Ángel Guerra/035

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Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo V - Ción

de Benito Pérez Galdós


III[editar]

La pobrecita Ción se abrasaba sin que nadie lo pudiese remediar. Se descubría, suspiraba hondamente, pedía agua, revolviéndose en el lecho, ponía los ojos en blanco con expresión impropia de la infancia, mirada singular que técnicamente se llama cínica, y que, acompañada de una burlesca sonrisa de mujer, puso espanto en el corazón de los que la asistían. Avanzada la noche, repetíase este síntoma fisiognómico sin que el calor cediera, y el pulso se deprimía súbitamente a intervalos, para volver a agitarse con mayor furia. No cesaban de refrescarle el cuerpo y la cabeza con paños de agua fría, animándola al propio tiempo con palabras cariñosas, con ofrecimientos y mimos de que la pobre niña no hacía ningún caso ya. De repente gritaba pidiendo de comer; se le antojaba jamón en dulce, pasteles o arroz con leche. Pero no le dieron más que agua azucarada, ofreciendo traerle lo demás. Su cara sufrió esa deformación extraña, que resulta de la falta de simetría en las facciones, por la tirantez de ciertos músculos y la distensión de otros; las dos cejas se arqueaban, cada cual con curva diferente; las pupilas resplandecían a veces como lumbre, a veces ocultaban bajo el párpado superior, produciendo el efecto plástico de un espasmo hondísimo de dolor o placer. Poco antes de las doce, fue atacada de una convulsión tremenda: su padre y Leré la sujetaron, ni uno ni otro decían una palabra. Los bracitos de Ción forcejeaban entre los de sus enfermeros, de un lado para otro; sus manos asían lo que encontraban, y toda ella se hizo un ovillo. Siguió a esto un estado letárgico, la respiración dejó de percibirse, y a los pocos minutos, Guerra buscaba ansioso el aliento de la niña sin poderlo encontrar. Leré había perdido toda esperanza, Ángel aún las tenía, y le daba friegas a lo largo del cuerpo con verdadera furia.

Ción se les había quedado entre las manos, y el atribulado padre no se daba cuenta de su desgracia, no la admitía, dentro del orden natural de las cosas, y esperaba, esperaba, aun después de ver y oír a Miquis, que entró casi al ocurrir la muerte, y, quiso apartar al padre de aquel tristísimo espectáculo. Leré lloraba sin consuelo, a lágrima viva, besando a la niña y mojándola con sus lágrimas. Guerra continuó por algún tiempo rebelándose contra la evidencia, y su cara más que dolor revelaba idiotismo. Resistiose a salir, mudo y sombrío, y su mano no se apartaba de la cabeza de la niña difunta. Por fin, la certidumbre de su desgracia, adquirida en fuerza de considerar la realidad, se manifestó en una calma estoica, dolor cavernoso y sin externo aparato. Parecía dolor de abuelo, mientras el de Leré, desbordándose en ternezas y ayes desgarradores, era como el de las madres.

Negose Guerra a las instancias que se le hicieron para que tomase alimento, pues en todo el día no había entrado en su cuerpo más que un poco de café. Sorprendiole la primera luz de la mañana en su alcoba poblada de impasibles imágenes, a las que dirigía de vez en cuando miradas desdeñosas. A ratos pasaba al cuarto próximo, besaba el cadáver de su hija, decía a Leré algo referente al vestido que se le había de poner, o a las flores con que se la debía adornar. Su aspecto era el de resignación más bien filosófica que religiosa, sostenida por una fuerte trincadura de los resortes de la voluntad, resignación en que entraban por algo el amor propio y la dignidad de varón fuerte. A ejemplo de su madre, de cuyo carácter firme y tenaz se acordó mucho en aquel trance, se tragaba en silencio toda la cicuta, manteniendo las apariencias de una impavidez decorosa ante la adversidad. Ni rastros de cólera había en su semblante ni en sus palabras; daba sus órdenes con lúgubre laconismo, sin replicar a las observaciones, ni protestar airadamente contra cualquier simpleza. Y cuando Leré, los ojos llenos de lágrimas, se presentaba a él en son de consulta o de consejo, oíala sumiso y deferente, y todo cuanto ella proponía dábalo por bueno, llegando a decirle: «Dispón tú como gustes, pues lo que tú ordenes será lo mejor».

A insinuaciones de la toledana, en el día aquel que la niña estuvo de cuerpo presente, se debió que Guerra diese al doctor Miquis satisfacción cumplida por los arrebatos inconvenientes de los días anteriores; gracias a ella también, Braulio oyó de su amo frases cariñosas y de gratitud, y los demás servidores de la casa notaron en la fiera señales evidentes de domesticación. No se pudo probar si aquellas disposiciones pacíficas habrían alcanzado también al aborrecido suegro, porque éste no aportó por allí; pero si consta que el marqués de Taramundi, D. Francisco Bringas, D. Cristóbal Medina y otros que acudieron a ofrecerse, se congratularon de la mansedumbre del hijo de doña Sales, atribuyéndola a la natural doma ejercida sin palo ni piedra por la desgracia, y al influjo del sentimiento religioso, amigo y familiar de la muerte, el cual nunca se queda a la puerta, cuando ésta, entra en palacios o cabañas.

Vistieron a Ción con riquísimo traje de encajes, y pusiéronle corona de flores vivas, las mejores y más costosas que en aquella estación se podían encontrar. Creeríase que había crecido después de muerta, y a todos sorprendió el tamaño de la caja, a cuyas dimensiones el rígido cuerpo se ajustaba exactamente, sin que sobrase ni faltase nada. Sus heladas facciones no conservaban rasgo ninguno de aquella expresión descompuesta y de aquel sonreír sardónico con que se despidió la vida. Su rostro era todo serenidad, y si se quiere, formalidad, sin mezcla alguna de malicia o travesura, el rostro mismo de las horas de sueño, sin los aires de la respiración que pintan la vida, sin más color que la uniforme pátina cerosa, cosmético de la muerte.

Su padre la contemplaba, acordándose de las saladas mentiras de la niña viva, y no podía menos de invertir radicalmente su apreciación de lo que recordaba y de lo que veía, juzgando que eran verdad aquellos embustes, incluso lo del ratón como un burro, los retozos de Leré, etc., y que en cambio la muerte que ante los ojos tenía era una fábula de las más absurdas. Al día siguiente, cuando se la llevaron, sintió una punzada en el corazón, y un dolor tan vivo, que a punto estuvo de perder el conocimiento. Había pensado ir al cementerio; pero le fue imposible vestirse. A Leré le dio un ataque epiléptico, y estuvo bastante tiempo sin habla, con la cara torcida, las pupilas fijas, los brazos agarrotados. Tremenda fue la mañana en la casa de Guerra, de donde había desaparecido para siempre la graciosa criatura que la llenaba con su alegría y su charla parlera. Los criados quedáronse tan solos y tan tristes como el amo, y en la enorme vivienda sonaban los pasos con eco lúgubre.

Despidió, por fin, Ángel a los amigos con urbanidad que podríamos llamar relativa, y se confinó en su antiguo cuarto, negándose a recibir visitas, y no interesándose ni aun por la misma Leré, quien después de la pataleta, se había quedado como convaleciente de grave enfermedad. El infortunado hijo de doña Sales se zambullía en la soledad, hallando cierta consuelo en medir y sondar su profundísimo dolor. Su cerebro, rendido de tan vivas impresiones, tenía letargos breves, en los cuales salir de la obscuridad de los recuerdos el rostro de máscara griega, con la espantosa mueca trágica y el pelo erizado.


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Ángel Guerra (Segunda parte)