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Ángel Guerra (Galdós)/008

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Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo II - Los Babeles

de Benito Pérez Galdós


Residencia: Molino de Viento, 32 duplicado, cuarto que llamaban segundo con efectividad de quinto, escalera sucia y menos obscura de noche que de día, casa nueva, de estas que a los diez años de construidas parecen pedir que las derriben. El interior resultaba digno molde de la inverosímil familia, porque al entrar lo primero que daba el quién vive era la cocina. La sala hacía de comedor, y el comedor de alcoba, y una de las alcobas habría parecido despensa si tuviera víveres.

Jefe supremo de la casa de Babel: D. SIMÓN GARCÍA BABEL, nacido en Madrid, del 20 al 23, y criado en humildes pañales, bien conservadito en sus sesenta y pico de años, de rostro más simpático que venerable, bigote militar prolongado, como el del general León, de insinuante palabra, y muy dispuesto a familiarizarse con toda persona con quien trabase conocimiento; tan expansivo y pegajoso en sociedad, que a veces había que huir de él como de la peste; excomisionado de apremios, ex investigador del subsidio industrial y del timbre, ex delegado de policía; hombre de ideas extremadas en todos sentidos, hacia atrás y hacia adelante según los casos, y el mayor fantasmón que han visto los siglos.

Esposa: DOÑA CATALINA DE ALENCASTRE, descendiente en línea recta, pero muy recta, de un hermano de la reina doña Catalina, mujer de D. Enrique III de Castilla, de dulce memoria... Aquí surge el temor de que esto no ha de creerlo nadie; más presentado el caso en otra forma se entenderá mejor. El verdadero apellido de doña Catalina era Alonso Castro, y había nacido la tal señora de padres hidalgos en Vargas, pueblo de la provincia de Toledo. En su casa hubo mucho trigo, pero mucho, y dieciséis pares de mulas empleadas en la labranza. Además poseía su padre dos molinos, y una cantidad de cabezas de ganado que variaba según el estado psíquico de doña Catalina en el momento de contarlo. Cómo pasó de tantas grandezas a la mezquindad de su entroncamiento con García Babel es cosa que se ignora. Lo cierto es que cuando pasó de los cuarenta y cinco, y sus hijos fueron hombres y sus hijas mujeres, doña Catalina mostró una lamentable propensión a chiflarse, lo que ocurría en ocasiones de disgusto grave o de altercado, es decir, casi todos los días del año. Entrábale a la buena señora una vibración epiléptica, un impulso de risas con lágrimas, y un braceo y un bailoteo tales que parecía la estampa del movimiento continuo. Siempre que D. Simón le llevaba la contraria, estallaba el trueno gordo entre marido y mujer, y después de tirarse recíprocamente a la cabeza lo que más a mano habían, fuese copa o tijeras, zapatilla o tubo de quinqué, Babel salía bufando por un lado, y doña Catalina saltaba con su manía nobiliaria, echando con gritos desaforados el siguiente pregón: «Yo soy descendiente de Reyes; yo me llamo doña Catalina de Alencastre, y mi tía está enterrada en la capilla de Reyes Nuevos, al lado del tío Enrique y otros tales, coronados. ¡Qué mengua para mi linaje haberme casado contigo, que eres un pelele, un sopla-ollas, un mendigo... Zape de aquí, mequetrefe, que me apestas la casa...» Dicho esto, doña Catalina solía ponerse una toquilla encarnada por la cabeza, del modo más carnavalesco, y salía de refilón por los pasillos, chillando y braceando, hasta que sus hijas la volvían a la razón haciéndole tomar tila y dándole friegas por el lomo.

Añádase que doña Catalina había sido una real moza, y conservaba en su edad madura rasgos de belleza y aún de cierta distinción nativa. En Toledo tenía parientes, y desmantelados restos de hacienda, ruinas de castillos, alcázares, o cosa por el estilo, y todo su afán era que destinaran a D. Simón a la ciudad imperial para trasladarse a ella con toda la familia, y ver de reconstruir el patrimonio de los Alencastres. Acompañada de alguno de sus hijos, solía pasar allí breve temporada al amparo de parientes que no nadaban en la abundancia, pero que a los ojos exaltados de doña Catalina eran poco menos que príncipes y princesas de una dinastía cesante. Reíase don Simón de los disparates de su consorte sin caer en la cuenta de que los suyos no eran de inferior calibre, pues cuando estaba de vena solía decir: «Si no es por mí, no llama la Reina a O'Donnell el 56... porque, verán ustedes... Estábamos Escosura y yo en Gobernación, cuando...» y en seguida lo contaba, si había cristiano con bastante paciencia para oírlo.

