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Ángel Guerra (Galdós)/004

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Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo I - Desengañado

de Benito Pérez Galdós


IV

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¿Que dónde estaba yo? ¡Caramba! En donde estar debía... Por la tarde, en la redacción de El Palenque; al anochecer, conferenciando con Montero, el cual me dijo que necesitaba redoblar su audacia para sacar las tropas de San Gil, porque ayer mismo le dejó el Gobierno de reemplazo. La suerte suya... ahora bien podré decir la desgracia... pues la suerte suya fue que, no habiéndose corrido ayer las órdenes para quitarle el mando, podía entrar en el cuartel cuando quisiera. A las siete comimos en el café de Nápoles; Montero no tomó más que media chuleta de cerdo y una botella de vino, sin probar el pan. Yo, que no pierdo el apetito en ninguna ocasión, comí bien, y luego tomamos un coche de alquiler para ir a avistarnos con Campón, que vive en la calle de Silva. Le encontramos dispuesto a salir, risueño y con esperanzas. Vestía de paisano, llevando el fajín de brigadier tapado con el chaleco, y nos dijo que pensaba ir al café de Aragón, donde tenía la tertulia, para que su ausencia no despertara sospechas. En la reunión que tuvimos por la mañana, se había determinado que las tropas de San Gil y las de la Montaña atravesarían por Madrid en dirección a los Docks. Allí se unirían los artilleros, y... ¿Qué? ¿Te parece descabellado este plan? (Dulce no decía nada.) A mí también me lo pareció. Reunirse en Atocha, para subir luego a dar el ataque a las tropas monárquicas, o esperarlas en aquella hondonada, parecíame a mí una gran pifia. Pero no me atreví a contradecir a los militares. Campón nos dijo: «En cuanto yo me entere de que los de San Gil se han echado... y todo Madrid ha de saberlo al instante, porque la noticia correrá como un relámpago... me despido de mis amigos del café, como que voy a curiosear, y me bajo tan tranquilo por mi calle de Atocha. En la estación tomaré el mando, si no se presenta el amigo Araña, como algunos creen, y yo también». Sobre esto bromeamos un instante. «Usted cuídese de que todo vaya bien, y entonces tendremos general Araña y cuantos generales queramos. Pero si se nos tuerce, créame usted, querido Campón, que nos harán fu, llamándonos la hidra demagógica y la ola revolucionaria... Bajábamos los tres, y en la escalera encontramos a Díaz del Cerro. Hablamos brevemente los cuatro, y acordamos no salir juntos. Montero y yo salimos los primeros, y allá se quedaron los otros dos, que, según supe después, trataron de lo que debían hacer los paisanos armados... ya puedes figurártelo... pues situarse en las inmediaciones de los Docks, para impedir a los jefes de artillería llegar al cuartel.

-Me parece -dijo Dulce- que hablas demasiado, y que te excitas, hijo mío, te encandilas más de lo conveniente. Lo que queda me lo contaras otra noche.

-Cómo quieras; pero cuando uno ha tomado parte en hechos tan graves, cuando tiene uno la verdad metida en la mollera, como algo que le congestiona, o revienta o ha de vaciarla. Esto no lo contaría yo a nadie más que a ti, porque sé que no has de venderme.

-Lo demás me lo figuro. Que fuisteis Montero y tú a sacar a los de San Gil...

-¿Ves, ves como adulteras los hechos? (Exaltándose.) Eres como la prensa, que toma las cosas a bulto... y así traen los periódicos cada buñuelo...! Yo no fui a San Gil, porque no tenía para qué. No quiero atribuirme glorias que no me corresponden... ¿A qué sostienes que fui a San Gil...?

-No, hombre -replicó Dulce, dando a entender en el tono y en la sonrisa que el hecho en cuestión carecía de importancia-; si yo no sostengo nada. Ten por cierto que cuando se escriba la historia de esta tracamundana... pues yo creo que algún desocupado ha de escribirla... no te han de nombrar para nada. Que fueras tú a San Gil o no fueras, lo mismo da.

-Convengo en que no han de nombrarme. Mejor. Pero conste que Montero se separó de mí en la Plaza del Callao para ir a San Gil, a eso de las ocho y media. Fui entonces en busca de Gallo, que ya estaba esperándome en la puerta de la redacción, y...

-¿Quién es ese? ¿El rubito, de anteojos, ese que habla tanto y todo lo encuentra fácil?

-Gran corazón, muchacho excelente: Si hubiera muchos Gallos como éste, otro gallo nos cantara... Pues nos fuimos hacia el Prado... hacia el Prado, fíjate bien. Conste que no estuve en San Gil, y que si sé lo ocurrido allí, fue porque me lo contó Montero en cuatro palabras, cuando le llevamos a la calle del Peñón para esconderle, porque se estropeó un pie y no pudo seguir a los compañeros... ¿Ves? Tampoco sabías este detalle. ¡Si te digo que no se puede juzgar un caso como el de anoche sin estar en todos los pormenores!...

Dulce sonreía, fijando más los ojos en su costura que en la expresiva cara del historiador, el cual daba lumbre y vida al relato con la animación fulgurante de su cara.

