Ángel Guerra (Galdós)/029
V
[editar]-Hasta los seis días de la muerte de doña Sales, no pudo Guerra visitar a su querida; es decir, sí pudo; pero no se determinó a ello, por ser el deseo de ver a Dulce menos fuerte que la inercia que en su propia casa le retenía. Fue pues allá una noche, la primera que salió a la calle, ya con el brazo completamente curado, y sin olvidar las consabidas precauciones. ¡Qué mal efecto le hizo el portal mezquino y la escalera angosta y sucia de la calle de Santa Agueda! Cuando su amante le abrió la puerta y se echó en sus brazos, Guerra, dicho sea con verdad, experimentaba la misma emoción y la misma extrañeza que si hubiera estado ausente un par de años. Sintió en su alma las ligaduras que a su esposa fraudulenta le unían, y creyó ver en ella un cambio, un decaimiento que estaban sin duda más en su imaginación que en la realidad. A poco de entrar allí se le escapó esta frase: «Pero, hija mía, ¡qué flaca estás!»
-De pocas carnes era la moza; pero a Guerra se le antojó que no tenía más que los huesos y la piel, y que su seno no abultaba más que el de un hombre.
-¿Te pareces -replicó ella con ternura-, que no tengo motivos para enflaquecer? ¡Qué siete días estos!... Llegué a creer que me habías olvidado, que no volverías... Hace tres noches que no duermo ni pizca, pensando disparates... Claro, ahora que eres independiente y rico no me vas a querer.
-No pienses tal. Ya ves que te mandé dinero y te escribí una carta -dijo él meditabundo.
-Sí; pero en tu carta me decías: «mañana iré», y ese maldito mañana era lo que no venía nunca.
Quiso Guerra enterarse minuciosamente de cuanto su compañera de ilegalidad había hecho en aquellos nueve días, y la simpática y flaca joven le informó de todo con efusión y gracia, dándole cuenta hasta de sus comidas y almuerzos, y añadiendo que la única persona que le había hecho llevadera tan triste soledad era su tío D. Pito. El recuerdo de los Babeles acibaró el gozo de Ángel, que empezaba a sentir hacia ellos repugnancia indecible, la cual, como sombra creciente, cogía también en parte a la pobre Dulce. Ésta creyó firmemente que Guerra se quedaría en aquella casa toda la noche, y cuando le oyó decir que pensaba retirarse entre doce y una, hizo lo que es de reglamento en toda mujer enamorada, protestó con lenguaje y mohines en que las quejas se mezclaban con el enojo, y el cariño con la exigencia. Grande era su estupor ante los escrúpulos de un hombre a quien siempre tuvo por el más despreocupado o independiente del mundo. La razón dada por Ángel. «pero, hija, ¡qué dirán en casa, figúrate qué pensarán de mí en casa» le hacía el mismo efecto que si oyera al diablo cantando misa. «No te conozco -le dijo-, y la muerte de tu mamá ha hecho de ti otro hombre». Felizmente, sabía ella conformarse a la voluntad imperiosa de su amigo, tragándose las hieles y llenándose de resignación. Gracias a esto, no estalló el altercado que en circunstancias tales suele producirse entre varón y hembra. Por fin, Dulce misma aprobó aquel afán de guardar las formas, que era cosa tan nueva en el revolucionario incorregible; pero no pudo disimular la tristeza, compañera de los presagios que asaltaban su mente. Tanta formalidad parecíale de malísimo agüero: tras las apariencias de virtud vendría la virtud misma, la virtud tardía, la del diablo harto de carne, que es la más desastrosa de las virtudes, y el lazo aquel tan débil, a poco que su diablo se metiese a fraile, se rompería en nombre de la sociedad.