Hijos: I. ARÍSTIDES, primogénito, de treinta y seis años en la época a que refiriéndome voy, bien parecido, de tipo noble, que era, aunque parezca mentira, el tipo de toda la familia. De muchacho, su perfil fue comparado por alguien al de un heraldo de los que se ven en los escudos de la casa de Austria, o en los monumentos de la época Isabelina, entre yugos y flechas. Envejecido antes de tiempo, peinaba canas en la barba y pelo, y habría llevado el hábito de Calatrava o de Santiago mejor que muchos que lo ostentan como si se cubrieran con una sábana. Que la vida de este hombre fue siempre algo misteriosa, vida de aventurero y de frustradas ambiciones, revelábase en su rostro, marcado con un sello de melancolía y cansancio, como de quien ha consumido sus fuerzas en estériles batallas. Contrastes horribles dejaba ver a cada instante en su ser moral o intelectual, pues si a veces desplegaba en la conversación entendimiento soberano y un ingenio agudísimo, de repente caía en las mayores simplezas y estulticias que es dado imaginar. Su juventud sería sin duda materia curiosa para quien pudiera estudiarla con datos seguros, porque otra más accidentada, más movida y dramática no creo que exista. Sin oficio, profesión ni carrera, obedeciendo en esto a la ley de todos los Babeles de tres generaciones, que siempre hicieron ascos al estudio, había huido muy joven de la casa paterna, afiliándose a una compañía de cómicos; volvió inopinadamente titulándose Contratista de forrajes para la caballería portuguesa. Obtuvo un empleo, fue a Cuba, se casó y enviudó a los cinco meses; huyó por causa de un desfalco, y ha poco fundaba un periódico en Costa Rica. Sus alternativas de riqueza y miseria fueron extremadas: una vez se presentó en Madrid poseyendo valiosísimas alhajas; otra tuvo que salir perseguido por la justicia, a causa de haber cedido en Bolsa una letra, que resultó ser más falsa que Judas. Como detalle revelador de la vanidad heredada de su madre, conviene indicar que en Costa Rica usó tarjetas que decían textualmente:

ARÍSTIDES GARCÍA BABELLI

Barón de Lancaster.


Existe la muestra, y al que no crea esto, se le restregará en los hocicos la cartulina. Hay más, en el periódico que tuvo por allá solía firmar: D. García de Lancaster.

II. FAUSTO, de tipo un poco menos noble que su hermano mayor, pero más fino, es decir, más afilado, tirando algo al hocico del zorro, muy inteligente, aunque sin puntos de vista generales, como Arístides, sino concretando, ciñéndose a los hechos, observador sagaz, burlón en ocasiones, de mirada penetrante y oído muy sutil. Su juventud entrañaba también algún misterio. Había servido en Correos; pero le echaron por actos de infidencia. Los pormenores de esto eran muy conocidos; no así la causa de su cojera, semejante a la de Lord Byron, pues ni su familia ni sus amigos supieron nunca de dónde le vino aquella deformación del pie, ni él supo dar explicación razonable de ella, cuando le preguntaban. Durante breves temporadas vivió en Toledo oscuramente, o en Madrid, separado de sus padres, metido en trabajos de caligrafía superior, que era su principal habilidad. Hacía ejecutorias de nobleza, diplomas y Mesas Revueltas, y remedaba con primor toda clase de caracteres, antiguos y modernos, de donde le vino su desgracia, porque un día le acusaron de haber desplegado sus talentos en la imitación de todos los perfiles y rúbricas de un billete de Banco, y el infeliz lo pasó muy mal, pues aunque nunca se le pudo probar el delito, ello es que por sí o por no estuvo a la sombra como unos tres años, y el sobreseimiento le dejó en situación harto dudosa. Desengañado de la industria caligráfica y con inclinaciones a otros ramos del saber, por ejemplo, la Química, empezó a estudiarla experimentalmente, pasando largas horas en descubrir reactivos que sirvieran para borrar lo escrito, dejando el papel como nuevo y virgen. De este modo daba realidad a su aborrecimiento de la escritura, causa de su deshonor y de los malos ratos que pasó en la cárcel. Últimamente se daba también a lo que podríamos llamar la cábala lotérica, o sea el cálculo de las probabilidades de premio, armando unos rompecabezas capaces de trastornar al Verbo.

Hijas: I. CESÁREA, muy guapa, inteligente, hacendosa. A los veinte años se cansó del desorden de su casa, de las estulticias hueras de su papá, de oír en boca de su madre la lista de los soberanos de que descendía y obedeciendo, aunque parezca fábula, a un secreto estímulo de formalidad y honradez, se fugó con un cochero, digo, con un joven, cuyos padres tenían el servicio de coches de Buitrago, y se casó con él, constituyendo una familia decente. Esposa fiel y madre de no sé cuantos chiquillos, se trataba con sus padres lo menos posible. Figura poco en este relato.

II. DULCENOMBRE, más joven que Cesárea, y menos que Fausto, la más morena y la más flaca de los cuatro, pero acentuando muy bien en sus facciones el tipo noble, que, por un sarcasmo etnográfico, era el cuño de aquella singularísima raza. Doña Catalina, que siempre fue opuesta a que en su familia hubiese nombres vulgares, y aborrecía los Pepes y Juanes por su tufillo plebeyo, estuvo muchos días vacilando acerca del nombre que pondría a su hija. Ocurriósele Diana, Fedra, Berenice, Violante, sin decidirse por ninguno, hasta que, la noche anterior al día del bautismo, soñó que se le aparecía un ángel con borceguíes colorados, enaguas de encaje y dalmática con collarín, como los clérigos que cantan la epístola, y encarándose con ella de la manera más familiar, le recomendó que pusiera a la niña el Dulce Nombre de María. Doña Catalina no necesitó que se lo dijera dos veces, y con entusiasmo aceptó la idea, haciendo de las cuatro palabras una sola. En aquella época, la buena señora, tan inconstante como vehemente en sus aficiones, se había dado un poquitín a la religión, rezaba más de lo ordinario y leía vidas de santos. Muy satisfecha se quedó del nombre de su hija, el cual le parecía a un tiempo místico y romántico, nombre que por su sola virtud habría de traer felicidades mil a la persona que lo llevaba.



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