Ángel Guerra/030

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Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo IV - Leré

de Benito Pérez Galdós


VI[editar]

Pasaban días sin que nada indicara que corría peligro la libertad de Guerra. Ni polizontes, ni alguaciles parecieron por la casa, y el delincuente juzgábase olvidado o quizás protegido por amigos influyentes. Algo de esto pasaba, porque el buen marqués de Taramundi le vendía protección, trayéndole algunas noches recados misteriosos, que con la debida cautela le decía al oído, y que poco más o menos eran del tenor siguiente: «Hablé con el Ministro, y puedes estar sin cuidado. No resultará nada contra ti. Fácil es que te citen... y en este caso, vas, declaras... y punto concluido. ¿Quién te va a probar que anduviste por los Docks aquella noche? Y aunque te lo probaran. No habiéndote cogido infraganti, nada puede resultar contra ti... Que te estabas paseando... Conviene, por prudencia, que no salgas de día, que no te dejes ver en ningún sitio público... porque... ¿qué necesidad hay de que la gente arme catálogos? Dirían tal vez que mientras se persigue a otros infelices que no tienen sobre qué caerse muertos, a ti, por ser pudiente, te dejan libre y, encima te dan confites. Esto no conviene que se diga, por el decoro del Gobierno». Guerra, la verdad, no se preocupaba ya poco ni mucho de su situación jurídica. Entre las escasas relaciones que tuvo aquellos días con sus compañeros de motín, la única digna de mencionarse es que escribió al capitán Montero, refugiado en París, y le mandó un socorro. De día se estaba quietecito en casa, sin recibir más que a ciertas personas, muy bien avenido con la clausura, pues lentamente iba tomando gusto a los quehaceres de propietario, y las nociones que poco a poco adquiría de todas las particularidades referentes a su saneada fortuna le causaban cierta placidez melancólica. Hasta aquellos días no se enteró bien de lo que rentaban sus cuatro casas de Madrid y sus valiosas fincas urbanas y rústicas de Toledo, ni de lo que importaba el cupón de los títulos de 4 por 100 que poseía. Fue para él novedad grande el discutir con Braulio en qué colocarían las considerables sumas que aparecieron en metálico, ahorradas por la difunta, y que aún estaban sin empleo.

Porque conviene advertir, para que se comprenda bien el asombro que a Guerra causaba su heredada riqueza, que doña Sales, parte por su condición despótica, parte por avaricia, le había tenido siempre en un puño, como suele decirse, sin permitirle intervenir en los asuntos de la casa, ni enterarle de nada. Y él, por abandono, por rutina, tal vez por evitar disgustos o cuestiones, resignábase a situación tan desairada y a la escasez consiguiente, y ni siquiera pensó nunca en reclamar su legítima. Gobernaba, pues, la señora autocráticamente, como si no tuviera tal hijo, o lo creyera incapaz de administrar lo suyo.

Doña Sales, además, guardaba gran parte de sus rentas en diferentes sitios recónditos, mejor será decir que lo escondía, obedeciendo a un instinto de urraca que en personas como ella, debe clasificarse como una forma de neurosis. En el cajón bajo de su armario de luna, en las gavetillas de su neceser de costura en el lavabo, entre objetos de perfumería, en un baúl que guardaba ropas de su marido, y hasta en ciertos escondrijos de la despensa, se encontraron cartuchos de monedas de oro y plata, billetes dentro de sobres cerrados. ¿A qué fenómenos de la voluntad obedecía esta ocultación esporádica de caudales, y su singularísima mescolanza, pues en algunos cartuchos se veían entre el oro piezas de cobre? Imposible desentrañar la idea generadora de semejante extravagancia, sobretodo en persona tan ordenada y razonable. Cavilando en ello, pensaba Guerra que su madre guardaba en tal forma el dinero para que él no pudiese encontrarlo. También pensó que en aquel caso no debía verse más que un instinto de los más primordiales dentro de la sociabilidad, instinto no modificado por la educación, y que se conserva como las más arraigadas mañas orgánicas: el goce secreto de la riqueza. La única persona enterada de aquellas mañas de la señora era Braulio, y sabía también que doña Sales apuntaba en un librito todas las sumas escondidas. La señora debía de gozar secretamente en dar a su picardía el carácter de colocación metódica de capitales, llevando cuenta y detalle de aquel escamoteo pueril, que era sin duda uno de esos recreos cerebrales que la psicología no ha puesto ni quizás pondrá nunca en claro. ¿Y con qué objeto metía perros chicos entre las monedas de oro, o cuentas de la lavandera entre los billetes? Quizás gozaba considerando la estupefacción del descubridor del hallazgo.

A poco de espirar la señora, Braulio dijo a Guerra que buscara el librito en la mesa de noche de la alcoba. Como no lo encontraran allí sospechó que estaría entre los colchones de la cama, y en efecto allí estaba: Pues con aquel guión, fueron revolviendo por toda la casa, y descubrieron los esparcidos retazos del tesoro.