Las horas que allí estuvo, no habló Guerra más que de Ción, ponderando su belleza, refiriendo sus gracias, sus dichos y diabluras, con tal prolijidad y calor, que Dulce no pudo menos de ver en ello algo de manía. También ella amaba mucho a Ción, aunque no había tenido ocasión de mostrarle su cariño; y cuando pidió a su amante el favor de verla y abrazarla, Guerra se lo negó con rebuscados pretextos. En un instante de espontaneidad, por poco se le salen del pensamiento a los labios estas palabras: «No sabes tú bien cuánto te aborrecía mi pobre madre: si te traigo a la chiquilla, me parecerá que ultrajo la memoria de su abuela»; pero comprendió a tiempo cuán poco delicado era el argumento, y se calló.
-Yo quiero verla -insistió Dulce-. De seguro la querré tanto como tú, quizás más que tú. Me parecerá que es hija mía, y me consagraré a ella como si la hubiera llevado en mis entrañas.
Esquivó el muy pícaro la cuestión, prometiéndole, en términos vagos, que algún día podría satisfacer aquel anhelo, y poco después pensaba que su primera observación, al entrar, acerca de la flaqueza de su esposa de contrabando, no era caprichosa. Las carnes de ésta, que nunca pecaron de lozanas, iban a menos con rapidez aterradora. En lo más recóndito de la mente de Ángel despuntaban ciertas comparaciones, en las cuales salía Dulce muy desfavorecida. Por fin, no olvidó contarle la estafa que los Babeles fraguaron contra él, falsificándole la letra, lo que Dulce oyó con terror, cruzadas las manos y exhalando suspiros. Y él, que rara vez había usado con su querida los temperamentos autoritarios, la ordenó que tuviese el menor trato posible con la familia, que se apartase de ella poco a poco hasta llegar a un alejamiento absoluto, como el de su hermana Cesárea.
-Pero hijo mío -replicó ella con verdadera consternación-. Si voy allá alguna vez, es para impedir que se mueran de hambre.
Guerra se calló, viendo ante sí un problema difícil de resolver. Subvencionar a los Babeles le parecía indigno y desmoralizador; sitiarles por hambre, crueldad inhumana, y encaminarles a su natural destino, que era la cárcel, el presidio o el manicomio, resolución incompatible con la amistad de Dulce.
Camino de su casa, entre doce y una, pensaba que la variación notada en su consorte ilegal era un fenómeno puramente subjetivo. «Yo soy el que ha variado -se decía, haciendo en sí mismo sondaje sincero y profundo; yo no soy el que era. La muerte de mi madre, la posesión de mi fortuna y de mi casa han hecho de mí otro hombre. Surgen a mi lado de improviso cosas y personas nuevas, y me siento amoldado a ellas aun antes de pensarlo. Cierto es que no somos dueños de nosotros mismos sino en esfera muy limitada; somos la resultante de fuerzas que arrancan de aquí y de allá. El carácter, el temperamento existen por sí; pero la voluntad es la proyección de lo de fuera en lo de dentro, y la conducta un orden sistemático, una marcha, una dirección que nos dan trazada las órbitas exteriores. Para probarme a mí mismo que he variado, me pondré un ejemplo, que encuentro en mi realidad interior. Antes de la muerte de mi madre, cuando andaba yo por ahí en salteaduras políticas, mi sueño dorado, mi ilusión eran tener riqueza bastante para fundar un periódico en que defender mis ideas. Deliraba yo por el tal periódico, pensando que fácilmente produciría con él una gran excitación en todas las clases sociales. Pues bien: ya tengo la fortuna, soy dueño de crear mi órgano; y lo mismo ha sido poseer los medios que sentir repugnancia del fin. No, nada de papeles. ¿Para qué? ¿Para calentarme la cabeza y tener mil disgustos, y luego no sacar nada en limpio, porque el país no ha de agradecerme que yo quiera ilustrarle, y los revolucionarios tampoco me han de agradecer que me queme las cejas por ellos?... En resumidas cuentas, que mi fortuna y mi posición me infunden cierto escepticismo político, y mayor apego a la vida del que antes tenía, como si pasara de niño a hombre. No quiere esto decir que mis ideas respecto a la cosa pública no sean las mismas, ni que se amortigüe mi deseo de verlas triunfantes... pero habrá otros que trabajen por ellas... habrá tantos... tantos... que...»