Ángel Guerra/016
IV
[editar]A eso de las once corrieron voces por la casa de que la señora descansaba, con letargo que parecía más seguro que los de las noches anteriores, y todos se dispusieron a descansar también. Quiso Guerra ocupar su cuarto; pero Leré se la quitó de la cabeza con esta observación: «El cuarto de usted está cerrado de orden de la señora. Yo tengo la llave y puedo abrirlo; pero estoy segura de que haremos un ruido infernal. La cerradura aquella suena como un tiro, y la señora se enterará, y la tendremos toda la noche cavilando y haciéndome preguntas».
Convencido Ángel por esta explicación, no quiso admitir de Braulio la cama que éste ocupaba en una pieza próxima al comedor, ni consintió tampoco que le pusieran un catre de tijera en el cuarto de la plancha. Prefirió dormir en un sofá de los varios que en la casa había, mejor dicho, acostarse, pues dormir le sería difícil, por la fuerte excitación de su cerebro. Braulio metiolo en su alcoba, que había escogido como lo más fresco de la casa; Leré y Basilisa se deslizaron como sombras hacia las habitaciones de doña Sales. En aquel momento entró D. León Pintado, que después de cuchichear en el pasillo preguntando por la señora, se coló en su abrigado gabinete, sin enterarse de la vuelta del pródigo. Cerrose la puerta principal; retiráronse los criados, y Ángel se quedó solo, errante y sin lecho en su propia casa. Había dejado encendida la luz del comedor, y desde allí, para distraer el insomnio, hizo varias excursiones por todos los aposentos que estaban abiertos. Calzado con zapatillas que no chillaban, sus pasos eran como los de un ladrón. Conocía tan bien todas las vueltas de su casa y la disposición de los muebles, que andaba de aquí para allí en la penumbra sin tropezar en nada, y lo que sus ojos no podían ver, veíalo y apreciábalo con los del espíritu. Paseaba sus pensamientos de rebeldía y su alborotada conciencia por los mismos sitios en que había correteado de niño, cabalgando en un bastón; reconocía los lugares donde consumó alguna travesura, veinticinco años antes; el rincón donde su mamá le tomaba las lecciones o le daba la azotaina; la estancia donde había pasado la convalecencia del sarampión; y con estas memorias acudían a su mente otras más próximas, dulces y amargas, referentes a la época de sus bodas, del nacimiento de Ción, de la muerte de su esposa. La imagen de su madre se le había clavado en el cerebro como una idea fija, foco y raíz de innumerables ideas radiales, y la llevaba consigo en su ambulación nocturna, tan pronto atormentado como consolado por ella.
En una de aquellas excursiones fue a dar al salón de la casa, en el cual apenas veía por dónde andaba, a la escasísima claridad que del mechero del recibimiento venía por un montante; pero su memoria y su imaginación daban luz y cuerpo a todos los objetos. En aquella pared, el retrato de su madre, del tiempo en que se usaba el peinado de cocas, a esta otra parte el de su difunto papá, D. Pedro José Guerra, con una levita de esas que no se ven ya mas que en los sainetes, prenda, además, que el respetable sujeto se puso muy pocas veces en su vida. Todo lo demás que en el salón había, íbalo viendo y reconociendo en la obscuridad, los floreros dentro de fanales, el reloj quieto y mudo, guardado también dentro de una redoma de vidrio, la sillería de damasco color de canario, los dos confidentes de caoba y rejilla, las cortinas y varios adornos de consola, Juana de Arco por un lado, las Parcas por otro. Pasó de allí, casi a tientas, al próximo gabinete, y reconoció con la memoria su propio retrato, pintado quince años antes, cuando sus compañeros de instituto le llamaban Guerrita. «Estoy cargantísimo -decía-, con mi aire de niño aplicado, mis cuellos hasta las orejas y un librito en la mano». Con grandísima cautela anduvo por allí, porque sólo un delgado tabique separaba aquel gabinete de la alcoba de doña Sales; se sentía el penetrante olor del éter, y a ratos las voces de Leré y Basilisa, que alentaban y consolaban a la enferma. La voz de ésta también llegó a los oídos de Ángel, débil, oprimida, despedazada, como si en jirones la sacara del pecho. Tan viva pena le produjo aquella voz, que se retiró de allí por no oírla, y vagando otra vez, fue a dar con su cuerpo en el cuarto de costura de doña Sales, donde la señora solía estar todo el día, aposento que más que ningún otro conservaba la impresión del ama de la casa y como su molde personal. Aquella era la sede de su autoridad doméstica, pues allí cosía, hacía media, repasaba la ropa, asistida de sus criadas, allí daba las órdenes a la cocinera, recibía a los chicos del tendero, pagaba las cuentas, y recibía en audiencia a su administrador. No era allí completa la obscuridad, pues por la ventana del corredor de cristales entraba la claridad de la luna llena. Ángel reconoció el sillón de su madre, las enormes cestas de la ropa lavada, el pupitre en que la señora hacía sus apuntes, y en el cual tenía dos o tres cestillos con plata menuda y cuartos, para el gasto ordinario. De aquellos cestucos sacaba las pesetas y medias pesetas que daba a su hijo los domingos por la tarde. Ángel tenía la seguridad de que, buscando bien en los roperos de aquella habitación, se encontrarían restos de su juguetería de antaño, algún caballo sin patas, sus huchas rotas, el cinturón de hacer gimnasia, o vestigios de la imprentilla de mano en que él y sus amigotes habían tirado los números de La Antorcha Escolar, periódico del tamaño de un pliego de papel de cartas, en verso libre y prosa más libre todavía.