En esto se entretenía el nuevo propietario, tomando más gusto cada día a la posesión de su caudal y a la independencia que le proporcionaba. A medida que se iba afianzando en aquel sólido terreno de la propiedad, sentía más inclinación a concentrar sus caudales que a diseminarlos, como si sus antiguos hábitos de pródigo se trocaran en instintos de allegador o coleccionista de capitales. En suma, la antigua generosidad, representada en su mente por una idea de mecanismo centrífugo, se iba modificando y tomando la expresión de una idea centrípeta. Trayendo a la memoria lo desprendido que era en sus épocas de penuria, achacaba el defecto del despilfarro precisamente a la carencia de materia despilfarrable.

Dicho está que uno de sus primeros cuidados fue pagar antiguas deudas, recogiendo todo el papel suyo que tenían usureros de los más feroces, uno de los cuales, el más feroz sin duda, no era otro que aquel don José Bailón, a quien vimos de punto fuerte en el comedor de los Babeles. Con estas ocupaciones de utilidad innegable, y el hábito naciente de administrar, se iba serenando su ánimo, cada día menos accesible a la cólera, aunque no libre de tristezas, porque su conciencia no se quería limpiar de aquel tremendo escrúpulo de haber contribuido a la enfermedad y muerte de doña Sales. Se consolaba pensando que si su mamá le hubiese tratado de otra manera, dándole parte de las rentas de su legítima, y permitiéndole colaborar en los asuntos de la casa, no habrían quizás surgido entre los dos tantos motivos de discordia:

Todo el tiempo que tenías libre, consagrábalo a Ción, haciéndose tan niño como ella, y extremando su cariño hasta la idolatría. La chicuela comprendía la inmensidad del afecto de su padre, y lo explotaba para sus caprichos infantiles con arte instintivo, que anunciaba en ella las artes supremas de la mujer de mundo. Poseía ya los rudimentos de la estrategia: femenina, aparentando ceder para triunfar, y manejando la lisonja con exquisita destreza. A su lado, siempre estaba Guerra de buen humor, permitiéndose bromear con Leré en términos de familiar, malicia.

-Pero ven acá, Leré, y dime con toda confianza, pues sabes que te estimo y deseo tu bien: ¿tú no tienes novio? Eres muy modesta y crees que careces de mérito personal. Pues estás muy equivocada. Ten franqueza con tu amo. ¿No hay por ahí ningún joven honesto que te haya declarado su atrevida pasión?

Pensaba Guerra que la mística joven se turbaría al oír estas chirigotas; pero a buena parte iba. Leré se reía, diciendo con tanta naturalidad como firmeza:

«Déjeme usted a mí de novios y de jóvenes honestos. Yo no he pensado nunca ni pensaré jamás en tal cosa.

-Pues mira tú, yo he de poder poco, o he de casarte con un caballerito de mérito. Mucho ha de valer para igualarte; pero verás cómo le encontramos, siempre que tu ayudes.

-Que me deje usted en paz... vamos... don Ángel, ¡qué ganas de broma tiene usted!

-Que te casamos, mujer, que te casamos. No seas tonta, y no trines anticipadamente contra el matrimonio. Por supuesto, es preciso que acortes un poco los rezos. Eso espanta a los novios, y yo sé de algunos que prefieren una mujer algo pizpireta a una engarza-rosarios. La religión es cosa muy buena; pero en la vida doméstica, hija, el cuidado del marido, y de los churumbeles, que los tendrás, vaya si los tendrás... te absorberá mucho tiempo, obligándote a dar de mano a las devociones. También es menester que te compongas algo, con permiso de la Virgen, que no se enfardará por eso. Tanta, tanta modestia es por demás. Convéncete de que eres bonita y de que lo serás más si te perfilas y acicalas un poco. ¿Para qué hizo Dios la belleza de las mujeres sino para que la luzcan? Te aseguro que con mi autoridad de amo voy a declarar la guerra al vestidito de hábito de la Soledad, y a la mantillita negra que parece una caperuza. ¿Obediencia has dicho? Pues ponte el sombrero que te compraré, y vístete como yo te mande.

Leré no se mordía la lengua, ni se achicaba, llegando a decir con gracejo que si su amo se lo mandaba saldría a la calle hecha un mamarracho. «¿Qué me importa? -añadió-. El vestido no hace la persona, y la misma librea del diablo puesta sobre mi cuerpo no dañaría mi alma». Después habló con repugnancia del matrimonio, con desdén y lástima de los muchachos pertenecientes a la clase de novios, y de todo lo que no fuera la comunicación continua con el Eterno Amante, terminando con esta afirmación categórica en tono firme y sincero: «Créame usted: yo no sirvo para eso. Mi corazón me llama a otra clase de vida. Ahora, Dios quiere que me consagre al cuidado de esta niña... Yo sé que Dios lo quiere... y también la Santísima Virgen. El día en que Ción no necesite de mí, seguiré mi vocación, entrando en una orden religiosa, en la más estrecha, D. Ángel, en la más rigurosa, en la que exija más trabajo y más sacrificio, y ordene más humildad y más penalidades, en la que más nos aproxime al dolor y a la muerte.

-¡Qué convicción! -decía el otro para sí, entre confuso y asombrado-. Hasta elocuente es esta condenada chica.


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Ángel Guerra (Segunda parte)