El sabor de la tierruca: 25

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El sabor de la tierruca
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XXV: Miel sobre hojuelas​
 de José María de Pereda


El temporal siguió reinando hasta cerca de media noche. A esa hora se corrió el viento al Norte; cesó el agua, rasgáronse los nublados, fuéronse adelgazando por momentos; y cuando apareció el sol del nuevo día, desplegó el lujo de sus rayos en un cielo sereno, azul y limpio como el cristal de un espejo. Pero la brisa terral era fría y húmeda; los tejados de Cumbrales relucían; los hardales goteaban; las callejas eran charcos; las praderas brillaban como sartas de rica pedrería, y comenzaba a oírse por las barriadas del pueblo el clan, clen, de las herradas almadreñas de los transeúntes, entre los que apenas se veía uno sin negros cardenales o arañazos en la cara, muestras dolorosas de la refriega del día anterior.

A media mañana salió Pablo de su casa en dirección a la de Nisco, a cuyo lado había permanecido la noche antes con Catalina, que no se apartaba un punto de allí, hasta que el mozo se despejó y pudo conocerse la importancia de la herida.

Este suceso, desde el momento de su ocurrencia, así como el recuerdo de los que le habían precedido, traíanle caviloso e indignado por todo extremo; pero aún le mortificaba más la cola que trajo para él su intervención personal en la batalla.

No hubo modo de ocultárselo a don Juan de Prezanes; y no bien lo supo, fuese a casa de don Pedro Mortera, donde ya se hallaba éste con su hijo tranquilizando a su madre, a María y a Ana, que también estaba allí: las tres le contemplaban y le oían acongojadas y suspensas. La entrada del jurisconsulto fue airada y sombría, como celaje de tormenta. Increpó duramente al joven por haberse mezclado en un revoltijo tan indigno de un hombre de sus condiciones, y en ocasión tan reñida con calaveradas de semejante jaez. ¿Qué idea tenía de la seriedad del trance en que estaba empeñado con él, con Ana y con su propia familia? ¿Pensaba entrar con aquellos resabios de una fatal educación, por una tolerancia mal entendida, en el nuevo hogar, donde su hija debía ser reina y no mártir? Y así por el estilo.

Respondió Pablo como pudo y como lo sentía; replicó don Juan irreflexivo y cáustico; intervino don Pedro, herido por las intemperancias de su compadre, tras de apenado más que él por el suceso; enfureciose el otro... Y se armó la gorda. El resultado fue que don Juan de Prezanes salió, echando chispas, de casa de su compadre, llevándose a Ana consigo y quedándose los demás atribulados y mustios.

Así estaban las cosas cuando iba Pablo a casa de Nisco, maldiciendo la casualidad que le había hecho intervenir en la batalla, y prometiéndose, para en adelante, huir como de la peste de toda ocasión que pudiera acarrearle disgustos semejantes.

Y andando así, al revolver un recodo de la calleja, enfrente de la barriada en que vivía Juanguirle, se encontró tope a tope con el Sevillano. Toda la sangre del corazón sintió Pablo que le subía de un salto al cerebro cuando se vio tan cerca del traidor que, según se afirmaba ya por todos, había herido a Nisco y quizá provocado, con sus consejos a Chiscón, el conflicto del día antes. La ira le hervía en el pecho, y la indignación le impelía y le tentaba; pero el propósito que había formado le contuvo, y quiso seguir su camino sin darse por enterado del encuentro. Creíase el Sevillano, como todos los bravucones de su ralea, en el imprescindible deber de medir con los ojos, con aire de perdonavidas, a todo hombre que a su lado pasara, en paz y en gracia de Dios, se entiende. Con doble motivo debía de hacerlo con Pablo, a quien detestaba por su valentía del día antes y por otras razones más; y eso hizo en aquella ocasión el matasiete de Cumbrales en cuanto notó que el joven se inmutaba y volvía la cabeza por no verle, señales de timidez y apocamiento, a juicio del jandalete; por lo que, no contento con mirarle burlón y desdeñoso, se puso en jarras delante de él y le dijo contoneándose:

-¿Tenía osté algo que ecirme, camará?

Se necesitaba ser de hielo para que una actitud, una mirada y unas palabras como aquéllas, se quedaran sin respuesta. Pablo, temblando de pies a cabeza, no de miedo, sino de ira, pero con la voluntad refrenada, se detuvo también y respondió:

-En verdad que no es poco lo que te dijera, si de decir lo que siento tratáramos ahora.

