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El sabor de la tierruca: 21

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El sabor de la tierruca
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XXI: Prólogo de un drama

de José María de Pereda


Chiscón, porque le corrían costas en el pleito, no se descuidó en rematarle cuanto antes.

Volvió a Cumbrales al otro día, cerca ya del anochecer; y después de reforzar el ánimo con unos tragos en la taberna de Resquemín, donde le dijeron que Tablucas acababa de marcharse para meterse en casa antes de que llegara la noche, fuese a la de Catalina. Cabalmente, al entrar él, estaba toda la familia reunida, porque acababa de cenar.

Sin exordios ni tanteos, no bien se acomodó en el taburete cerca de la perezosa, cargada aún con los cacharros vacíos y los codos de la gente de casa, declaró sus honradas intenciones y expuso el inventario de sus caudales. La respuesta fue breve y terminante: se agradeció mucho la voluntad; pero se desestimó el propósito.

Chiscón, que no podía llamarse a engaño, porque a nada obliga en la Montaña a una moza soltera el abrir de noche la puerta al mozo que así lo desea para hablarla delante de la familia al amor de la lumbre, de los cuales términos él no había pasado allí, tragose las calabazas sin meterse en más indagaciones; se despidió como pudo, y volvió a la taberna donde le esperaba el Sevillano. Llegó el hombre, que ahumaba, y pidió a Resquemín una azumbre de lo blanco para apagar el incendio.

Conoció el Sevillano dónde le dolían a su amigo las quemaduras; Puso el dedo sobre las llagas; bramó el doliente; y hablando, hablando, y bebiendo, bebiendo, desfogose el de Rinconeda a sus anchas, pero sin decir pizca de verdad. Puso a Catalina y a toda su casta para pelar; fingió haber sido en él chanza y pasatiempo lo que a tales injusticias le arrastraba; supuso que se había negado a ser paño de las lágrimas vertidas por los desdenes de Nisco; pintó en la moza los deseos y en él el desaire; y creyendo que por esta senda arriba se encaramaba muy alto, dio en despotricar por el estilo a medida que bebía y entraban gentes en la taberna.

Al otro día todo el pueblo era sabedor de lo charlado allí por Chiscón, que, después de dormir la mona y las pesadumbres, verdaderas lenguas de sus descomedimientos, apenas se acordaba de otra cosa que de las calabazas recibidas.

El domingo siguiente se presentó en el corro de Cumbrales; y como lo valiente no quita lo cortés, algo también por vía de memorial indirecto, y mucho por alarde para desautorizar dichos y murmuraciones, invitó a bailar a Catalina, pero ésta, que tenía buena memoria y muchos agravios que vengar del mocetón de Rinconeda, le soltó a la cara un no redondo, seco y frío..., y gracias que no le soltó además una desvergüenza.

Pareciéronle a Chiscón, por ser públicas, estas segundas calabazas más duras de tragar que las primeras; pero tragolas mal de su grado, aunque no sin bascas y trasudores; y fingiendo una serenidad que no tenía, apartose de Catalina y acudió a otra moza con la pretensión. Como había sido tan mirado y visto el desaire, y en casos tales a nadie le gusta recoger lo que otro desecha, la moza invitada desairó también a Chiscón; dirigiose éste en seguida a la de más allá..., y lo mismo; y así, de moza en moza, recorrió toda la fila el de Rinconeda, llevando tal carga de calabazas, que le abrumaron; con lo que perdió la poca serenidad que le quedaba y se largó del corro como perro con maza; mas no sin decir antes, con su voz de trueno, vuelto el airado rostro hacia la gente:

-¡Yo vos aseguro que he de bailar aquí mesmo, hasta que me digáis que lo deje!

Para el siguiente domingo tenía dispuesta la juventud de Cumbrales una magosta, precisamente en una castañera que lindaba con el término de Rinconeda.