«Pues al Prado fuimos Gallo y yo, y allí nos encontramos a otros. Cuidando de no formar grupos numerosos, nos dividimos en parejas. Paseo arriba, paseo abajo, acechábamos a una y otra parte. Ojo a la Carrera de San Jerónimo y a la calle de Atocha, pues por una o por otra habían de aparecer los de San Gil. Ojo a los Docks, y más que ojo, oído por si algún rebullicio sonaba allí. Pero no puedes figurarte qué silencio tan dormilón envolvía el condenado cuartel. Yo me desesperaba, y empecé a recelar que los artilleros se llamaban Andana. También nos corrimos del lado de la Ronda de Embajadores, para comunicarnos con otros paisanos, que debían soliviantar los barrios del Sur en cuanto el movimiento estallase... Pues señor, en una de aquellas vueltas, cuando Gallo y yo nos replegábamos hacia acá, sentimos un rum rum hacia la Carrera de San Jerónimo. Era como el viento que precede a la lluvia, un no sé qué, chica, un hálito... «Ya están ahí». ¡Qué emoción! Pocas veces he tenido una alegría semejante... ¡Ay de mí! En efecto, el tumulto bajaba hacia el Prado, y nosotros, con un instinto de organización adquirido por la fuerza de las circunstancias, corrimos a prevenir a los de los Docks. «Los artilleros no se mueven -me dijo Gallo-, hasta que no vean llegar la caballería y la infantería. No hay tal traición; es que esta primera piedra es muy pesada de tirar. Verás cómo ahora salen...» Pues señor, llegamos... ¿No lo dije? La puerta del cuartel cerrada a piedra y barro. Gallo, con un coraje que le envidié y le envidio, aplicó la boca al agujero de la llave y gritó: «¡Gaspar, Gaspar!» Este Gaspar es un sargento machucho, a quien habíamos metido de hoz y de coz en la conspiración, muy amigote de Gallo, hombre bien dispuesto para todo, pero que...

-No sigas -dijo Dulce-. Me figuro el resto. Ni la puerta se abrió, ni ese Gaspar respondió desde dentro.

-¿Qué había de responder?... Sordo como un cañón... Llegó Montero con los de San Gil, y como si nada... Yo fui el primero que perdí las ilusiones de contar con la artillería. Campón, que ya se había presentado, llamó también a la puerta; pero los de dentro le hicieron el mismo caso que a Gallo y a mí. Empieza el desaliento... el barullo... el pánico... «A la estación, a la estación». El uno gruñe, el otro jura, éste bufa, trinan muchos... Aún esperaba alguien que los artilleros salieran a unirse con los caballos de Simancas y la infantería de Cerinola. ¡Qué inocencia! La revolución era ya un verdadero adefesio. Tú dirás que a qué iban los sublevados a la estación. Te lo explicaré, te lo explicaré, para que concuerdes conmigo en que plan más disparatado no podía imaginarse. ¿Quién de los que me escuchan se atreverá a sostener que en el plan había siquiera asomos de sentido común?

Dulce le miró alarmada, porque en aquel punto el narrador llevaba trazas de trastornarse. Movía los pies entre las sábanas, como si quisiera pasearse por ellas. Se embriagaba con el vapor dramático que de los hechos referidos se desprendía, y como si alguien sostuviese delante de él que el plan era un modelo de habilidad estratégica, se enardeció más, sosteniendo y recalcando su acerbo juicio.

Al que me defienda el plan -añadió-, le declaro caballería. Fíjate tú bien para que juzgues, porque, sin entender de estas cosas, tienes bastante buen sentido para apreciarlas. «Contamos, decían ellos, con tales y cuales regimientos de Madrid y tales y cuales de Alcalá. En Madrid damos la batalla al Gobierno, y si la perdemos, trincamos el tren en Atocha para trasladarnos a Alcalá, donde nos reuniremos con los sublevados de allí para volver juntos sobre Madrid». Esto es desconocer la influencia decisiva de la fuerza moral en los casos de sedición. Derrotados aquí, no había que contar con apoyo en ninguna parte. En estos casos, todo lo que no se haga en un momento y por sorpresa, con esa improvisación de la temeridad y del fanatismo, es trabajo perdido. La sublevación militar, o triunfa en media hora apoderándose de los centros de autoridad, o en media hora se deshace. ¡Ay! Creíamos tener una bandera entre las manos, y nos encontramos con que sólo teníamos un estropajo.

Dulce convino en ello sin ningún esfuerzo, insistiendo en que, pues la intentona había fracasado, a nada conducía devanarse los sesos por si las cosas pasaron de este o del otro modo. ¡Ay! La pobre Dulce, mujer sencilla y casera, no comprendía el interés de la Historia, la filosofía de los hechos graves que afectan a la colectividad, interés a que no puede sustraerse el hombre de estudio, máxime si ha intervenido en tales hechos. Dulce creía que era más importante para la humanidad repasar con esmero una pieza de ropa, o freír bien una tortilla, que averiguar las causas determinantes de los éxitos y fracasos en la labor instintiva y fatal de la colectividad por mejorar modificándose. Y bien mirado el asunto, las ideas de Guerra sobre la supremacía de la Historia no excluían las de Dulce sobre la importancia de las menudencias domésticas, pues todo es necesario; de unas y otras cosas se forma la armonía total, y aún no sabemos si lo que parece pequeño tiene por finalidad lo que parece grande, o al revés. La humanidad no sabe aún qué es lo que precede ni qué es lo que sigue, cuáles fuerzas engendran y cuáles conciben. Rompecabezas inmenso: ¿el pan se amasa para las revoluciones o por ellas?


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