-Po miate tú: yo me peresco por platicá con loj amigo. Conque venga de ahí, que pa ezo e la lengua e la boca.

-Callala tuya y aparta a un lado, que voy de prisa.

-En el moo e abrirze camino, ze conoze el temple e la prezona. Pero ya ze ve ¡como no tenemoj ahora quien nos guarde la eparda como teníamoj ayé, no gayeamo tanto!...

-Y tú ¿qué sabes lo que pasó ayer?... ¿Dónde estuvistes?

-Librando a Cumbrales de una banduyá, con no meter en zambra la jerramienta... ¡Ayí eztuve!

-¡Como las liebres, debajo de los posarmosi

-Carnará, ¿ezo e china tirá a la jeta?

-Esto es advertirte que te conviene menos que a mí alargar la plática. Conque déjala donde está, y sigue tu camino para que yo siga el mío.

-Y ¿quién te le cierra?

-Tú.

-¿Y pa cuándo e la voluntá e l'hombre?

-Para cuando se necesita, como yo la necesito ahora; no para pasar, sino para dejar de hacerlo. ¿Quieres más?

-¿No lo eztá viendo, nene?

-¿Buscas quimera?

-¡Zi de ezo vivo!

-Pues yo no la quiero.

Todas estas respuestas de Pablo las tomaba el Sevillano por encogimientos del espíritu; y en tal creencia, envalentonábase, y a una provocación añadía otra más irritante. Como llegó a alzar mucho la voz, los pocos transeúntes que asomaban por las callejas inmediatas deteníanse con la azada o el rozón al hombro, a ver y oír; y también salieron al portal o a la ventana gentes curiosas de las casas más próximas. Por fortuna para el Sevillano, todos estos testigos eran mujeres, viejos y muchachos, entre quienes el recuerdo de la víspera no había de producir un acto vengativo. Seguro de esto, complacíale la presencia de todos, porque iban a ser testigos de la humillación de Pablo y, por ende, de su bravura sin rival, puesto que Pablo había vencido el día antes al hombre más fuerte de la comarca. Redobló, pues, sus provocaciones, y llegó a decir a Pablo, cuadrándose delante de él:

-¡No ze paza po aquí!

-Por última vez te pido -respondió Pablo, verde y convulso-, que me dejes pasar.

A lo que respondió el Sevillano con burlona sonrisa y fuerte voz:

-Jindama ze llama ezo en la tierra e lo valientej 'onde yo juí el amo.

Pablo no apartaba un punto de su memoria la pasada desazón con su padrino, el disgusto y las reprimendas de su padre, sus compromisos, sus propósitos... Todo lo tenía presente y todo pesaba sobre su razón, hasta entonces dueña y soberana de él; pero aquella provocación, dispuesta sin duda por el mismo diablo, en el punto en que había llegado a ponerla el atrevido, era mucho más de lo que se podía sufrir con paciencia y delante de testigos. Cegole la indignación; crujieron sus puños y sus dientes apretados; olvidose de todo menos del miserable que le provocaba, y díjole, en una actitud que le hizo dar un salto atrás:

-¡Fuera de ahí!

El Sevillano no contaba seguramente con aquella rápida mutación que le causó tan descomunal efecto. ¡Quién sabe el partido que hubiera tomado entonces el valiente al hallarse a solas con Pablo! Pero el duelo era público, y había que sostener la fama de cualquier modo, por vil que fuera.

Al saltar hacia atrás, llevó las manos al ceñidor; y, sin perder de vista a Pablo, tiró de la navaja, la abrió rápidamente y se puso en actitud de defensa. Entonces fue Pablo quien retrocedió a su vez al brillo repulsivo de aquella arma innoble, que le hirió la vista como la luz de una centella. Al mismo tiempo lanzaron un grito las mujeres que presenciaban la escena. Eso buscaba el valentón: imponerse por el espanto.

En cuanto se vio dueño del terreno, parecía que con manos, ojos y boca deshacía y devoraba el mundo entero. ¡Qué ademanes! ¡Qué gestos! ¡Qué miradas!

-¡Aquí ze ven lo guapo, zeñó futraque! ¿Pa qué jue el ímpetu?... Otro arrempujonsiyo; y aunque zea poco a poco, ayégate acá..., ¿u quierej' un calezín pa vení ma repozao?

