Ángel Guerra/024
XII
[editar]Bastante después de medianoche, Guerra se adormeció, apoyando el codo en el brazo de la butaca, y la cabeza en el puño cerrado. Fue tan solo un bosquejo de sueño, sin perder totalmente la apreciación de lo real; pero entre brumas y contornos indefinibles se le presentó la visión de la máscara griega con el cabello erizado, la contracción de espanto en su boca cuadrangular. Al volver en sí, vio que a su madre se acercaba una persona, de leve andar y forma escurridiza. Era Leré, envuelta en su mantón, y descalza, con medias. Había venido a echar un vistazo a la señora, y hallándola despierta, habló con ella. Acercose también Ángel, y doña Sales les riñó a entrambos por empeñarse en velar cuando menos necesidad había de que se molestasen. «Idos a acostar -les dijo-. Y tú, Ángel, no seas terco, ni me enfades. Vete a tu cuarto y descansa, que quizás lo necesites más que yo. Leré, que tiene el sueño ligero, me dará la digital. Además yo me voy a quedar dormida ahora mismo pues ya me está entrando un sueño que no me lo merezco».
Guerra no se dio por convencido; pero salió un rato a fumar un cigarro, y al volver, media hora después, a la alcoba de su madre, encontró a ésta sola y tan despierta como antes. A las interrogaciones cariñosas del hijo, contestó que, a pesar del insomnio, se, sentía muy bien. La buena señora no tenía ya fuerzas en su espíritu para guardar ante el delincuente aquella reserva y compostura que se había impuesto. Su pasión autoritaria podía más que su prudencia, y rompiendo los frenos, se lanzaba al exterior sin que nada pudiera contenerla. No obstante, aún desplegó las últimas energías de resistencia, no ya para contener la expresión; cosa imposible, sino para encerrarla en una fórmula irónica, como la que emplean los oradores de peor intención.
-Hijo de mi alma -le dijo, haciéndole sentar a su lado-, tu arrepentimiento ha de influir mucho en mi salud. Créeme, siento una gran mejoría desde que has vuelto. Ahora, no hay que decir que tus acciones buenas serán tan extremadas como antes lo fue tu mala conducta... No, no es preciso que hagas promesas. Si no desconfío de ti, vaya... Basta que tú lo hayas dicho, para que yo lo crea. Ahora, moralidad, juicio, respeto a todo el mundo, y olvido de tantos errores. ¿No es eso lo que piensas?
-Sí, mamá -afirmó Guerra, creyendo que no debía decir más, y para sí, hizo el siguiente comentario-: «Me hablas irónicamente. No crees que yo esté arrepentido, ni mucho menos. Te conozco bien y adivino tus pensamientos».
-Bueno -añadió doña Sales-. Y al entrar aquí, has abominado de las malas compañías... de ambos sexos; has dado al diablo ciertas relaciones, que a mí me parecieron siempre vergonzosas, y a ti te lo parecen ahora también.
Sí, mamá; todo, todo concluido -afirmó Ángel besándole una mano.
Doña Sales miraba al techo, y agitando ligeramente los labios como si rezara, decía para sí:
-¡Cómo me engaña este pillo! Y se figurará que creo su farsa.
Guerra comprendió que su madre se excitaba con aquel diálogo, en el cual, ninguno de los dos se expresaba con sinceridad, y rogándole que dejase para mejor ocasión el tratar de asunto tan resbaladizo, reiteró su propósito de no darle más disgustos.
-Todo se te puede perdonar -dijo doña Sales; ex abundantia cordis-, si rompes con esa mujer de mala vida.
-Pero mamá, si ya te he dicho que... Vamos, no te inquietes... Eso concluyó... Te juro que...
-Eso, eso me gusta... Me agrada que jures, porque no has de jurar en falso. Una idea me causa terror, la idea de que después de muerta yo, entre en esa mujer y...
-Pero mamá, ¡qué cosas se te ocurren! En primer lugar, no te has de morir. En segundo lugar, no existe tal mujer.
-¡Cómo me trastea, cómo me engaña! (Para sí, moviendo la cabeza con la mímica de la incredulidad.) Y en alta voz, tomando un tono solemne: «Te aseguro una cosa. Si supiera que tu hija había de quedar en poder de los Babeles y Babelas, preferiría que muriera conmigo, y pediría a Dios que conmigo se la llevara.
-Mamá, por Dios, ¿de dónde sacas esas ideas? (Trémulo y displicente.) Te trastorna el insomnio. Yo también, cuando paso toda una noche sin dormir, digo mil disparates... Ya sabes que los descalabros me han... hecho reflexionar... Ya notarás que soy otro... No pienses ahora más que en ponerte buena. Viviremos en perfecta concordia... Pero qué ¿no lo crees?
-Sí, lo creo. (Afinando el tono de su ironía); ¿pues no lo he de creer? ¿Cuándo he dudado yo de una declaración tuya?
-Se burla de mí. (Aparte, frunciendo los labios.) La culpa es mía, porque no sé fingir, y la sinceridad que ahuyento de la boca se me sale por los ojos. (En alta voz.) ¿Cómo quieres que te lo pruebe?
