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Ángel Guerra/010

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Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo II - Los Babeles

de Benito Pérez Galdós


III

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Rama segunda.


Hermano del D. Simón: DON PITO, hombre muy pasado por agua, más joven que su hermano, pero con apariencias de más viejo, por los grandes trabajos que sufrido había en empresas arriesgadas de mar y costa. Su nombre era Luis Agapito; pero nadie, ni aun su familia, le llamaba sino con la mitad del segunda nombre. A muy diferentes destinos parecían llamados Simón y Pito, porque ya desde el nacer se marcó en la vicia de ambos dirección distinta. Simón vio la luz en Madrid, Pito en Cádiz, en ocasión que fueron allá sus padres con objeto de establecer una pastelería. El uno, nacido al amparo de Cibeles, debía ser memorable en las cosas terrestres, el otro, encomendado al movible Neptuno, en las marítimas. Recogiole de corta edad un tío suyo que hacía viajes a América, y marino fue de vocación decidida y de gran resistencia física y moral para las fatigas de oficio tan rudo. No se ha escrito ni se escribirá la historia de sus hazañas y sufrimientos como capitán de derrota en innumerables expediciones a las Américas, a las Áfricas y a las desparramadas islas de Oceanía, y tan hiperbólico era él como cronista de sí propio, que resultaba el mundo mayor de lo que es, y con un par de continentes más. Llena está, en efecto, su vida, de los veinte a los cincuenta, de hercúleos esfuerzos, de atrevimientos brutales, y también de inauditos contrastes pecuniarios. A poco de guardar las onzas en espuerta, D. Pito daba sablazos de media onza en el muelle de la Habana, contraste en verdad muy lógico, pues el tráfico a que se dedicaba tuvo su época feliz, y una decadencia ocasionada a grandes desastres. Ello fue que le cogieron de medio a medio los últimos tiempos de la trata, y en uno de aquellos paseítos que dio por el golfo de Guinea, me le atraparon los ingleses, le soplaron en la isla de Santa Elena, y en un tris estuvo que tuviera el honor de entregar la piel donde mismo la entregó Napoleón el Grande. Ya viejo, enseñaba con orgullo y fanfarronería las huellas que habían dejado en sus muñecas las esposas y en sus pies los grillos. Puesto en libertad, intentó alijar otro cargamento; pero se le averió el negocio, en la misma costa de Cuba, proporcionándole hospedaje por diez meses en la Cabaña. Después de esto, mandó vapores costeros y de altura durante quince años, al cabo de los cuales, por su mala cabeza, sus vicios y su informalidad, se encontró sin blanca; vino a España con su familia, y no pudiendo vivir en Cádiz, porque su reputación le perseguía con más crueldad que antes la justicia, se corrió a Madrid, donde le hallamos viejo, reumático, remolcando la pierna derecha, maldiciendo su suerte, consolándose de la nostalgia de la mar con el dejo amargo y embriagador de sus trágicas aventuras.

Consigo trajo acá dos alhajas de hijos; pero no se tienen noticias claras de su mujer, pues hay quien la supone confitera, hay quien sostiene que fue tratante en carne, como su marido, aunque no negra, sino blanca y muy blanca. El uno importaba ébano y la otra marfil. También hubo dudas sobre si aquella señora vivía, y sobre si fue legítima esposa del gran don Pito, cuyos hijos, nacido el uno en Matanzas y el otro en Cádiz, no la nombraban nunca. En su triste vejez, lejos de su elemento, y viviendo de limosna, el asendereado capitán no tenía más propiedad que glorias nefandas y sus años achacosos. Todo lo había perdido, hasta su doble reputación, pues en Madrid no le conocía nadie, y se dice doble, porque en lo tocante a la marina fue muy celebrado por su pericia, valor y dotes de mando, mientras que en todo lo independiente de la mar y sus fatigas era el hombre más desconceptuado del mundo.