Así hablaba el jandalete, mientras Pablo luchaba entre el deseo que tenía de acogotarle, y el horror que le infundía el arma de los presidiarios.

-¡Arrójala, traidor! -dijo, sin apartar la vista de la navaja-.

-¡Po zi e un arfeñique, tonto! Ven a chumpale..., ¿u penzaba que te iba a valé conmigo la sancaiya, como con el otro de ayé?

Y Pablo, mordiéndose los nudillos de coraje, detestando a aquel hombre provocativo, y con fuerzas y valor para luchar con él, no se atrevía a acercársele, porque..., porque tenía miedo, así como suena; pero miedo a su navaja, cuyo aspecto le repugnaba como el de un bicho venenoso.

-¿Vienej'... o voy? -dijo el bravo dando un paso hacia Pablo. Éste dio otro también..., hacia atrás.

-¡Cobarde! -gritó, al notarlo, el Sevillano.

Aquella palabra penetró como un bisturí en todas las fibras del mozo..., pero no le hizo moverse del sitio que ocupaba. Un sudor frío le bañaba el rostro, y el corazón le aporreaba las paredes del pecho, como si protestara contra la cordura de la cabeza.

Los espectadores de la escena estaban aterrados y gritaban a Pablo que huyera, porque no era igual la lucha; con lo que iban subiendo de punto los atrevimientos del matón, que llegó a hablar así, dando otro paso hacia el ofuscado joven, el cual también dio otro..., hacia atrás:

-No quiero tu vida, que ya veo la mala calidá que tiene; pero te voy a pintá un muñeco en la jeta pa que le llevej' a la boa el día que te cazej', y tenga la moza argo güeno que mira en ti.

¿Han visto ustedes saltar un tigre?... Digo, ¡qué han de ver, ni Dios lo quiera pero lo habrán oído o lo habrán visto pintado! Pues como salta un tigre, rápido, fiero y gallardo sobre su presa, así saltó Pablo sobre el atrevido jaque tan pronto como le oyó mezclar en sus bravatas lo que él guardaba en el relicario de su pecho. Cañones que te hubieran puesto delante no habrían conseguido detenerle en su ímpetu sublime.

Al ver al uno en brazos del otro, y la navaja aparecer y desaparecer entre ambos, alborotose la gente espantada; acudieron nuevos curiosos de la vecindad, y entre ellos Juanguirle, que se abalanzó a los combatientes. Pero no era necesaria su ayuda.

En pocos momentos desarmó Pablo a su enemigo; le sopapeó; le revolcó en el fango; volvió a levantarle asido por las greñas; le dio dos puntapiés, y arrojó el arma vil a una poza, mientras el valiente, huyendo del alcalde que se empeñaba en prenderle, y de la rechifla del público, corría que se las pelaba, escupiendo -1882: reptil basura y chocleándole los zapatos llenos de agua sucia de la charca.

Pablo, salpicado de barro, desaliñado y convulso, dejose de comentarios ociosos, y fuese apresurado a casa de Juanguirle, deplorando que el suceso no hubiera ocurrido a siete estados debajo de tierra.

Nisco estaba mejor y ya sentado en la cama. Asombrose al ver a su amigo en tan desastroso aspecto; refirió éste el caso, y le abrazó el hijo de Juanguirle, lamentándose de no haberle ayudado, siquiera con la presencia, y de que hubiera salido vivo del empeño el traidor de la navaja. Preguntole si le había herido con ella.

-Nada absolutamente -respondió Pablo. -Ni un arañazo me ha costado pisotear la fama de ese bribón. Un dolorcillo siento hacia esta costilla del lado izquierdo; pero no es de golpe alguno, sino de un esfuerzo que hice al levantarle de la poza.

Después se lavó las manos y la cara; se arregló el vestido; volvió a sentarse a la cabecera de la cama, y mudó de conversación; hasta que entró Juanguirle, que se había quedado charlando con los vecinos.

Pablo, mientras oía al alcalde lamentarse de no haber preso al bribón cuando pudo y debió hacerlo, palpábase con la diestra el punto dolorido y se revolvía mucho en la silla.

-¿Qué tienes? -le preguntó Nisco. A lo que respondió el joven:

-Que me anda aquí algo tibio y pegajoso... nada; pero me causa una impresión muy desagradable.