-No, si no necesito más pruebas... Estoy convencidísima. Me basta con lo dicho. Tienes razón: en perfecta concordia, eso es. No hemos de cuestionar por un más o un menos. ¡Qué dicha! Eres todo mío, pensarás con mis pensamientos, y obrarás con mis acciones.
-No lo digas en broma, pues es verdad. Ponte buena pronto, y verás cómo no tienes por qué quejarte de mí.
Doña Sales calló durante largo rato. Ángel fue quien primero rompió el silencio:
-Todavía no has oído mis explicaciones, y tus palabras más bien parecen irónicas y mortificantes que consoladoras y sinceras como yo las necesito.
-Mis palabras serían de otra manera -dijo doña Sales, sacando de improviso su austeridad, como un gato saca las uñas-, si las de mi hijo no fueran mentirosas y...
Se le cortó el aliento y no pudo concluir. Ángel sintió en su interior el brinco enorme de su genio impetuoso, incapaz por más tiempo de permanecer achicado y escondiéndose de sí mismo. Por uno de esos impulsos instantáneos, que en los temperamentos vivos son como vibraciones eléctricas y que apenas dejan tras sí responsabilidad, rechazó sin violencia la mano de su madre, que tenía entre las suyas, empezando una frase que al instante truncó: «Pero cómo quieres que te hable si...»
Rehaciéndose, balbució esta enmienda cariñosa: «Mamá, por Dios, no me quieras mal», e intentó volver a tomarle la mano. Pero doña Sales se la había llevado al pecho, y estirando el cuello y abriendo espantados los ojos, exhaló un angustioso gemido, presa de violentísimo acceso de disnea. Comprendiendo en seguida la gravedad de la situación, Ángel llamó a gritos a Leré, quien no tardó en acudir presurosa.
La cabeza caída hacia atrás, la boca abierta y trémula, la madre de Guerra parecía querer tragarse todo el aire de la habitación, cogiéndolo a bocados. Pero el aire no entraba, porque el movimiento de inspiración resultaba imposible. Consternado ante aquel espectáculo, Ángel no sabía qué hacer, y salió, corriendo para mandar venir a Miquis. Leré, más serena, aunque también alarmadísima, empleó el éter sin ningún resultado. La señora se calmaba un momento, y luego volvía el pérfido ataque con más violencia. Viendo que con el éter no conseguían nada, rompieron un tubito de tila en un pañuelo, para que la sorbiera por la nariz. Ni por esas. En tanto, todos los de casa se levantaron; entró Basilisa en refajo, llegó también Braulio a medio vestir, poniéndose las gafas. Leré propuso los maniluvios, recordando que el médico los había prescrito para un caso como aquel. Todos corrían de aquí para allá. Mientras se calentaba el agua, pasó algún tiempo en cruel incertidumbre. La señora no se ahogaba ya; pero había caído en profundo sopor, y no contestaba a las expresiones cariñosas de su hijo ni de los demás que la rodeaban. Cuando le metieron las manos en el agua caliente, lo más caliente que se podía resistir, abrió los ojos. «Mamá, mamá -le dijo Guerra queriendo animarla con caricias-, serénate. Eso no es nada. Miedo, aprensión. Si estás bien... Míranos, contéstanos. Aquí estamos dispuestos a curarte contra tu propia voluntad».
La enferma sonrió vagamente, arqueando las arrugas que contornaban su boca. No era fácil apreciar si aquella expresión de sus labios secos y de su faz rígida y amarilla era un sentimiento de placidez por verse entre los suyos, o de desconfianza, o de profunda ironía. Poco duraron las esperanzas de Ángel, Leré y los demás, ante tan leves apariencias de mejoría, porque de súbito fue acometida del ahogo en un grado tal, que todo su cuerpo se estremecía, contrayendo enérgicamente los brazos. Abatiose después toda aquella energía como enorme castillo que se derrumba; cesó el esfuerzo por respirar, y del fondo del pecho salió un hervor sin cadencia ni ritmo, como de olla puesta a la lumbre. En aquel instante, entró presuroso el canónigo Pintado, abrochándose la sotana, y en cuanto vio el rostro de su amiga dijo lúgubremente: «La Extremaunción... pronto... que Lucas avise corriendo a la parroquia». Se puso a mascullar entre dientes rezos y más rezos. Aplicaron además a la enferma sinapismos en el pecho, en las extremidades. Cuando Miquis llegó, el rostro de doña Sales se descomponía intensamente, hundíansele los ojos, y de su boca salía una cadencia estertorosa, que disminuyendo, disminuyendo, como el ruido de algo que con enormísima rapidez se aleja, llegó a ser imperceptible. Todos aguzaron el oído tratando de atrapar los últimos golpes de aquel péndulo que se paraba en la lejana inmensidad, y luego se miraban unos a otros preguntándose con los ojos si habían oído algo. Miquis, tétrico, no decía nada, pues nada tenía que decir. Despuntaba la aurora cuando hasta los más reacios en admitir la tremenda evidencia de la muerte, se convencieron de que la pobrecita doña Sales no vivía ya.