Aura o las violetas: 007

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Aura o las violetas : 007​ de José María Vargas Vila
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Tres años de abandono y soledad pasé en los claustros de un colegio;

la imagen de mi madre, y de mi amor, eran mis nuevos compañeros, en mis largas horas de desesperación: sus cartas, el único consuelo de mi angustia, y, la esperanza de tornar a verla, la única que acariciaba en mis dolores;

al fin llegó el día deseado;

como bandada de perdices que abandonan una era, mis compañeros y yo abandonamos el colegio para salir a vacaciones, en los primeros días de un hermoso mes de diciembre;

contento, risueño, y lleno de ilusiones, torné a la casa paterna;

todo lo hallé lo mismo: las caricias amantes de mi madre, el cariño sencillo y siempre igual de mis hermanas, y el calor siempre grato de mi hogar; ¡sólo el amor de Aura, no era el mismo para mí!

en vano mis ojos buscaban a sus ojos, si huía de mis mi­radas; en vano quería hablarle a solas, si huía de mi presencia; indiferente y fría, parecía no conservar ni el recuerdo de nuestro antiguo amor;

mis ojos tímidos, ya no osaban alzarse hasta ella, y el corazón temblaba azorado, en presencia de tanta ingratitud; mi alma sencilla y buena, no podía comprender esto; yo creía que tenía obligación de amarme, porque yo la amaba mucho, y que no podía olvidarme, puesto que yo no la olvidaba un momento;

¡la candidez del alma me perdía!

resolví escribirle, y así lo hice, pero no dio contestación a ninguna de mis cartas;

¿a qué se debía esta variación? he ahí lo que me torturaba la imaginación;

¿qué podría moverla a tratarme así, a mí, que había contado los días y las horas que estuve lejos de ella, y que creía enloquecer de placer al volver a verla?

¿era éste el pago a tanto amor, a tanta adoración?

mis ojos; la seguían adondequiera, tratando de descubrir secreto de su perfidia;

la sorprendí muchas veces, pensativa y triste, y una tarde, oculto entre los árboles del jardín, la vi apoyada en el antepecho de un balcón, leer con avidez, un papel que llevó luego a sus labios, y cuando alzó el rostro, corrían por sus mejillas dientes gotas de llanto;

entonces me pareció comprenderlo todo; Aura amaba con pasión a un hombre, y ese hombre no era yo;

¡ay! ¡entonces, la virginidad del alma, se desgarró en pedazos, los celos y la angustia, acabaron la paz del corazón!

la tristeza cayó sobre mi alma, como cae la sombra de la noche, sobre el silencio helado de los mares; el cariño de mi madre, no alcanzaba a consolarme, y niño, enamorado, solitario, el mundo me parecía un desierto sin un amigo cariñoso, para confiarle mis dolores;

la melancolía de los desgraciados se apoderó de mí;

di entonces, por recorrer uno por uno, los lugares en que habíamos estado juntos, y me extasiaba en evocar allí, los re­cuerdos del pasado; visité los sitios más queridos a la memoria, las piedras del camino, en que ambos nos habíamos sentado, los árboles cuyos frutos le agradaban más; y, que yo le ayudaba a desgajar, las fuentes a que concurríamos con mayor frecuencia, y los prados en que solíamos descansar;

cada uno de aquellos sitios, era un altar de recuerdos, en el cual yo la adoraba en silencio;

allí me recogía, para tributarle culto, como el salvaje busca el misterio de los bosques, para postrarse de rodillas, y alzar los ojos al Sol que adora como su dios; como los antiguos indios de América se inclinaban sobre el cristal tembloroso del lago, para adorar la luna reflejada en él, y luego alzaban sus cantos, que repetían los ecos de las selvas, e iban a morir en las riberas del Océano; así la adoraba yo, en - silencio de aquellos campos, testigos de mi dicha pasada, y así escapaba de mi labio su nombre, mezclado a mis sollozos; yo lanzaba como un gemido, y el viento lo murmuraba como un cántico;

mis días, transcurrían monótonos y lentos, entre la incertidumbre y el dolor;

en vano, me examinaba a mí mismo, tratando de buscar la causa de su desamor: no la encontraba;

sus cartas, durante el tiempo de mi ausencia, habían sido siempre cariñosas para mí, y llenas de promesas, aunque las-últimas tenían un tinte de tristeza y de ambigüedad indefinibles;