Por consejo de Juanguirle, muy alarmado, se descubrió la parte donde Pablo sentía lo que tanto le molestaba. Las ropas estaban allí empapadas en sangre, y ésta continuaba fluyendo, aunque no en abundancia, de una herida en el costado. Nisco y su padre palidecieron.

-¡Y yo que dejé escapar a ese villano! -exclamó Juanguirle mesándose el pelo.

-¿Qué es lo que tengo? -preguntó Pablo.

-¡Una herida que hay que cuidar, hijo! -respondió el alcalde.

-¡Una herida!... ¿Cuándo me la hizo, si yo no sentí nada?

-¡Bueno estabas tú para sentir, aunque te hubieran abierto en canal!... ¡Y estamos sin médico hace cuatro meses! ¡Voto a briosbaco y balillo!...

-Ande usted -repuso Pablo sonriendo, más por disimulo que por ganas, -que como se curó Nisco me curaré yo. Lo que importa es que en mi casa no se sepa esto.

-No estoy, Pablo, -dijo Nisco, -porque esas cosas se oculten. Bueno es que, por de pronto, se ponga un reparo para que llegues a tu casa sin asustar a la gente con la vista de la sangre; pero después... Cierre la puerta, padre, y curémosle con lo mismo que el suyo me curó ayer a mí. Dicen que dijo don Pedro que el agua fresca es el mejor remedio para las heridas. Desnúdate, Pablo, de medio arriba.

-Es cierto -añadió Juanguirle, azorado y presuroso. -Desnúdate, hijo, en tanto voy yo por el agua y unos trapos.

Salió, cerrando la puerta por fuera, y descubrió Pablo su tronco, blanco como el alabastro, fornido y esbelto como el de un Apolo de Fidias.

-Tiéndete en la cama, -le dijo Nisco, arrimándose él a la pared.

Hízolo así Pablo; entró Juanguirle con una jofaina Heria de agua y media sábana vieja al hombro, y diose comienzo al lavatorio. La herida estaba sobre una costilla. No se metieron los improvisados cirujanos en otras investigaciones; pero vieron que tenía medio palmo de larga, y esto los asustó. Hecha esta primera operación, pusieron unos paños empapados en el mismo menjurje con que se curaba Nisco la descalabradura; sujetáronlos con una ancha venda; vistiose Pablo, y le dijo Juanguirle, que le quería de veras:

-Ahora, a casa, hijo mío; cuéntalo del mejor modo que te parezca; ¡pero cuéntalo, por el amor de Dios!, y llama a un médico en seguida, porque esos boquetes suelen tener la salida por donde menos se piensa... ¡Ah, como yo llegue a echar mano al traidor!... Y ¡voto al chápiro verde que he de echárselago no seré más alcalde de este pueblo!

Salió Pablo poco después, hallando en el portal, muy afligida, a la alcaldesa, que, por ciertos respetillos pudorosos, no había asistido a la cura; chanceose con ella para tranquilizarla, y se encaminó a su casa, pensando, más que en la herida, en el efecto que iba a producir en las dos familias la noticia del suceso, si es que no había llegado ya, en alas de la oficiosidad de ciertas gentes entrometidas.

¡Vaya si había llegado! Y salía ya don Pedro portalada afuera; y se asomaban al balcón madre e hija desoladas y sin color en el rostro; y acudía Ana con el alma en un hilo, y quedaba don Juan en su casa echando chispas por los pelos erizados y tempestades por la boca.

Nada dijo Pablo de la herida; pero refirió el encuentro tal como había sido.

-Esta es la verdad -añadió. -Yo no lo he buscado; ello se vino sólo..., o traído por Satanás. Sé que es llover sobre mojado; barrunto cómo estará mi padrino; conozco lo que a ustedes les aflige el caso por el color que tiene; pero no le pude evitar... Perdóname, Ana: otra vez me dejaré poner la mano en la cara, si te gusto más, bien abofeteado y huyendo, que mal vestido y triunfante.

-¡Pero dicen que te hirió con una navaja! -exclamó su madre palpándole desatinada todo el cuerpo.

-¿En dónde? -dijo Pablo con fingido asombro, pero cuidando mucho de que su madre no le tocara donde le dolía ya más de lo que él esperó- No hagan ustedes caso de charlatanes... ¡Y por el amor de Dios, no hablemos más de estas cosas!

