Ángel Guerra/040
V
[editar]Otra mañana, Fausto le entretenía mostrándole el último juguete de su invención, ingenioso mecanismo con un pedazo de alambre en espiral y un elástico, que servía para imprimir movimiento de traslación a un muñeco velocipedista. Pensaba el fabricante venderlo bien, por los marchantes pregoneros de la Puerta del Sol, como había vendido antes la Cuestión de los cinco y medio y el Lapicero mágico. Pero estas niñerías eran impropias de su gran cacumen, y el proyecto a la sazón en estudio debía darle fama imperecedera y colosales ganancias. Tratábase del Cálculo de combinaciones infalibles para sacarse la lotería, y consistía en un juego de cartones numerados que se manejaban con arreglo al método indicado en un libro que parecía las tablas de logaritmos. Para las tiradas de todo esto, naturalmente, era menester capital, pues los cartones, semejantes a una baraja en que los números alternaban con caprichosas figuras, debían ser bonitos, y entrar por los ojos: bien comprendía el tunante que más a que la razón era conveniente hablar a la fantasía del público. Mostró a Guerra los modelos, tan hábilmente tranzados a mano que parecían litografía, y encareció el derroche de dinero que exige toda industria incipiente, materias primeras, ensayos frustrados, reclamos en la prensa, etcétera... Pensaba asociarse con un primo suyo, que tenía en Toledo una excelente litografía con algo de imprenta.
Pero Guerra no se mostraba propicio a ser socio capitalista del eximio inventor. Le soportaba porque se servía de él para engañar las horas y sortear su aburrimiento, aunque a veces su hastío de los Babeles era tal, que la benevolencia cesaba de golpe, y le despedía con aspereza. Pero Fausto se había propuesto no dejarle a sol ni sombra, y le aguardaba en la calle, en el trayecto de la de las Veneras a la de Santa Águeda, para acometerle con implacable porfía. En uno de aquellos molestísimos encuentros, Ángel le recordó la estafa de que había sido víctima antes de la muerte de su madre: el otro no negó la falsificación, pero echaba la culpa a Arístides, excusándole con la terrible miseria que les devoraba en aquellos días. «Mamá; del no comer, se puso perdida de la cabeza, y papá salió de casa con el firme propósito de tirarse al estanque del Retiro. A mí me querían llevar a la cárcel por haber tomado de la tienda unos librillos de panes para dorar, diciendo que volvería... Hay que mirar mucho las circunstancias; pues según ellas el que parece más criminal es quizás más honrado. Aquí donde me ves, a mí no me gusta deber un céntimo, ni que en las tiendas nos tengan por tramposos: quiero salir a la calle con la frente muy alta. Entre dejar de pagar al pobre, y darle una broma al rico, no puede uno dudar... porque aquello fue una broma, Ángel, y contábamos con que tú no te enfadarías. Las riquezas están mal repartidas; tú lo has dicho mil veces. Por ley de equidad, algo de lo que a ti te sobraba debía venir a nosotros, que no habíamos encendido lumbre en dos días, y yo llegué a sustentarme de una triste patata, que asamos quemando papeles en la hornilla. ¡Ay, chico! mientras no sepas lo que es el hambre, no hables una palabra de moral. ¿Qué tiene de extraño que quisiéramos vivir, y apeláramos a un recurso del ingenio, a un arte, a una industria? ¿Para qué ha dado Dios al hombre las habilidades? ¿Eres tú acaso más pobre que antes por aquella bicoca que te sacamos, y con la cual salimos de penas? ¿Qué razón hay para que nosotros nos muramos, y vivas tú y otros que no trabajan ni tienen ninguna habilidad? Fíjate bien, piensa un poco».
Por fin, para sacudirse aquella mosca, Guerra no tenía más remedio que darle algo. Defendíase argumentándole con sequedad, y entre otras cosas le dijo una noche: «Si eres tan hábil, ¿por qué no pides trabajo, en cualquier taller, para ganar un jornal honrado?»