Como la castañera estaba soltando el fruto de puro sazonado, y era de la pertenencia de varios vecinos de Cumbrales que tenían hijos mozos, autorizose a éstos para que ofrecieran un sabroso regodeo a toda la gente joven con las castañas que se sacudieran de los árboles, en vez de hacer la magosta con las compradas a escote, como ordinariamente acontece. De este modo tendría la fiesta un aliciente más en los lances de la sacudida, y una ventaja de consideración el ser la fruta regalada.

Aquel día, después del rosario, no quedaron en el corro de Cumbrales más que las viejas jugando a la brisca, y unos pocos hombres en la bolera: todo lo demás se fue en alegre romería, después de hacer los mozos el necesario acopio de vino, y de proveerse también de un par de recias y larguísimas varas, camino de la castañera.

Una vez allí la gente, varazo a esta rama, varazo a la otra, desde el suelo, si la vara alcanzaba al fruto, o desde la cruz del castaño si los erizos estaban muy altos; apañando esta moza las castañas sueltas; descachizando la otra los erizos con los tacones de los zapatos y con mucho tiento para no reventar lo que guardaba la espinosa envoltura; acopiando escajos secos unos mozos; avivando en lugar conveniente dos mozas de las más amañadas la mortecina lumbre; templando otras a su calor los flojos parches de las panderetas, y mordiendo todos y todas, por un lado, las acopiadas castañas para que no reventaran en el fuego, con peligro de los cercanos ojos; canturriando unas aquí, relinchando otros allá, locuaces los más y risueños todos, el campo de la castañera, abrigado del aire y del sol por las anchas, espesas y bajas copas de los árboles, parecía un hormiguero en el ir y venir de la gente, y una pajarera en lo ruidoso y pintoresco del conjunto.

Acabose el vareo y el acopio; trocose la lumbre tímida en voraz hoguera, y ésta, a su vez, en descomunal brasero; hízose en él con una estaca honda sima; llenose de castañas; volvieron a unirse los bordes candentes; y mientras se dejo al cuidado de personas de juicio e inteligencia la delicada tarea de revolver las ascuas y de sacar las castañas que fueran asándose, pero sin quemarse, en lo que estriba toda la dificultad del caso, la gente de sobra hizo corro más abajo; sonaron las panderetas, y comenzó el baile, que es la salsa de todas las fiestas aquí..., «y en Valladolid», anden en ellas el percal de a peseta y el paño burdo, triunfen la seda turgente y el frac diplomático. La misma raza con diferente librea; la propia carne con distinto pelo.

Duró el baile hasta que las castañas se asaron. Entonces se sentaron en rueda mozos y mozas, y comenzó a circular la bota para remojar las castañas, que se repartieron a sombrerada por concurrente. Amenizábase el regodeo con dichos y risotadas, y se tiznaba la cara con pellejos quemados al que se distraía un instante; en el cual empeño, condición especial de las magostas, eran las mujeres las más tercas.

Así se andaba allí, tan pronto sorbiendo como mascando, como limpiándose la cara con el delantal o la manga de la camisa, cuando apareció Chiscón en la magosta, por el lado de Rinconeda. No se supo nunca si fue casual o de intento la llegada del calabaceado mocetón, y a nadie agradó verle allí tan de improviso; pero como saludó muy atento, se le brindó con lo que había. Tomó, por no desairar la oferta, una castaña, y se llevó a los labios la bota de vino; y debió infundirle ánimos la cortés acogida, porque, en vez de seguir su camino, sentose con los de Cumbrales.