-Y... ¿Ese hombre? -preguntole don Pedro, que hasta entonces no había desplegado los labios, aunque se los había mordido muchas veces.

Huyó corrido como una liebre -respondió Pablo-; y dudo que vuelva a vérsele por Cumbrales en mucho tiempo.

Ana, en tanto, descolorida y angustiada, no apartaba sus ojos del mancebo, cuyo aspecto le daba mucho que pensar.

-¡Tendrá que oír tu padre ahora! -la dijo Pablo.

-La verdad es -interrumpió don Pedro, que se pascaba cabizbajo y sombrío-, que se combinan de tal modo las cosas, que sin el genio irascible de Juan, hay para darse a Barrabás con ellas.

-¿Qué dijo al aprenderlo, Ana? -preguntó Pablo- Cuéntalo todo sin reparos, porque conviene saber a que atenerse.

-Poco, pero bueno -respondió Ana, esforzándose por echar a broma la cuestión. -Ya con la noticia sola de la agarrada, se había puesto que tocaba las vigas con la cabeza; pero al saber que había andado la navaja por medio, entendí que le daba algo. Entonces me dijo: «mírate bien, Ana; que por el camino de esas aventuras se va a presidio».

-Y tú ¿qué le respondiste?

-Yo..., corrí hacia acá, porque eso de la navaja me heló la sangre en las venas.

Acabose pronto esta conversación; llegó el mediodía, y Pablo comió muy poco. Después se encerró en su cuarto y se pasó la mayor parte de la tarde con la cabeza entre las manos y los codos sobre la mesa. La herida no sangraba ya; pero le dolía mucho. Al anochecer sintiose destemplado y sediento; ardíale la cabeza, y tuvo necesidad de acostarse. Su madre y su hermana habían entrado a verle varias veces; pero él había conseguido, si no tranquilizarlas, por lo menos convencerlas de que nada grave tenía. Don Pedro, que todo lo observaba, llamó a un criado y le dijo:

-Ensilla el caballo y prepárate tú para ir adonde yo te envíe.

En seguida se fue al cuarto de Pablo. Acababa éste de acostarse. Le pulsó, le tocó la frente... Y se nubló la suya.

-¡Tú estás herido, Pablo! -díjole angustiado, pero enérgico-: horas hace que lo estoy sospechando.

-Es cierto -respondió el mozo. -No me he atrevido a decirlo delante de las mujeres, por no alarmarlas.

-¿Y yo?... ¿Soy por ventura una de ellas? ¿No sabes, insensato, que en estas ocasiones no deben desperdiciarse ni los instantes?

Diole cuenta el enfermo de la precaución que se había torna do en casa de Juanguirle, y quiso don Pedro examinar la herida. Toda la fuerza de su voluntad, que era mucha, necesitó para no lanzar una exclamación de espanto al ver aquel ancho boquete con los bordes inflamados y sanguinolentos. Volvió a cubrirle como se lo permitió su aturdimiento; dejó a Pablo y voló al por tal, donde esperaba el criado con las espuelas calzadas y el caballo listo.

-¡A escape a la villa! -le dijo- Avisa al médico de casa, adviértele que se trata de una herida, para que traiga a prevención siquiera lo más indispensable; que monte en este mismo caballo, si no tiene otro más veloz, y que venga en el aire, porque el herido está muy grave.

Este recado le oyeron doña Teresa y María, que andaban con oídos de lince detrás de la verdad. Al descubrirla se espantaron, y corrieron hacia el dormitorio de Pablo. Don Pedro las detuvo.

-Pero ¿se morirá, Dios mío? -exclamaba la dolorida madre, mientras su hija lloraba amargamente.

-¡Silencio, por la Virgen! -les decía don Pedro por lo bajo- ¡Qué no os oiga; que nada conozca! Entrad allá, vedle, acompañadle; pero como si nada grave sucediera.

-¡Hijo de mi corazón!... Pero ¿crees que se halla en peligro de muerte?

-¡No lo permita Dios! -dijo don Pedro, descubriendo en lo trémulo de la voz y en las lágrimas que asomaban a sus ojos, el dardo que tenía clavado en el alma.

Luego entraron todos en el cuarto del enfermo, que yacía postrado, en el sopor de la fiebre.

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