Aura o las violetas: 014
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Dos meses habían transcurrido;
el dolor no había muerto, se había adormecido en el corazón; la paz, empezaba a renacer en la casa, y yo ocultaba a mi madre la tristeza que me devoraba, fingiendo que el olvido penetraba poco a poco en mi alma;
no había vuelto a ver a Aura, ni oído hablar de ella, después de su matrimonio; se esquivaba estudiadamente hablar delante de mí, de todo aquello que pudiera remover en mi memoria, las funestas escenas que habían pasado;
dominado por el hastío, y en busca de distracción, fui a la ciudad, donde se hallaba una compañía dramática, dando una temporada de funciones;
una noche que concurrí al teatro, me entretenía momentos antes, de principiar la representación, en repasar con mis gemelos, las filas de palcos ya repletos de señoras, cuando mis ojos se detuvieron en uno, cuya puerta acababa de abrirse; dos personas entraron en él: ¡era Aura y su esposo!
ella, entregó al anciano la capa de pieles con que venía cubierta, y pasó a ocupar la delantera del palco, apoyando sobre la barandilla su brazo desnudo, con una majestad de reina; venía sencilla, pero elegantemente vestida; traía un traje de terciopelo negro, que dejaba en descubierto su pecho, y sus brazos de alabastro, y de la línea negra de su traje, se destacaba su busto delineado y perfecto, como si hubiese sido esculpido en mármol de Paros, por el cincel de Fidias, sosteniendo su cabeza divina, que hubieran envidiado por lo ideal, las vírgenes de Rafael y de Murillo; sus hermosos ojos, brillaban como dos carbunclos, bajo su frente serena, a la que daban sombra, sus cabellos caídos sobre ella, primorosamente peinados a la Capital; por único adorno, llevaba un ramo de violetas, sostenido por un broche de brillantes, en la cabeza, y otro en el pecho; la palidez de su rostro, comunicaba más fuego a su mirada, y más encanto a su fisonomía; su elegancia, su hermosura, su reciente matrimonio, llamaron sobre sí la atención general, y los anteojos del patio y los de los palcos, se clavaron en ella; era la primera vez que aparecía en público, después de su enlace, pues todo ese tiempo había permanecido en una de las haciendas de su esposo;
imposible pintar la sensación que experimenté; celos, amor, despecho, rabia, todo se agolpó a mi corazón; guardé el binóculo en su caja, y me senté aturdido en la butaca, y así permanecí largo rato; al fin, no pude resistir al deseo de mirarla y alcé los ojos a su palco; ella recorría en aquel momento, con la vista la platea; de repente sus ojos se encontraron con los míos; sobrecogida, fascinada, se quedó inmóvil; ambos comprendíamos que estábamos sosteniendo a nuestro pesar, aquella mirada de fuego, pero la naturaleza era superior a nosotros, y nos retenía allí suspensos y absortos, como dos seres que han llegado al mismo tiempo a la orilla de un abismo; al fin, con esfuerzo doloroso, rompimos la corriente eléctrica que nos unía; al dejar de mirarla, quedé en la sombra y deslumbrado, como si el sol hubiese pasado un momento a pocos metros de mis pupilas; quise abandonar el teatro, huir de aquella visión fascinadora, y volver a ocultar mi desesperación en el seno de mi madre, y el silencio de mis campos; pero una fuerza superior a mi voluntad me retuvo allí;
ponían en escena aquella noche, una comedia muy conocida de todos, y muy en boga entonces, especialmente en los teatros de provincia: "La Flor de un día";
durante el prólogo y algunas escenas del acto primero, pude cumplir mi resolución de no mirar a su palco, pero al llegar a aquel pasaje, en que don Diego, que vuelve a buscar a Lola, la halla casada, y al encontrarse casualmente solos, la apostrofa por su infidelidad, diciéndole:
- "¿Por qué vuestra pasión es flor de un día
- que dura sólo lo que dura un lirio,
- mostrando al hombre que en amores fía,
- que el premio del creyente es el martirio?
- ¿Qué importa a la mujer si en la mudanza,
- son de lisonjas sus oídos llena,
- convertir una vida de esperanza
- en campo estéril de infecunda arena?"
alcé los ojos a Aura; conmovida, agitada, la respiración anhelosa, la vista fija en el escenario, movía sus labios, como repitiendo palabra por palabra, aquellos versos que yo le había enseñado de memoria; al concluirlos, volvió sus ojos humedecidos a mí, pero los apartó prontamente; mas, cuando Lola, respondiendo a las quejas de su amante engañado, le dice con desesperación y con ternura:
- "¡Y ante el hombre ofendido que amé tanto
- no hallar una palabra en mi disculpa!...
- Ni aun el consuelo de enjugar su llanto,
- llanto que vierte por mi sola culpa.
- Y cuando a su desprecio resignada,
- diera mi salvación por su ventura,
- ¿creéis que a una mujer tan humillada
- podéis hablarle vos de desventura?
- decidme: ¿lo creéis?"
entonces bajó sus ojos a mí, mirándome con fijeza, como si hubiera querido afirmar aquellas últimas palabras; había en aquella mirada, quejas y reproches, severidad y amor; no pude soportar la expresión de aquellos ojos, bañados en luz, y repletos de tristeza, y bajé la vista;
cuando pocos momentos después, volví a mirar, el palco estaba vacío, y se oyó fuera el ruido de un coche que se alejaba; era el de ellos; y, sin embargo, permanecí con -los ojos fijos en aquel palco abandonado, en cuyo fondo me parecía aun ver destacarse, entre el cortinaje carmesí, el busto ideal y majestuoso de Aura;
aquella noche, al regresar a casa, no podía conciliar el sueño-todos mis dolores, adormecidos apenas, habían vuelto a despertarse a la vista de aquella mujer tan hermosa y tan querida; ella me amaba, no había duda; ¿sería imposible que volviéramos a vernos, a recordar nuestros amores, y a amarnos en silencio? ya que no podía ser mi esposa ante los hombres, ¿no podríamos seguir amándonos en el misterio? he ahí los pensamientos que me asaltaban; impulsado por ellos, perseguido por el insomnio, y agitado por la pasión, me levanté y escribí a Aura; mi carta era tierna sensible, inconvenientemente atrevida; era la carta de un adolescente, enamorado, y fogoso, a quien en el delirio de la pasión todo le parece permitido;
después de escribir volví a acostarme un poco más tranquilo, y logré dormir; pero ni en sueños, pude apartar de mi memoria aquella imagen, y si despertaba, me parecía divisar en los ángulos obscuros de mi aposento, mirándome con tristeza, aquella cabeza pálida, adornada de violetas.