Terminado el refrigerio, se enterró la bruja entre las ya tibias cenizas de la lumbre, y volvió a comenzar el baile. Cada moza fue sacada por un mozo, y el de Rinconeda se quedó entre los pocos desparejados que miraban; pero se tocó a lo alto, y entonces, al amparo de la costumbre, que es ley en muchos casos, y en tales como aquél, indiscutible, echó fuera al mozo que bailaba con Catalina, creyendo el testarudo que así no eran posibles las calabazas; pero se equivocó. La esquiva moza se plantó en firme en cuanto le tuvo delante, y en seguida le volvió la espalda. Sintió Chiscón el golpe en lo más vivo, y para disimular sus efectos, echó fuera al mozo que le seguía por la izquierda. También entonces se le plantó la moza. Atolondrado ya por la ira y el despecho, siguió fila abajo empeñado en hallar pareja; pero sólo halló desaires en todas partes.

Reventole al fin la corajina del pecho, y dijo, dispuesto a todo:

-¡Quisiera conocer al que tiene la culpa de esto!

A lo que respondió Catalina con gran serenidad:

-Pues arráncate la lengua con que me agraviastes.

-¡Arrancara yo -repuso el otro, lívido de rabia- la que te fue con la impostura!

-Muchas son entonces las imposturas.

-¡Pues todas las arrancara yo, si las conociera!

-Con arrancar la tuya se acababa la peste.

-¿Hay quién se atreva a hacerlo entre los presentes?... ¡Pues venga a echarla mano! -dijo Chiscón, irguiendo su colosal escultura y sacando luego fuera de la boca un palmo de lengua, ancha, gruesa y roja como la de un caballo.

Acercósele un mozo de Cumbrales, y respondiole:

-De lo que te pasa, a nadie culpes en ley de justicia; que seas valiente, no se te ha negado; pero que, con sólo decirlo, llegues a campar aquí, no lo sueñes nunca. Por el corazón se mide a los hombres y no por la estampa, y corazón no falta al más ruin de los presentes. De fiesta estamos y en nuestra casa; en ella entrastes y se te brindó con lo que había; de lo demás, tuya es la culpa por no escarmentar cuando debistes. Si buscas guerra, mal haces, que, sobre no ser justa ahora, a ti te conviene menos que a nosotros.

-Y eso que me cuentas -preguntó Chiscón al templado mozo, con burlona sonrisa-, ¿es amenaza o caridá?

-Esto que te cuento -respondió el otro- es riflisión de hombre de bien y de enemigo leal.

En tanto platicaban los dos así, Catalina reunió el cotarro y consiguió en cuatro palabras ponerle en marcha hacia Cumbrales.

-Vámonos, Braulio -dijo con resped al pasar junto al mozo que hablaba con Chiscón-: deja esa peste que te mancha.

Obedeció Braulio; y tan a punto, que quedaron sin respuesta las últimas palabras que enderezó el de Rinconeda.

En un instante se vio éste solo en la castañera. Irritole más aquel nuevo desaire que recibía, y gritó mirando a los que se marchaban:

-Vos prometí el domingo bailar en el corro de Cumbrales hasta cansarvos... ¡Pos hoy vos lo juro por la luz que me alumbra!

Las últimas palabras de esta amenaza se perdieron entre el son de las panderetas y el cantar y el gritar desaforados de la gente de la magosta, que se largaba hacia su pueblo, mientras el sol trasponía el horizonte entre celajes de púrpura.

Desde el siguiente día comenzó a circular por Cumbrales el rumor de que los de Rinconeda pensaban armar una que fuera sonada contra sus sempiternos enemigos. Los rumores crecieron durante la semana; el jueves se dijo que se trataba de una invasión de los mozos de abajo, para dar una batalla a los de arriba en el mismo Cumbrales; el viernes se contó que vendrían mozos y mozas en son de romería a bailar en el campo de la Iglesia, y, por último, el sábado pudo asegurarse que al día siguiente habría de todo en el pueblo; es decir, baile en competencia y palos por remate. De todo ello tendría la culpa Chiscón, aconsejado por su amigo el Sevillano.

Bajo estas impresiones desagradables, y al arrullo del Sur, que bufaba sordamente en las rendijas de las puertas y ventanas, se durmió aquella noche el vecindario de Cumbrales.

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