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Ángel Guerra (Galdós)/044

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Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo VI - Metamorfosis

de Benito Pérez Galdós


IX

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Esta protección sin cariño hirió con tal dureza el corazón de Dulce, que no pudo expresar su pena sino con un gemido. Perdida la última esperanza, vio lejos de sí al hombre en quien concentraba todos sus afectos. «Eso quiere decir -dijo sollozando-, que me jubilas, y me pasas la pensión.

Volviendo hacia él sus ojos llenos de lágrimas, le dirigió estas amargas quejas:

-Ya me lo esperaba yo: no soy tonta. Ya sabía que de este modo habías de pagarme, a mí que te quise cuando todo el mundo te despreciaba... Porque yo he sido mala; pero he sabido quererte y ser esclava tuya... Hace algún tiempo que te veo venir. Y ya sé, ya sé el por qué de este cambio, de esta ingratitud...

Su pena se desbordó de golpe; prorrumpiendo en sollozos que pronto fueron llantos y gritos de angustia, el chillar descompuesto y ensordecedor que es la última defensa de la pasión femenina.

-Sé quien tiene la culpa de esta infamia... Todo lo que pasa en tu casa lo sé yo, sin moverme de aquí. Estás loco, loco, y te has portado conmigo como un cualquiera... Hazte el tonto, hazte el sorprendido... Debiste separarte de mí antes de tomar la santurrona esa, más sosa que el mundo entero, la engarzarosarios. Ay, hijo, no has caído en la cuenta de que es cosa muy ridícula pasar de lo revolucionario a lo eclesiástico. ¡Vaya, que dejarme por ese tapón! Me reiría, me reiría si no estuviera tan lastimada... Ya, ya andan diciendo que te casas con ella, y que vais a hacer un convento para encerraros los dos: ¡qué risa! (Llorando amargamente.) Por vengarme, ojalá te saliera grilla, pero muy grilla, para que aprendieras lo que es meterse con monjas. Yo te tenía por menos simple. ¡Tú, el enemigo de la hipocresía, caes ahora en esa trampa que te arma la mojigata ladina con sus arrumacos y sus brujerías católicas!... Estoy volada, estoy ardiendo, no por mí, no porque me dejes, sino por verte tan tonto... Pero me alegro... sí, me alegro, ya ves cómo me echo a reír. Es que se me ha quitado todo el amor que te tenía; es que no cuesta nada aborrecer a las personas cuando se ve que no tienen pizca de talento... Y cuidado que la chica es fea y antipática... sus ojos marean... ¡y qué cuerpo tan rechoncho... con aquella pechera, que debe de ser postiza! (Con saña burlona.) ¡Pobre Ángel!, si no las has tocado todavía, y tienes ilusiones sobre el particular, piérdelas, necio, y convéncete de que aquello es lana. Una nueva trampa que te pone, a más de las de la santidad, una hipocresía de la carne... Porque no le des vueltas, no, no es carne aquello; ni aquellos ojos son ojos de persona... con su meneo insoportable que da ganas de vomitar... (Oprimiéndose el pecho.) Ya no me queda duda de que todos los hombres sois unos grandes mamarrachos.

Comprendiendo Ángel que en cuestiones de tal naturaleza las respuestas envalentonan al enemigo, callaba, aguardando coyuntura propicia para terminar de un modo amigable. Pero la Babel, echando lumbre por los ojos, la emprendió con él de nuevo, usando armas que debían de herirle gravemente en su amor propio.

-Te has lucido, hijo... te has pasado toda la vida trabajando contra los curas y el fanatismo, y mira por donde has ido a caer en manos de tus enemigos: Porque esa chiquilla, no lo dudes, es un anzuelo que te han echado los del bonete para pescarte. Luego que te tengan cogido, te obligarán a ir en las procesiones con tu velita en la mano. Atrévete a sostener ahora, como sostenías antes, que eso de la religión es farsa y chanchullo de unos cuantos, y que cuando nos morimos se acaba todo. Si lo dices, tu beata te sacará los ojos, y te dará celos con el Santísimo Sacramento. No hay más si no que los de sotana te han echado ese gancho para sacarte el dinero. ¡Ay, cuando andabas por ahí hecho un pelele, no se acordaban de ti para nada! Como que ellos no hacen caso del pobre: van a su negocio, y han inventado mil fábulas para explotar a los ricos, pamplinas en que yo no creo, porque tú me has enseñado a no creerlas. Y ahora la pobre discípula ignorante se aguanta en la verdad, mientras que el sabio maestro, tú, se traga todos esos disparates... ja, ja... Iré a verte cuando estés en la iglesia hocicando frente a las imágenes y dándote golpes de pecho... y creerás todas las paparruchas que antes negabas y de que tanto te has reído.

-Yo no me he reído de nada -observó Guerra que ya se cansaba de oír a su querida despreciar la idea religiosa.