Echose en el sillón, que era blando, de gastados muelles, pues la señora, hallándose muy cómoda en él, no quiso componerlo nunca, y allí la idea fija tomó tal fuerza en su espíritu y con tal vigor reprodujo su imaginación la persona de la madre ausente, que poco faltó para que sus ojos creyeran verla. Cabalmente, en tal sitio le había echado doña Sales grandes pelucas, de niño y de hombre. Tan bien conocía el genio de la buena señora, su manera de argumentar y los registros que usaba, que su fantasía se lanzó locamente a construir el tremendísimo responso que habría de echarle en cuanto tuviera salud y aliento, y aun antes, pues harto sabia él que la enérgica doña Sales, con sólo un hilo de voz moribunda, era capaz de abroncarle sin miramiento alguno. Como si la estuviera oyendo, sabía Guerra que su madre le hablaría de este modo:
«Yo creí que esta vez tendrías siquiera vergüenza. ¿Cómo te atreves a presentarte delante de mí? Yo no te he llamado; yo me había hecho a la idea de no verte más. ¿Qué buscas, qué esperas? Si sabes cómo piensa tu madre y cuánto abomina de ti, ¿qué quieres de ella? ¡Que te perdone! Perdonado otras veces, has vuelto a tus locuras con más ardor; has obrado villanamente conmigo, haciendo lo que sabes que me desagrada, dejando de hacer lo que sabes es de mi gusto. Yo te he criado con esmero, y he consagrado mi vida a tu felicidad; tú parece que vives para mortificarme y escarnecerme, porque tu conducta es mi sonrojo, y ni una sola vez me hablan de ti que no sea para avergonzarme. ¿Para qué he de hablarte del nombre de tu padre, si ni su nombre ni el mío significan nada para ti? Cuando tus locuras no consistían más que en hacer el tonto, barbarizando entre otros tan majaderos como tú, podría tu madre ser indulgente contigo. Pero ahora que has pasado de las palabras a los hechos, y no así como se quiera, sino hechos criminales, perdonarte sería ponerme yo a tu nivel. No; no te arrimes a mí; acepta la responsabilidad de tus actos, y si la policía te coge, y te llevan atado codo con codo a cualquier presidio, no seré yo quien te compadezca. Olvidaré que eres mi hijo; no te reconozco como tal; los sentimientos de madre me los trago, los devoro y nadie verá en mi rostro señales de condescendencia ni debilidad. ¿Has oído? ¿Te has enterado bien?»
Esto lo diría doña Sales con su amenazador empaque, tiesa de cuerpo dentro de la férrea máquina del corsé, que daba a su busto la rigidez estatuaria, seca y altanera de lenguaje, inflexible en su orgullo y en la dignidad de su nombre. Pertenecía la tal señora a la renombrada familia de los Monegros de Toledo, en quien se cifraba, según ella, toda la honradez y respetabilidad del género humano. Sin pretensiones aristocráticas, doña Sales creía representar en su persona esa nobleza secundaria y modesta que ha sido el nervio de la sociedad desde la desamortización y la desvinculación. «Mis abuelos fueron humildes -decía-, mis padres se enriquecieron con el trabajo y los negocios lícitos. Somos personas bien nacidas, cristianas, decentes, y tenemos para vivir, sin haber quitado nada a nadie, sin trampas ni enredos, sin que la maledicencia pueda poner tacha al buen nombre mío ni al de mi marido. No queremos suponer, ni echamos facha; no usamos escudos ni garabatos en nuestras tarjetas; somos pueblo hidalgo y acomodado; pagamos religiosamente las contribuciones, y obedecemos a quien manda; nos preciamos de católicos apostólicos romanos, y vivimos en paz con Dios y con el César». Esta profesión de fe salía de la autorizada boca de doña Sales siempre que se le presentaba ocasión de ello, recalcando en la hidalguía sin boato de los Monegros y los Guerras, en que jamás debieron un cuarto a nadie, ni tomaron nada que no fuera suyo, protestando de que en política permanecían siempre en los términos medios, y en los matices más incoloros de la gama. A su marido, el señor don Pedro José Guerra, le dominó siempre, amoldándole a su propia hechura, y gracias a esto, aquel buen señor fue toda su vida liberal tibio y pálido, persuadido de que lo decoroso para un hombre de bien es no meterse en politiquerías; sujeto tan medido en todo, que nunca prestó dinero sino a réditos módicos y racionales, y con sólida garantía, que jamás hizo cosa alguna que disonara en medio de la afirmación social; tan enemigo de la tiranía como de las revoluciones; religioso sin inquisición, liberal sin bullangas; amante del progreso material; pero sin entender ni jota de estas novedades ambulosas y enrevesadas, traídas acá por los estudiantes, los ateneístas y los que viven con ideas y gustos de extranjis.