojas se dispuso a socorrerla con su cachurra para pasarla sin que tocara suelo; pero erró el golpe por ir muy alta; y Cabra, más sereno, dejándola perder fuerza y altura, la recogió en el aire y a su gusto, y la volvió de un cachiporrazo hasta muy cerca de la topera de donde había partido. Dos varas más, y pierden el juego los de Bodoques. Pero andaba éste muy alerta; la tomó con su cachurra apenas tocó el suelo, y la volvió al medio del prado. Como iba rastrera entonces, cayeron sobre ella las cachurras a manojos; y entre ruidoso machaqueo y discordante vocerío, tan pronto subía la catuna como bajaba. Hubo un instante en que más de diez cachurras la sujetaron contra el suelo, no queriendo nadie que su enemigo la arrastrara a su terreno. Entonces Bodoques, que era forzudo, tiró con brío, y un poco al sesgo, un cachurrazo al montón; y mientras la brilla salió rápida del atolladero, las cachurras saltaron como si las volara una mina; y cuál de ellas machacó la nariz del propietario; cuál la espinilla del colateral; otra levantó en la frente chichones como el puño, y alguien se quedó, tras de contuso, desarmado. Hubo, por ende, ayes y por vidas de dolor, amenazas y protestas; y lo de soldado en tierra no hace guerra, fue invocado por ambos ejércitos en apoyo de sus conveniencias respectivas. Mas como en la porfía no se lograba siquiera el armisticio, y entre tanto el juego continuaba más abajo con varia suerte, poco a poco, mitigándose los dolores de los contusos, fueron los ánimos entrando en caja; y aunque renqueando unos y palpándose otros los coscorrones, cada cual se arrimó a su bando, y continuó con nuevo empeño la partida, que, al cabo, ganó la gente de Bodoques, metiendo la catuna en la heredad con que lindaba la cabecera baja del prado.

Como el que gana es el que tiene derecho a brillar, y brilla desde el mismo sitio en que ha ganado, las dos hileras de combatientes cambiaron de terreno al brillar Bodoques; es decir, que jugaba prado arriba la que antes había jugado prado abajo, y viceversa.

Tal es el juego de la cachurra, o brilla, que dura en la Montaña tanto como la derrota. El lector ha visto que se reduce a pasar la catuna de un lado a otro del terreno elegido. Para impedir que el contrario lo consiga antes por su banda, hay mil ardides con que los muchachos prueban su destreza; engaños lícitos, algo parecidos a los de que se valen los jugadores de pelota. Todo es permitido allí menos la intrusión de un jugador en el terreno del contrario. Cuando tal acontece, se le apercibe con estas palabras: a tu tierra, que te pego un palo; advirtiendo que el terreno de cada cual está bien determinado siempre por las cachurras mismas en ejercicio, frente a frente y porro con porro. Pero, por lo común, si la partida está muy empeñada, se prescinde del apercibimiento y, a buena cuenta, se larga el palo en la espinilla o en los nudillos del pie desnudo.

Juego, en fin, de lo más higiénico y entretenido, si no fuera por las quiebras que lleva aparejadas, de piernas, dientes y otras no menos integrantes y estimadas porciones del jugador.

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