Hijos del precedente: I. MATÍAS, hombrachón que no cabía por la puerta, espeso, perezoso, tardo de lengua y más de pensamiento, de facciones correctas, pero inexpresivas y dormilonas, colores vivos en las mejillas, por lo cual y por su falta de agudeza y prontitud, desmentía la complexión característica de la raza Babélica. Sus primos le pusieron, en cuanto vino a Madrid, el mote de Naturaleza, y por Naturaleza se le conocía dentro y fuera de casa. De salud inalterable como la de un sillar de berroqueña, se pasaba en Vela un par de noches, si era menester, y después dormía cuarenta horas de un tirón. Comía por cuatro, si había de qué, y no se enteraba de las funciones digestivas. Era maestro confitero, y su objeto al venir a Madrid fue montar un establecimiento de dulces a estilo gaditano; pero ya por falta de capital, o sobra de timidez, ya porque siempre llegaba tarde a todas partes, ni la confitería pasó de proyecto, ni logró que le dieran ocupación constante en parte alguna. Contados días trabajó en la especialidad de azucarillos o en la de merengues, ambas muy de su competencia; pero no sé qué maña se daba el maldito, que a poco de empezar le despedían a cajas destempladas. Todo lo hacía bien; pero se le paseaba el alma por el cuerpo, harto grande para tan pequeño inquilino, y a la hora señalada para concluir no se había decidido a comenzar. Naturaleza practicaba la filosofía de que lo mismo es ahora que después, y de que no conviene acelerar nuestra corta existencia, acumulando sobre los afanes de la hora actual los de la hora subsiguiente. Creía que una de las invenciones más tontas del ingenio humano es la de los relojes, que nos han traído las estúpidas ideas de temprano y tarde, quitando al tiempo su dulce indeterminación, y la vaguedad soñolienta que tanto le asemeja a su hermano el caos.

II. POLICARPO. El reverso de su hermano, ágil, resbaladizo, soñador más que durmiente, flexible de espinazo y de espíritu, Babel de marca fina, en una palabra. Alguien sostenía que éste y Matías no nacieron de una misma madre, pues en nada se parecían; y otros aseguraban lo contrario, es a saber, que a entrambos les llevó en su seno la desconocida señora de don Pito, pero que éste no tenía culpa más que de Policarpo, y que Naturaleza fue sacado de la mente divina cuando el valeroso Argos andaba en tratos con los caciques de la costa de África. No son del caso estas averiguaciones, y adelante. Aunque sin oficio ni beneficio, tenía Poli habilidad y disposición para cualquier industria, especialmente para la cerrajería. Su primo le iniciaba en las artes de cábala y alquimia, y él, agradecido, enseñaba al otro los secretos de la mecánica recreativa. En la habitación, que bien podemos llamar laboratorio, atestada de frascos, piedras litográficas, buriles, prensas de mano, y un pequeño torno para metales, se encerraban los dos largas horas. Poli fabricaba una llave con facilidad suma, y hacía difíciles composturas de armas de fuego. A pesar de su holganza e informalidad, solía llevar dinero a casa y dárselo a su padre, dinero ganado no se sabe cómo. Lo único cierto es que frecuentaba garitos de mala especie, entre los peores galopines de Madrid. Pero como la tolerancia reinaba en aquella casa, D. Simón y doña Catalina, y el mismo D. Pito, perdonaban al muchacho su mala conducta en gracia de su buena sombra, pues era bien parecido, servicial, dicharachero y dispuesto para todo.

Cuando doña Catalina se hallaba en el último paroxismo del ahogo pecuniario, lo que sucedía todas las semanas; cuando no sabía la señora infeliz a quien volver sus atribulados ojos, el único de la familia que la confortaba, discurriendo sutiles arbitrios para recaudar fondos era Policarpo. Notábase por su habla andaluza con toda la afectación flamenca, propia de su vida callejera, tabernaria y disoluta, como hombre de juergas de bebía, de los de mechón en oreja y faca en cinto.

Nota. Cuando D. Pito y sus hijos dejaron los muros gaditanos para establecerse en Madrid, los Babeles de acá recibiéronles con los brazos abiertos, sencillamente porque pensaban que traían monises. Doña Catalina temblaba de emoción al ver entrar en la casa un baúl grandísimo con flejes de hierro y reluciente clavazón dorada, y creyó, juzgando por el peso, que venía lleno de onzas. Pronto hubo de ver que no había más peluconas que los clavos dorados que el cofre ostentaba por fuera; mas al perder la buena señora, lo mismo que su marido, aquella ilusión, no se les ocurrió echar de su casa a la rama segunda, cuya pobreza igualaba o quizás excedía a la de la rama primera. Porque ha de saberse que los Babeles, en medio de sus garrafales defectos, tenían la cualidad de avenirse a todo, de conformarse con la suerte, y de prestarse mutuo auxilio en la adversidad dispuestos a partir los bienes si algunos hubiera. Pronto reinó entre las dos ramas venturosa concordia, y una comunidad de intereses positivos y negativos que era la bendición de Dios. Lo perteneciente a uno, a todos pertenecía, y aquello que a uno faltaba convertíase pronto en carencia total.


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Ángel Guerra (Segunda parte)