-Porque yo quiero independencia, libertad, iniciativa -repuso Babel, después de vacilar un rato en la respuesta-; yo tengo mi taller; yo trabajo, hago lo que puedo. Pero no basta para tantas bocas de familia. Llega un día que hay eclipse total de pan. ¿Qué hacer? ¿Pedir para ayuda de una rosca? No; yo, cuando estoy hambriento, y salgo a la calle, y veo pasar a tanto rico que despilfarra su dinero, no siento ganas de pedir: el pedir aplana la inteligencia, y nos vuelve imbéciles. Lo que me pasa es que se me redoblan todas las habilidades para hacer que venga a mí la migaja que a ellos les sobra, y a cada minuto se me ocurre una traza, un ardid, un invento. Si no fuera por el temor a la justicia, que protege a los ricos a costa del pobre, yo haría cosas de las que resultara que todos los pobres comeríamos, sin perder los ricos más que una parte mínima de lo que tienen. Pero no me lanzo porque la justicia se opone a que uno tenga pesquis, y cuando inventa algo bueno, en vez de llevarle a la Universidad para que dé lecciones a los tontos, le meten en el Abanico para que las tome de otros más listos. ¿Qué resulta? que cada vez hay más pobres, y que los ricos son cada día más ricos. Consecuencias de esto: que el mundo va de peor en repeor, y que las revoluciones amenazan, la nube negra está encima, y por fin, por fin, tanto apuran, tanto apuran con la desigualdad, y el no comer unos mientras los otros revientan de hartos, que al fin estallará el trueno gordo, vaya si estallará».
En medio de la repugnancia que le inspiraba aquel redomado bribón, Ángel se distraía con su cháchara picaresca, y le escuchaba con el interés que despierta un buen sainete. Una noche, no sabiendo qué hacer para quitársele de encima, le dijo: «Por qué no tienes franqueza conmigo y me cuentas el origen de tu cojera, de esa imperfección que en ti resulta elegante, por el estilo de la de lord Byron? ¿Por qué haces misterio de ese accidente, que nunca has querido referir a nadie?» Replicaba el perdis con cuatro reticencias coléricas, y dando un bufido se largaba con viento fresco, marcando más la cojera, cuya elegancia no había podido comprender nunca.
Vuelta a la carga a la siguiente noche. Por fin, no pudiendo Fausto convencerle de las ventajas de ser su socio capitalista para la gran empresa lotérica, le pidió para marcharse a Toledo, y Guerra, por ver huir al enemigo, no tuvo inconveniente en ponerle puente de plata.
El que menos molestaba y también el menos divertido era Naturaleza, inofensivo poltrón, que se le ofrecía para recados, y que no hallaba mejor manera de mostrar su gratitud que brindándose a hacer un plato de repostería para que Guerra se chupase los dedos. Naturaleza y su prima se encerraban en la cocina, él de maestro, ella de alumna, y el plato salía, aunque jamás a gusto del artífice, excesivamente concienzudo y descontento de sus obras. Pero como Ángel no tenía ganas de comer, ni su querida tampoco, resultaba que Naturaleza se regalaba a sí mismo. El que rarísimas veces aportaba por allí era Policarpo, que a Guerra le parecía el más avieso de los Babeles, aparte de que sus maneras chulescas y su lenguaje de germanía le desagradaban. En cuanto a Dulce, cada día era menor su esperanza de ver en Ángel el mismo hombre de los tiempos de pobreza y fiebre revolucionaria. Manteníase delicado y respetuoso; pero de su antigua ternura apenas quedaban resabios; no hacía más que cumplir, cubrir el expediente, como decía ella para sí, conociendo que si conservaba la fidelidad que puede llamarse oficial, el corazón no le pertenecía ya. Sus temores de perderlo todo crecían diariamente, y su vida era una pura zozobra. Algunas noches, pretextando la necesidad de ejercicio, salía con él para acompañarle hasta su casa: el verdadero objeto de ella era prolongar lo más posible el estar a su lado, ansiosa de sorprender algo que la sacara de tal incertidumbre. Para Dulce, la causa del desvío de Guerra hallábase en la propia casa de éste, y si al principio se resistió su mente a sospechar de Leré; ya la temeraria idea principiaba a abrirse camino, como esos absurdos que lentamente se descomponen en realidad, al modo que, en los cuadros vivos, de las sombras monstruosas e indeterminadas van saliendo figuras. Dejábale en la calle de las Veneras, y se volvía a la de Santa Águeda con el corazón oprimido y la mente relampagueando. Alguna vez forjose la ilusión de que Ángel la permitiría entrar en su casa. ¡Qué simpleza! Lo que hacía el pícaro era decirle qué no se detuviese en la calle, porque helaba y encargarle que se retirase pronto, envolviéndose bien én la toquilla. Con esto, y unas buenas noches como las que se darían al sereno, él entraba, y ella se iba, sintiendo en el pecho una nidada de serpientes.
Una de estas noches, Ángel encontró a Leré levantada, lo que le causó sorpresa. La santita entró en el cuarto a encenderle la luz, y mientras él dejaba sobre el sofá capa y sombrero, le dijo: «Señor, han pasado los ocho días, y si usted me da licencia, como espero, me marcharé mañana temprano.