el día que llegué, había llorado de felicidad, cuando la abracé junto con mis hermanas; sus ojos y su emoción, no podían mentir; pero, después, cuando aprovechando un momento de soledad, quise hablarle en tono confidencial, como su amante se puso en pie, confusa, temblando, suspiró tristemente y sé alejó;

otro día, que, dispuesto a pedirle una explicación, la sor­prendí sola en el corredor, y quise tomarle una de sus manos trató de gritar, se libertó de mí, y, como una cierva perseguida, corrió a los aposentos; la seguí hasta el oratorio, donde confusa y temblorosa, fue a arrodillarse al lado de mi madre, que oraba en aquel momento;

desde aquel día, esquivaba mi presencia; venía lo menos posible a casa, y evitaba hallarse sola conmigo, buscando siempre la compañía de mis hermanas, o el lugar más próximo a mi madre;

mi desesperación, aumentaba cada día, y, para mi desgracia, hallábala más bella que nunca;

su cuerpo había tomado la esbeltez de la mujer formada; tenía cierta languidez en sus maneras, cierta voluptuosidad inocente en sus movimientos, que la hacían encantadora; el eco de su voz, de esa voz que a través de tanto tiempo, aun llega a mi alma, como el eco de una melodía lejana, era entonces más armonioso y más dulce; sus hermosos ojos azules, agrandados por las ojeras, que el pesar había impreso en su rostro, tenían un aire de melancolía infinita; de esa melancolía de los mártires y de los genios, de las almas que sufren y que piensan, y que aman con pasión un solo ideal; parecía vivir en el mundo, por lo humano, pero vivir por el pensamiento en Dios; aquella frente, pensadora y seria, se alzaba con majestuosa dignidad, como si tuviese algo de divina; había nacido para ser coronada, ya con las bellas flores del amor, ya con las pálidas y tristes del martirio; su sonrisa, era bella, pero melancólica, como la luz del crepúsculo, y se notaban en su fisonomía dulzura para el amor, y resignación para el sacrificio; era una de aquellas mujeres predestinadas a andar entre las borrascas del mundo, como pintan a Jesús, sobre el Tiberíades, sin hundir las plantas;

y, sin embargo, aquella mujer, así tan sublime e ideal, era perjura, había olvidado nuestro amor, destrozado mi felicidad y llenaba mi alma de amargura;

¡cuánto sería mi despecho y mi pesar, al pensar que en otro tiempo había sido mía; que su corazón había latido enamorado, sólo para mí; que yo, había despertado sus primeras sensaciones, y hoy no me amaba!...

ella, cuya imagen, había sido compañera en las horas de estudio, cuando colocando su retrato, entre las hojas abiertas de mis libros, la contemplaba, extasiado, horas enteras; ella, a quien veía en mis sueños, venir hacia mí, con los cabellos flotantes, y los ojos medio entornados, para hablarme al oído, y revolar luego, entre las cortinas de mi lecho, como el ángel custodio en mi descanso; ¡ella me había olvidado!...

¿habéis sabido lo que es alimentar una ilusión, verla nacer, crecer, y desarrollarse con nosotros, y luego, verla convertida en humo, llevándose la paz del corazón? ¿habéis sabido, lo que se experimenta, al ver pasar cerca a nosotros, una mujer que ha sido nuestra, y que hoy nos mira con indiferencia o con desprecio? ¡y contemplar aquellos labios, en los cuales, se posaron tantas veces los nuestros; aquellos ojos sobre los cuales nos inclinábamos para leer en el fondo de su alma; aquel seno que estrechamos tantas veces contra nosotros, y aquella mirada, antes apasionada y tierna, hoy indiferente y fría! ¡y, ver que nada de esto nos pertenece ya!... ¡qué des­pecho se apodera de nosotros! ¡cómo anhelamos, volver a gozar uno siquiera, de aquellos ratos, que ya no retornarán! aquella mujer, huyendo de nuestro amor, es más bella a la imaginación, que cuando se adormecía en nuestros brazos; sus atractivos resaltan a nuestra fantasía, con la idea del misterio; así, esquiva, la desea más el corazón, que amante y rendida; ¡tanto así, ama el alma lo imposible!

además, Aura se presentaba más bella a mis ojos iluminada por los rayos ardientes de la juventud, que despuntaba en ambos, que cuando la vi tan pura a la luz apacible de la mañana de la vida; entonces su hermosura hablaba sólo al alma inocente de un niño, ahora hablaba al alma, al corazón, y a los sentidos de joven, en toda la ebullición de las pasiones, y enamorado de ella hasta el delirio;

su hermosura, su esquivez, y mi pasión, parecían reunirse para aumentar mi infortunio.