-Sí, te has reído, has hecho burla de eso de la Trinidad, que son tres y uno, y qué sé yo, y de la Encarnación del Señor y de todas las cosas... te has mofado de que Dios fabricara el mundo en siete días, y al Papa y a los obispos les has puesto que no había por donde cogerles... Pero ahora, esa mona eclesiástica te ha vuelto del revés. ¿Y quién viene a pagar los vidrios rotos? Yo, pobre de mí, que nunca quise renegar de Dios. Cuando tú te empeñabas en hacerme atea, yo me resistía, y ahora, la que defendía al Señor cuando tú le tratabas como a un cualquiera, se queda en medio de la calle, ¡Bonito pago me da el Señor! A esto llamarán justicia. ¿Pues sabes lo que digo ahora? (Con exaltación.) Que ya no me da la gana de creer nada, ni tanto así, de lo que reza el Catecismo. Todo es mentira, comedia, engañabobos. Ya, ya veo que acierta don José Bailón, que el otro día me dijo que todas las cosas esas son mitos... eso es, mitos... Me lo aprenderé muy bien para soltárselo al primer beato que encuentre. Y por estas cruces te juro que no vuelvo a rezar en mi vida, y cuando vea pasar el Viático, me echaré a correr, como hay Dios, diciéndole: «abur, que eres mito...» ¡Vamos, cuando pienso que se ha vuelto beato el hombre que hace meses andaba buscando sargentos que quisieran derribar todas esas antiguallas...! Esto parece un sueño... Bien, bien, déjame en paz, y vete con tu monjita... No necesito de ti para nada: sé trabajar... Si crees que voy a echarte de menos, te equivocas. Yo, cuando me pongo a olvidar, soy lo mismo que cuando me pongo a querer...

Las frases que siguieron a esto fueron ya deshilvanadas, sin sentido, interpoladas de sollozos y expresiones de dolor. Guerra deseaba concluir, y si Dulce hubiera facilitado con su lenguaje una suspensión temporal de relaciones, aceptaríala con muchísimo gusto; pero aquellos torpes ataques al principio espiritual que gobierna las sociedades, hicieron pésimo efecto en un hombre que se hallaba en plena crisis de pensamiento y de conciencia. Debe advertirse que a pesar de los pesares, no había pensado en la ruptura definitiva, pues aún le sujetaban lazos de afecto a la que por tanto tiempo compartió sus penas y sus dichas. No era su intención marcharse de allí diciendo ahí queda eso, pues Dulce no podía ser para él, ni en mucho tiempo lo sería, una persona extraña. Su intento era no perderla de vista, protegerla y velar por ella como un amigo, como un tutor, como un pariente obligado a cuidarse de su honor y su bienestar. Con estas ideas, acercose a la cómoda, sobre la cual estaba la cajita en que solía poner el dinero que a Dulce asignaba para sus gastos, y sacó del bolsillo y de la cartera plata y billetes para dejarlos allí.

-Yo no te abandonaré ni ahora ni después -le decía en el tono más conciliador que le era posible. Pero ella, lejos de calmarse con tales ofertas, se voló más, prorrumpiendo en lastimeros gritos.

-Hazme el favor de tener juicio -le dijo Guerra, pronto a salir, y alargando hacia ella una mano, que Dulce rechazó con toda la fuerza de las dos suyas. Ya volveré a verte, aunque no sea muy pronto. Seamos siempre amigos. A ti te conviene, y a mí quizás también.

-¡Amigos... Yo tu amiga! ¡tu amiga yo, yo...! Quita allá... no me volverás a ver... Viviré como pueda... Vete pronto con esa muñeca de altar... Esto es una infamia... esto es peor que si me asesinara... ¡No hay Dios, ni mito que castigue crímenes tan... espantosos!

Esto último lo dijo sola, porque Guerra no quiso esperar más, y salió, afectando calma, pero en realidad profundamente apenado y caviloso. Dulcenombre, en un rapto de demencia, corrió hacia la escalera gritando: «Es una infamia... abusar así... porque me ve sin familia, abandonada de todo el mundo. Dios mío... Virgen... No, no, que sois mitos». Algunos vecinos salieron a sus respectivas puertas. La galguita ladraba furiosa en el pasillo. Hubo un ligero remolino de curiosidad y chacota en la escalera; pero nada más. Luego, cuentan que salió la moza al balcón, enteramente trastornada, y desde allí, con descompuestas voces y ademanes más descompuestos aún, llamó al amigo perdido, que ya doblaba la esquina de la calle de Santa Brígida sin mirar para arriba ni hacer caso de nada.

«Chillará y trinará, ¡pobrecilla! -se decía-. Pero estos espasmos pasan pronto, y dentro de unos días no se acuerda de mí... No, no la abandonaré nunca, ni ella merece ser abandonada. ¡es tan buena!... Pero esa familia, francamente... Esto tenía que ser cambios fatales, imprescindibles que nos ofrece la vida, y que debemos aceptar con ánimo sereno... Mal rato he pasado; el choque ha sido rudo. Serenidad, Ángel, serenidad... ¡Adiós Dulcísima!... La pobrecilla chillará; pero de seguro no se arroja por el balcón».



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